viernes, 25 de mayo de 2012

El exótico hotel Marigold


Decido pasar el 25 de mayo con Maggie Smith en El exótico hotel Marigold. Festejo patrio un poco inusitado el mío. O no, si se lo piensa bien. ¿Acaso uno no aprovecha también los feriados para visitar a la familia? Como me pasé la vida viendo películas con Maggie Smith, a esta altura del partido ella es como de mi familia.

El exótico hotel Marigold de John Madden, digámoslo sin empaques, es una historia de viejos. Siempre me gustaron las historias de viejos. Después de todo, si uno tiene suerte, es a viejo a lo que se llega. Ahora, incluso me gustan un poco más, porque seamos sinceros, uno ya está más cerca del geriátrico que del jardín de infantes.

Un grupo de 7 jubilados ingleses compra la opción de pasar los “años dorados” (eufemismo si los hay) en el hotel Marigold en la India. Se les promete confort, lujo, atención y exotismo a bajos precios. Cuando lleguen obtendrán mucha atención y exotismo, pero nada de lujo ni confort. Es que el hotel Marigold de los folletos es una ambición que existe, hoy por hoy, sólo en la imaginación de un veinteañero entusiasta (Dev Patel, el simpatiquísimo protagonista de Slumdog millionaire - ¿Quién quiere ser millonario?) Como la mayoría de estos jubilados no tiene para pagarse el pasaje de vuelta, deciden quedarse. Lo bien que harán. La vida les demostrará que aún tiene sorpresas para ellos.

El exótico hotel Marigold es una de esas películas que son lo que son y no se avergüenzan de serlo. Es un film “feel good” o sea vistoso, positivo y reconfortante. Los más jóvenes pueden llegar a amarlo. He notado que les encantan las películas con frases “importantes” y “lecciones de vida”. Si nosotros los “veteranos” nos educamos con películas en que las ironías se comprendían a la salida, cuando armábamos otra vez lo que habíamos visto; los más jóvenes, en cambio, prefieren (por las películas con las que les tocó crecer) que se les subraye lo que deben entender. Si se hiciera hoy una remake de El tesoro de Sierra Madre, los personajes que quedan vivos tendrían que “explicar” la inutilidad de esa aventura. Y si digo que amarían El exótico hotel Marigold es porque las frases importantes y las lecciones de vida están deletreadas. Sin embargo, esta vez, a los “veteranos” no nos molesta mucho tamaña exposición de lo evidente, porque, para variar, hay inteligencia e ingenio en el trámite.

Las historias son variadas. Hay dos que no quieren resignar el sexo. Él (Ronald Pickup) todavía busca la horma de su zapato. Ella (Celia Imrie) se resiste a morir como la abuelita cuida-nietos. Hay un hombre (Tom Wilkinson) que vuelve a la India a cerrar una historia de amor. La del único amor que tuvo en su vida. Hay una viuda (Judi Dench) a la que el marido sobreprotegió y que se siente estafada. Hay un matrimonio (Penelope Wilton y Bill Nighy) que lleva demasiados años de matrimonio sin comprender que al lazo hace rato que se le pasó la fecha de vencimiento. Y hay una vieja xenófoba como pocas (Maggie Smith) que, por un inesperado acto de amabilidad, comprenderá que sus “pares” la usaron, mientras que los “otros” no le dieron sino comprensión, apoyo y hasta una esperanza. Hay también una subtrama con el dueño del hotel (Dev Patel), su madre, su novia y el hermano de su novia.

Algunas historias conmueven más que las otras, y si tienen baches, son rellenados de inmediato por el inmenso talento de un elenco soñado.

En resumen, un hotel que se visita con beneplácito. Cualquier objeción por el estado de las habitaciones se anula por la luminosa capacidad histriónica de Maggie Smith, Judi Dench o Tom Wilkinson (menciono sólo mis favoritos, aunque los otros no le van a la zaga.

Confieso, nobleza obliga, ninguna película en la que Maggie Smith tenga un personaje a desarrollar puede ser del todo defectuosa. Ver actuar a Maggie es una de las maravillas y alegrías de esta vida pelandruna.

