jueves, 11 de septiembre de 2008

El frasco

“Del autor de Historias Mínimas llega otra historia sencilla” se leía en las “colas” que procuraban vender esta película.

Y sí, arranca como una historia casi microscópica, de tan mínima, y casi tan insípida como el agua, de tan transparente. Una maestra rural le pide a un chofer de micros de media distancia que le lleve un frasco con orina para un análisis. Él lo romperá, conseguirá otro frasco y le pondrá su propia orina, eso generará un equívoco que los acercará.

El problema es que para justificar el accionar de los protagonistas, la historia termina teniendo más argumento que una telenovela venezolana con 45 personajes principales. El pasado de la maestrita y el chofer es tan denso y pesado, que si se desarrollara habría trama como para 3 ó 4 películas más.

A las historias mínimas, como lo demostró el gran Carlos Sorín en el film homónimo, le sientan mejor los no actores, quienes no manejan ni intenciones ni conflictos ni caracterizaciones, pero ofrecen a cambio una frescura y una falta de artificiosidad estimable. Porque admitámoslo, los actores somos seres conscientes de nuestra expresividad. Aun en el realismo más extremo, es imposible suprimir del todo la dosis de narcisismo o el afán de exhibicionismo inmanente que nos lleva a poner cara y cuerpo para contar historias. Si esto es evidente hasta entre los actores independientes, ¿qué queda para dos figuras glamorosas como la Brédice y Grandinetti, de probada cualidad estelar para enfrentar protagónicos?

Entrenados y curtidos para seducir públicos con personajes ricos y complejos, cuando son puestos a asumir textos simples y personajes elementales, quedan tan fuera de su registro habitual que incomoda verlos.

Salvando las distancias, es como poner a Natalia Oreiro a que haga de la chica anodina y desangelada que nadie mira dos veces. Un despropósito.

Aunque si bien hasta los despropósitos pueden llegar a buen puerto, porque los actores, cuando son exigidos y desafiados, pueden encarnar todo tipo de criaturas, es indudable que se necesita más tiempo y rigor para elaborar personajes alejados del registro propio, del que parecen haber tenido Grandinetti y la Brédice para este film.

El guión de Pablo Solarz no es malo, pero llega a la pantalla demasiado pronto, sin imprescindibles reelaboraciones y reescrituras que lo hubieran redondeado mejor. Funciona bien en lo que concierne al frasco del título hasta que los protagonistas tienen sexo, después se desbarranca en un fárrago de explicaciones y justificaciones. Están bien delineadas las situaciones accesorias de la pasajera rubia y veterana, la de la madre e hija en el parador o la del doctor y la secretaria, pero la subtrama del hermano de la Brédice es de una torpeza irredimible. Es más, el personaje del hermano sólo se justifica por una necesidad estructural del guión: tenía que haber alguien que contara la historia de la Brédice y que mejor que un pariente cercano.

Grandinetti hace una especie de Forrest Gump, pero sin tanta gracia ni encanto. Su lectura del personaje es muy superficial, pero sobre el final logra emocionar con nobles recursos. A la Brédice le va un poco mejor con su maestra maltratada por la vida. Pero su actuación va para un lado y las razones que da su hermano sobre su comportamiento van para otro. Y entre tantas contradicciones, su personaje no adquiere mayor envergadura, simplemente no cierra. Y por momentos su actuación es tan intensa, su voz tan rotunda y el texto tan sencillo, que parece Cipe Lincovsky recitando La Farolera. Pero siempre es grato verla, entre las actrices jóvenes, es por lejos la más ambiciosa, inquieta y creativa.

Alberto Lecchi es un buen director, orquesta con eficiencia todos los elementos técnicos, planifica las secuencias con maestría y contiene bien a los actores. Pero esta vez, por seguir al pie de la letra un guión enclenque, no concreta una propuesta lograda.

Es de esas películas que denomino “ni”. No es ni un bodrio declarado ni tampoco un buen film.

En un reportaje, Lecchi admitió que tuvo que afear un poco a la Brédice, porque si no su maestra no sería creíble. Presunciones y preconceptos del cine. Tengo varias colegas que militan en las filas de la educación, que nada tienen que envidiarle a la estrella más “estrelluda”. Es más, son de tan buen ver y de tan buena planta, que si las fotografiaran como fotografían a la Brédice detendrían el tránsito.

Pobres los docentes. No sólo soportamos sueldos de hambre, deplorables condiciones de trabajo, un ministro de educación pública que anhela la enseñanza privada y desprecia la pública, si no que además (al menos para el cine) tenemos que ser feos para poder ser creíbles.

Un abrazo,

Gustavo Monteros

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