viernes, 11 de mayo de 2012

Tenemos que hablar de Kevin


Tenemos que hablar de Kevin. ¿Te parece? Y bueno, si no queda más remedio… Es que hablar de Kevin incomoda. Cuestiona lo que la tradición judeo-cristiana considera incuestionable: la relación madre-hijo. Es que la tradición celebra el melodrama del Sandrini de “la vieja ve lo’ colore’ (Cuando los duendes cazan perdices, Luis Sandrini, 1955), el de la Lamarque de La sonrisa de mamá (Enrique Carreras, 1972) o todo lo que ponga a mamá en el altar venerada por el hijo devoto, sumiso e incondicional. Todo bien, pero ¿y las filicidas? ¿Medea (Pier Paolo Pasolini, 1969)? ¿Y Magda Goebbels (La caída, Oliver Hirschbiegel, 2004)? Bueno, contesta la tradición, Medea mató a sus hijos porque amaba más su obsesión por Jasón que a sus vástagos y Magda Goebbels tenía poca tolerancia al fracaso. Cuando el Tercer Reich cayó, prefirió sacrificar sus hijos y eliminarse antes de vivir en un mundo sin raza superior. Modelo de coherencia, Magda. Aunque al menos se mató. La turra de Medea siguió vivita y coleando.

Pero no nos vayamos por las ramas. A mamá Eva (Tilda Swinton) (parafraseemos a Borges una vez más) no la une a su hijito Kevin (Ezra Miller) el amor sino el espanto. Y no en metáfora sino de verdad. Porque Kevin cometió “el peor de los pecados que puede cometer un hombre” limpió a mansalva, porque sí, sin que venga a cuento, sin comerla ni beberla a 9 compañeritos de la secundaria. Y malhirió a otros tantos. Oops.

Tenemos que hablar de Kevin va más allá de Elephant (Gus Van Sant, 2003) o Bowling for Columbine (Michael Moore, 2002), trata las consecuencias de una matanza. Aquietadas las aguas ¿quién tiene la culpa? La familia. En este caso la mamá, que no sólo lidia con el desbarajuste psicológico sino también con la venganza social: la segregan, le tiran pintura roja en la casa y el auto y hasta la trompean en la calle. Y ella qué culpa tiene. Ninguna, salvo haberlo parido y quizá nunca haberlo querido parir. Y llegamos al quid de la cuestión, a lo que la tradición judeo-cristiana no admite: no todas las mamás son santas. Algunas ni a beatas llegan. Nada que no sepan algunos hijos. Porque hay hijos y entenados. Algunos son queridos y se les perdona todo. A otros ni se los quiere ni se les perdona nada. (Oops, lo dije, perdón, juro que no volveré a repetir que a todos los hijos no se los quiere por igual).

Está bien, Eva no es mala, le pone garra, pero Kevin es el niño más cruel, manipulador e insoportable de la historia del cine después del Damien de la saga de La profecía. Y Eva, por su lado, sufre la más tremenda depresión post parto de toda la cinematografía.

¿Y si ese rechazo inicial tuvo algo que ver con el psicópata en que se convirtió? Pregunta que Tenemos que hablar de Kevin se atreve a formular. Al margen de la respuesta que demos, mamá Eva no es el modelo de amplitud mental y de espíritu libre que ella imagina que es, como cuando critica a los gordos en el mini golf. Oops, otra vez. ¿Acaso los hijos no son también una amplificación de la madre en sus aspectos más negativos, aunque las madres no quieran verse en ese reflejo poco halagüeño? Menuda pregunta. De todos modos, este film yanqui (la producción es más británica que la Union Jack, pero el film es en esencia yanqui) no puede ocultar su filiación puritana de descendiente del Mayflower. A lo que voy es que como buen neto hecho artístico yanqui se interroga sobre la esencia del mal. Yo los critico a los yanquis pero en eso algo de razón les doy. El Mal (así con mayúsculas) es un Misterio (con mayúsculas también). Un secreto que sólo conocen los verdaderamente malos. El Bien también es un misterio, pero como es positivo es menos intrigante. Se disfruta, se lo anhela, se lo atesora y listo. María Von Trapp (Julie Andrews, La novicia rebelde, Robert Wise, 1965) o la sheriff  Marge Gunderson (Frances McDormand, Fargo,  los hermanos Coen, 1996) no son dos pelotudas a pedal, son buenas personas, pero tampoco levantan polvareda.

¿Y Kevin? ¿Es malo per se o mamá tuvo algo que ver? Sea pato o gallareta, uno no puede dejar de preguntarse si las cosas no hubieran sido distintas con otra madre o con otra conducta materna. Reformulemos entonces la pregunta: ¿hasta dónde mamá tuvo algo que ver? Sí, ahora sí, la pregunta se vuelve pertinente porque la película es tanto una indagación sentimental o metafísica como un policial con enigma. Habrá respuestas. No sé si satisfactorias, esclarecedoras o rotundas pero respuestas al fin.

La gran Tilda Swinton redondea otra labor descollante, aunque por el tema y el tratamiento agudamente “artístico”, extremadamente “sensorial” que hace la directora, Lynne Ramsay (El viaje de Morvern), su trabajo despierta una adhesión más intelectual que emocional. Ezra Miller, Jasper Newell y Rock Duer, que son los Kevins a medida que pasan los años, proveen la necesaria incomodidad e inquietud que el personaje requiere. Ashley Gerasinovich reparte simpatía y encanto como Celia, la hermanita de Kevin. John C. Reilly está muy bien como el padre optimista, ingenuo y despistado. Pobre. No ver o no querer ver paga mal siempre.

 Otro mérito y no menor es que el film parece basado en hechos reales y no, se basa en una novela de Lionel Shriver.

En resumen un film que reverdece dos adjetivos perimidos de tan trillados, es interesante y  polémico.

Ah, mis amigas impresionables pueden verlo. Los hechos sangrientos no se muestran, se implican. Aunque por ello quizá no deberían verlo. Ellas me entienden.

Comentario frívolo. La culpa de todo tal vez la tengan los zapatos de Tilda Swinton. ¿Es necesario ir por la vida con zapatos que quizá sean lindos de ver (no sé, no me lo parecen) pero tan incómodos?

Un abrazo, Gustavo Monteros

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