Un abrazo, Gustavo Monteros
Gracias, Maggie, me encantó tomar mate con tortas fritas con vos este 25.

jueves, 24 de mayo de 2012

El puerto


El médico: Y también a veces se dan los milagros.

La paciente: No en mi barrio.



El cine del finlandés Aki Kaurismäki (se pronuncia “oki kourismaki”, perdón no puedo con la deformación profesional) es subyugante como pocos. Sus personajes viven al margen, al día. De ayer. Les sobra casi nada y sin embargo tienen siempre algo para dar. Desconfían de lo institucionalizado y saben que sobrevivirán con la ayuda mutua. Van con el orgullo de los que tienen poco y pueden perder todo sin merma ni mella de la dignidad. Tienen cosas un poco anticuadas como si no pudieran poseer más que lo que los demás ya no quieren.

La puesta en escena va en consonancia con los personajes. Los planos son sencillos, secos. Los colores son definidos aunque un poco saturados, más como mojones de color que persisten a fuerza de tozudez. La música, que incluye al inolvidable Carlos Gardel, no subraya lo que pasa ni anticipa lo que vendrá. Aparece cuando la situación ya está en marcha, como para lo que se inició no se desande.

Todo es muy claro, mínimo, humilde aunque un poquitito absurdo. Como si los personajes lo hubiesen visto todo y se tomaran un ratito para decodificar lo que les toca y saber si deben transformar la sonrisa en una mueca. Porque aunque lluevan sapos y pestes, no pierden el humor como si estuvieran de vuelta de todo o a dieta de alprazolam y comprendieran que ya no vale la pena tomarse nada muy en serio porque a la larga algo te salva.

El puerto es un cuento que celebra las dos virtudes que primero se pierden cuando el neoliberalismo se enseñorea: la bondad y la solidaridad. Y es también un homenaje al cine y la cultura francesa. Toman calvados, hay una señora que se llama Arletty, el médico se apellida Becker como el director Jean, los policías visten impermeable y sombrero como Maigret, hay un bar que se llama La Marlene, una clienta de la verdulería es la Sra. Flaubert, el inspector es ¡Monet!, etc. Y no es un detalle menor que el médico sea interpretado por el actor y director Pierre Étaix y que un irreconocible Jean Pierre Léaud, el actor fetiche de Truffaut, sea el denunciante.

Un lustrabotas, que fuera un ex escritor devenido linyera, recuperado por una extranjera, sabe donde está un niño africano que se escapó de la policía cuando abrieron el contenedor con rumbo a Londres y que por un error informático quedó varado en Le Havre. Entonces…

El puerto es como el Segundo Vals de Shostakovich (http://enunbelmondo.blogspot.com.ar/#!/2012/05/mi-corazon-eglogico-y-sencillo.html) puede parecer melancólico pero es en esencia muy alegre.

Consejo de amigo, véanla, es una delicia. Pero véanla pronto, el cine de autor es un milagro en nuestras pantallas y como todo milagro no dura mucho ni se repite. Estas películas no suelen llegar a la segunda semana, o sobreviven en horarios incómodos y casi imposibles.

Si hasta ahora no han tenido la suerte de conocer a Aki Kaurismäki, aprovechen y no pierdan la ocasión. El señor es un maestro y conocer a los maestros, perdonen que me ponga sufí, siempre mejora la vida.
Un abrazo, Gustavo Monteros

sábado, 19 de mayo de 2012

La fuente de las mujeres



Como saben, procuro escribir cada semana sobre una de las películas que se estrenan en La Plata. Esta semana me propuse escribir sobre Elefante blanco, el último film de Trapero, pero entre ocupaciones y contingencias varias no llegué a verla todavía. De allí que haya resuelto escribir sobre una película que está en cartel y que se da desde hace algunas semanas. En su momento no escribí sobre ella porque se estrenó al mismo tiempo que la maravillosa Una separación y por evidentes razones preferí hablar de esta impar película iraní. Pero me rindo al designio, quizá estaba en mi camino hablar de La fuente de las mujeres. Empecemos.

