Tenemos que hablar de
Kevin. ¿Te parece? Y
bueno, si no queda más remedio… Es que hablar de Kevin incomoda. Cuestiona lo
que la tradición judeo-cristiana considera incuestionable: la relación
madre-hijo. Es que la tradición celebra el melodrama del Sandrini de “la vieja
ve lo’ colore’ (Cuando los duendes cazan
perdices, Luis Sandrini, 1955), el de la Lamarque de La sonrisa de mamá (Enrique Carreras, 1972) o todo lo que ponga a mamá
en el altar venerada por el hijo devoto, sumiso e incondicional. Todo bien, pero
¿y las filicidas? ¿Medea (Pier Paolo
Pasolini, 1969)? ¿Y Magda Goebbels (La
caída, Oliver Hirschbiegel, 2004)? Bueno, contesta la tradición, Medea mató
a sus hijos porque amaba más su obsesión por Jasón que a sus vástagos y Magda
Goebbels tenía poca tolerancia al fracaso. Cuando el Tercer Reich cayó,
prefirió sacrificar sus hijos y eliminarse antes de vivir en un mundo sin raza
superior. Modelo de coherencia, Magda. Aunque al menos se mató. La turra de
Medea siguió vivita y coleando.
Pero no nos vayamos por las ramas. A mamá Eva (Tilda Swinton)
(parafraseemos a Borges una vez más) no la une a su hijito Kevin (Ezra Miller)
el amor sino el espanto. Y no en metáfora sino de verdad. Porque Kevin cometió
“el peor de los pecados que puede cometer un hombre” limpió a mansalva, porque
sí, sin que venga a cuento, sin comerla ni beberla a 9 compañeritos de la
secundaria. Y malhirió a otros tantos. Oops.
Tenemos que hablar de
Kevin va más allá de
Elephant (Gus Van Sant, 2003) o Bowling for Columbine (Michael Moore,
2002), trata las consecuencias de una matanza. Aquietadas las aguas ¿quién
tiene la culpa? La familia. En este caso la mamá, que no sólo lidia con el
desbarajuste psicológico sino también con la venganza social: la segregan, le
tiran pintura roja en la casa y el auto y hasta la trompean en la calle. Y ella
qué culpa tiene. Ninguna, salvo haberlo parido y quizá nunca haberlo querido
parir. Y llegamos al quid de la cuestión, a lo que la tradición judeo-cristiana
no admite: no todas las mamás son santas. Algunas ni a beatas llegan. Nada que
no sepan algunos hijos. Porque hay hijos y entenados. Algunos son queridos y se
les perdona todo. A otros ni se los quiere ni se les perdona nada. (Oops, lo
dije, perdón, juro que no volveré a repetir que a todos los hijos no se los quiere
por igual).
Está bien, Eva no es mala, le pone garra, pero Kevin es el
niño más cruel, manipulador e insoportable de la historia del cine después del
Damien de la saga de La profecía. Y
Eva, por su lado, sufre la más tremenda depresión post parto de toda la
cinematografía.
¿Y si ese rechazo inicial tuvo algo que ver con el psicópata
en que se convirtió? Pregunta que Tenemos
que hablar de Kevin se atreve a formular. Al margen de la respuesta que
demos, mamá Eva no es el modelo de amplitud mental y de espíritu libre que ella
imagina que es, como cuando critica a los gordos en el mini golf. Oops, otra
vez. ¿Acaso los hijos no son también una amplificación de la madre en sus
aspectos más negativos, aunque las madres no quieran verse en ese reflejo poco
halagüeño? Menuda pregunta. De todos modos, este film yanqui (la producción es
más británica que la Union Jack, pero el film es en esencia yanqui) no puede
ocultar su filiación puritana de descendiente del Mayflower. A lo que voy es
que como buen neto hecho artístico yanqui se interroga sobre la esencia del
mal. Yo los critico a los yanquis pero en eso algo de razón les doy. El Mal
(así con mayúsculas) es un Misterio (con mayúsculas también). Un secreto que
sólo conocen los verdaderamente malos. El Bien también es un misterio, pero
como es positivo es menos intrigante. Se disfruta, se lo anhela, se lo atesora
y listo. María Von Trapp (Julie Andrews, La
novicia rebelde, Robert Wise, 1965) o la sheriff Marge Gunderson (Frances McDormand, Fargo,
los hermanos Coen, 1996) no son dos pelotudas a pedal, son buenas
personas, pero tampoco levantan polvareda.
¿Y Kevin? ¿Es malo per se o mamá tuvo algo que ver? Sea pato
o gallareta, uno no puede dejar de preguntarse si las cosas no hubieran sido
distintas con otra madre o con otra conducta materna. Reformulemos entonces la
pregunta: ¿hasta dónde mamá tuvo algo que ver? Sí, ahora sí, la pregunta se
vuelve pertinente porque la película es tanto una indagación sentimental o
metafísica como un policial con enigma. Habrá respuestas. No sé si
satisfactorias, esclarecedoras o rotundas pero respuestas al fin.
La gran Tilda Swinton redondea otra labor descollante, aunque
por el tema y el tratamiento agudamente “artístico”, extremadamente “sensorial”
que hace la directora, Lynne Ramsay (El
viaje de Morvern), su trabajo despierta una adhesión más intelectual que
emocional. Ezra Miller, Jasper Newell y Rock Duer, que son los Kevins a medida
que pasan los años, proveen la necesaria incomodidad e inquietud que el
personaje requiere. Ashley Gerasinovich reparte simpatía y encanto como Celia,
la hermanita de Kevin. John C. Reilly está muy bien como el padre optimista,
ingenuo y despistado. Pobre. No ver o no querer ver paga mal siempre.
Otro mérito y no menor
es que el film parece basado en hechos reales y no, se basa en una novela de
Lionel Shriver.
En resumen un film que reverdece dos adjetivos perimidos de
tan trillados, es interesante y
polémico.
Ah, mis amigas impresionables pueden verlo. Los hechos
sangrientos no se muestran, se implican. Aunque por ello quizá no deberían
verlo. Ellas me entienden.
Comentario frívolo. La culpa de todo tal vez la tengan los
zapatos de Tilda Swinton. ¿Es necesario ir por la vida con zapatos que quizá
sean lindos de ver (no sé, no me lo parecen) pero tan incómodos?
Un abrazo, Gustavo Monteros
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