La fuente de las mujeres de Radu Mihaileanu podría definirse como una reformulación de la vieja y querida Lisistrata en versión fábula ambientada en algún lugar de la península árabe. Como en la obra de Aristófanes, una huelga sexual motoriza el relato.

Si en Lisistrata las mujeres no volverán a cumplir con sus deberes maritales hasta que no acaben la guerra, aquí no volverán a consentir tener relaciones hasta que no consigan los hombres que el agua lleve al pueblo o vayan ellos a buscarla a la montaña. Por una antigua tradición son las mujeres las que deben proveer el agua, trepar las pedregosas laderas y bajar cargadas con los pesados baldes. La tradición, según se cuenta, nació en épocas en que los hombres protegían las casas de ataques de pueblos vecinos. Ya no hay guerra ni trabajo, los hombres se pasan el día en el bar y las mujeres siguen cargando el agua como mulas. Pero la pesadez de la carga y las caídas las hacen perder embarazos o las hacen parir niños muertos. Eso será la gota que derramará no el vaso sino el balde en este caso.

Al cine de Mihaileanu (El tren de la vida, Ser digno de ser, El concierto) le cabe lo que se decía del cine de Claude Lelouch cuando yo era chico: los personajes y las situaciones son tan atractivos, vitales y seductores que se le perdona todo lo demás. En el caso de Mihaileanu serían las simplificaciones, los maniqueísmos, la ausencia de todo rigor y el atrevimiento de meterse con temas riesgosos y tratarlos con la levedad de los cuentos de hadas.

Sin embargo, uno se enamora de sus personajes. Y ya se sabe el amor es demasiado difícil y azaroso como para buscarle defectos cuando se da tan así de espontáneo y abarcador. Juro que intento hacer acopio de cuanto cinismo he aprendido y no caer en sus trampas, algunas grandes como un océano de tan obvias, pero hay un detalle, un matiz que me gana y ya no me importa criticar sino entregarme al deleite. Me digo: no te dejes atrapar que eso no es sino una ingenuidad profesional, una manipulación que de tan vieja ya es berreta, y allí está otra vez ese detallecito inusitado que me pierde.

Se ha dicho que con esta película ha reducido los problemas de la cuestión islámica a los pintoresquismos de una tarjeta postal, a la superficialidad de un mensaje de galleta de la suerte. Quizá tengan razón y sean injustos a la vez. No pretende un tratado filosófico sino contar una fábula, con moraleja y todo. Está bien, podría circunscribirla en realidades menos complejas, pero a él el talento le tira para ese lado, qué se le va  a hacer.

En resumen: un film seductor, leve como una pluma y bello como una boa de plumas que se desliza sigilosa sobre las curvas de una mujer despampanante.
Un abrazo, Gustavo Monteros

viernes, 11 de mayo de 2012

Tenemos que hablar de Kevin


Tenemos que hablar de Kevin. ¿Te parece? Y bueno, si no queda más remedio… Es que hablar de Kevin incomoda. Cuestiona lo que la tradición judeo-cristiana considera incuestionable: la relación madre-hijo. Es que la tradición celebra el melodrama del Sandrini de “la vieja ve lo’ colore’ (Cuando los duendes cazan perdices, Luis Sandrini, 1955), el de la Lamarque de La sonrisa de mamá (Enrique Carreras, 1972) o todo lo que ponga a mamá en el altar venerada por el hijo devoto, sumiso e incondicional. Todo bien, pero ¿y las filicidas? ¿Medea (Pier Paolo Pasolini, 1969)? ¿Y Magda Goebbels (La caída, Oliver Hirschbiegel, 2004)? Bueno, contesta la tradición, Medea mató a sus hijos porque amaba más su obsesión por Jasón que a sus vástagos y Magda Goebbels tenía poca tolerancia al fracaso. Cuando el Tercer Reich cayó, prefirió sacrificar sus hijos y eliminarse antes de vivir en un mundo sin raza superior. Modelo de coherencia, Magda. Aunque al menos se mató. La turra de Medea siguió vivita y coleando.

Pero no nos vayamos por las ramas. A mamá Eva (Tilda Swinton) (parafraseemos a Borges una vez más) no la une a su hijito Kevin (Ezra Miller) el amor sino el espanto. Y no en metáfora sino de verdad. Porque Kevin cometió “el peor de los pecados que puede cometer un hombre” limpió a mansalva, porque sí, sin que venga a cuento, sin comerla ni beberla a 9 compañeritos de la secundaria. Y malhirió a otros tantos. Oops.

Tenemos que hablar de Kevin va más allá de Elephant (Gus Van Sant, 2003) o Bowling for Columbine (Michael Moore, 2002), trata las consecuencias de una matanza. Aquietadas las aguas ¿quién tiene la culpa? La familia. En este caso la mamá, que no sólo lidia con el desbarajuste psicológico sino también con la venganza social: la segregan, le tiran pintura roja en la casa y el auto y hasta la trompean en la calle. Y ella qué culpa tiene. Ninguna, salvo haberlo parido y quizá nunca haberlo querido parir. Y llegamos al quid de la cuestión, a lo que la tradición judeo-cristiana no admite: no todas las mamás son santas. Algunas ni a beatas llegan. Nada que no sepan algunos hijos. Porque hay hijos y entenados. Algunos son queridos y se les perdona todo. A otros ni se los quiere ni se les perdona nada. (Oops, lo dije, perdón, juro que no volveré a repetir que a todos los hijos no se los quiere por igual).

Está bien, Eva no es mala, le pone garra, pero Kevin es el niño más cruel, manipulador e insoportable de la historia del cine después del Damien de la saga de La profecía. Y Eva, por su lado, sufre la más tremenda depresión post parto de toda la cinematografía.

¿Y si ese rechazo inicial tuvo algo que ver con el psicópata en que se convirtió? Pregunta que Tenemos que hablar de Kevin se atreve a formular. Al margen de la respuesta que demos, mamá Eva no es el modelo de amplitud mental y de espíritu libre que ella imagina que es, como cuando critica a los gordos en el mini golf. Oops, otra vez. ¿Acaso los hijos no son también una amplificación de la madre en sus aspectos más negativos, aunque las madres no quieran verse en ese reflejo poco halagüeño? Menuda pregunta. De todos modos, este film yanqui (la producción es más británica que la Union Jack, pero el film es en esencia yanqui) no puede ocultar su filiación puritana de descendiente del Mayflower. A lo que voy es que como buen neto hecho artístico yanqui se interroga sobre la esencia del mal. Yo los critico a los yanquis pero en eso algo de razón les doy. El Mal (así con mayúsculas) es un Misterio (con mayúsculas también). Un secreto que sólo conocen los verdaderamente malos. El Bien también es un misterio, pero como es positivo es menos intrigante. Se disfruta, se lo anhela, se lo atesora y listo. María Von Trapp (Julie Andrews, La novicia rebelde, Robert Wise, 1965) o la sheriff  Marge Gunderson (Frances McDormand, Fargo,  los hermanos Coen, 1996) no son dos pelotudas a pedal, son buenas personas, pero tampoco levantan polvareda.

¿Y Kevin? ¿Es malo per se o mamá tuvo algo que ver? Sea pato o gallareta, uno no puede dejar de preguntarse si las cosas no hubieran sido distintas con otra madre o con otra conducta materna. Reformulemos entonces la pregunta: ¿hasta dónde mamá tuvo algo que ver? Sí, ahora sí, la pregunta se vuelve pertinente porque la película es tanto una indagación sentimental o metafísica como un policial con enigma. Habrá respuestas. No sé si satisfactorias, esclarecedoras o rotundas pero respuestas al fin.

La gran Tilda Swinton redondea otra labor descollante, aunque por el tema y el tratamiento agudamente “artístico”, extremadamente “sensorial” que hace la directora, Lynne Ramsay (El viaje de Morvern), su trabajo despierta una adhesión más intelectual que emocional. Ezra Miller, Jasper Newell y Rock Duer, que son los Kevins a medida que pasan los años, proveen la necesaria incomodidad e inquietud que el personaje requiere. Ashley Gerasinovich reparte simpatía y encanto como Celia, la hermanita de Kevin. John C. Reilly está muy bien como el padre optimista, ingenuo y despistado. Pobre. No ver o no querer ver paga mal siempre.

 Otro mérito y no menor es que el film parece basado en hechos reales y no, se basa en una novela de Lionel Shriver.

En resumen un film que reverdece dos adjetivos perimidos de tan trillados, es interesante y  polémico.

Ah, mis amigas impresionables pueden verlo. Los hechos sangrientos no se muestran, se implican. Aunque por ello quizá no deberían verlo. Ellas me entienden.

Comentario frívolo. La culpa de todo tal vez la tengan los zapatos de Tilda Swinton. ¿Es necesario ir por la vida con zapatos que quizá sean lindos de ver (no sé, no me lo parecen) pero tan incómodos?

Un abrazo, Gustavo Monteros

viernes, 4 de mayo de 2012

La separación



Las películas multipremiadas me dan desconfianza. Quizá porque me intimidan, ya que es como si me patotearan, como si me dijeran: ¿no serás tan bobo como para no adorarnos, para no respetar nuestras condecoraciones?

Hace tiempo que tengo una copia de La separación de Asghar Farhadi,  pero cada vez que intentaba verla no pasaba del segundo minuto. Me parecía un capítulo iraní de Nosotros y los miedos. Hoy decidí verla para hacer este comentario. Y es una suerte haber pasado al minuto tres.  De a poco comprendí que esa primera escena, que repelía porque la interpretaba como el planteo, esconde astucia y es sólo la patada inicial que acciona el juego. Una pareja le peticiona un divorcio a un juez que no se ve, porque es la cámara, o sea nosotros. Ella quiere aprovechar una oportunidad que tiene de hacer una vida mejor para su hija en otro país. Él no quiere irse con ellas porque lo retiene su padre que sufre Alzheimer. Lo que se llama un conflicto perfecto porque ambas partes o fuerzas tienen  razones valederas. No hay aquí alguien acertado y otro equivocado. El tironeo que incluye a la hija es movilizador e inquietante como todo lo que seguirá.

Más que La separación, este film debería tener uno de esos largos títulos que ostentaban los capítulos de las novelas del siglo XIX. Algo así como “Insospechables derivaciones con intrincados vericuetos y sorprendentes revelaciones de un intento de separación conyugal”. La pareja sale del juzgado, ella se va a la casa de su madre y él se ve obligado a contratar una mujer para que cuide al padre. Y allí comienzan las derivaciones, los vericuetos y las revelaciones. Primero uno se interesa porque los conflictos se desarrollan en una sociedad, la iraní, de la que uno tiene poca o nula información. Se diferencia de otras películas iraníes que he visto porque hay aquí celulares, computadoras, CDs y LCDs. Una sociedad contemporánea, moderna y sin embargo con peculiaridades que le son intransferibles.

Después el argumento va cargándose casi sin que nos demos cuenta (y eso es maravilloso) de lecturas sociales, de diferencias de clases, de problemas de género, de adherencias religiosas y de sutilezas filosóficas. Las sociedades pueden que sean distintas pero el hombre es hombre en todas partes. El orgullo, la mentira, la traición, la manipulación, la culpa, el resentimiento, el prejuicio, el afecto, el respeto, la religiosidad o su carencia son inherentes a esa bestia que llamamos hombre.  Y entonces uno se apasiona. Y se deslumbra. Porque la película se vuelve una proeza única e irrepetible como los milagros. Tiene el suspenso de un thriller, nos mantiene en vilo como un drama de juzgado y guarda la profundidad de los mejores films de Bergman. Tiene algo del Caché – Escondido (2005) de Haneke y del Rashomon (1950)  de Kurosawa, porque lo que se ve guarda siempre un doblez, una subtrama secreta, otra posible interpretación. Y en un momento me voló la cabeza porque me traía ecos de las obras bellas, perfectas, imperecederas de Lope de Vega por aquello de la importancia de la palabra, del buen nombre, del honor.

En resumen una película que merece todos los premios que recibió y más. Una experiencia cinematográfica madura, deslumbrante, apasionante. Un drama que se vuelve una tragedia contemporánea que reíte de los griegos. Imperdible. 
Un abrazo, Gustavo Monteros