Los perros me sacan de la cama con el clamor
habitual que no puede ser desatendido. No me puedo quejar, no es tan temprano,
y debo agradecerles la paciencia. Primero le toca a ella, a Bruna, porque es
joven y llena de vida como todo lo joven. Perrito es un anciano y no tiene la
sabiduría, aunque sí la resignación de los viejos. Le toca, claro, el segundo
turno.
La ciudad duerme, no la urge levantarse. Supongo
que está cansada por el demorado anuncio de la suspensión de clases en todos
los niveles. Entre los docentes fue un tema de álgida preocupación desde el
viernes temprano en que, por el bendito coronavirus, muchas actividades se
suspendían, menos las clases. El resto del viernes lo ocupamos en el duelo, en
masticar la injusticia de la medida.
El sábado a la mañana pasamos lista a las
razones que se nos ocurrieron para contrarrestar lo decidido. La tarde fue un
hervidero de guasaps, posteos en facebook e instagram, mensajes de telegram y
tuits. Las bases estaban tan cabreras que los gremialistas se sacudieron la
modorra con la que habían acatado el mandato de no suspender y comenzaron a oír
los argumentos de los docentes ofuscados. Los ministros habían esgrimido la
sensata comanda de la escuela como bastión de contención, que era aconsejable
ante la emergencia que los chicos estuvieran en las escuelas y no en “la calle
o en shopping” (mis alumnos pertenecen a la primera categoría, los de escuela
privada cara caen en la segunda opción), que si no iban estarían en contacto
con abuelos o sea con gente en alto riesgo. Ante la inevitable pregunta, una
médica, sentada entre los ministros dijo la verdad, los chicos no sufren el
virus con la virulencia con que lo sufren los muy mayores, pero que lo
transmiten, lo transmiten.
No diré que lo que el oficialismo postulaba
no fuera atendible, pero no entendía la insistencia de no suspender todos los niveles, como
si nuestros lugares de trabajo fueran de perfección sueca.
A los padres siempre les urge secarse de
encima los más chicos, circunstancia que les permite algunas horas de libertad
para trabajar u ocuparse de sus vidas. Los oficialismos nunca olvidan que deben
ser demagógicos con esos padres en particular. Los que están en el último ciclo
de la primaria y los de la secundaria preocupan menos a los padres, porque son
menos demandantes y más independientes. No impiden trabajar y se los puede
tomar como cómplices para poder continuar con la vida al margen de
la paternidad.
O sea, en mi modesta opinión, debieron
garantizarse las clases en el preescolar y en los primeros ciclos de primaria y
analizar cómo se trabajaría con el resto. Mi sugerencia para la secundaria y el
terciario era que fuéramos algunos grupos unos días, otros los restantes, no
todos juntos a la vez. Por la sencilla razón de que las escuelas, públicas y
privadas, trabajando al tope son la más perfecta garantía de la propagación de
cualquier virus: están casi siempre sucias, las aulas están hacinadas (algunas
privadas incluso más que las públicas) y la ventilación en la mayoría es mala,
y en otras, inexistente.
Además los escolares y docentes colapsan el
sistema de transporte en las horas de entrada y de salida. Hay un montón de
barrios sin escuelas, lo que obliga a la migración escolar a los barrios en los
que sí las hay, o con cupo suficiente para recibir los alumnos propios y los
ajenos.
Conocedores del problema, los ministros no
tardaron en asegurar que contaríamos con todos los elementos de limpieza y que
se evitarían los viajes de micros llenos. Todo muy lindo, pensamos los que
vamos de escuela a escuela, pero la lavandina no te soluciona la sobrepoblación
por aula y la ausencia de ventilación. Además, la restricción en los micros, si
se lograra, duraría un par de días, al tercero volveríamos a lo acostumbrado, porque
algunos hábitos resisten hasta el virus más letal.
Pero la demagogia no tiene límite y en vez de
limitarse solo a los más chicos, se incluyó en la no suspensión de clases a
todos los niveles. Los terciarios y universitarios fueron los primeros en
abarcar el problema y tomar cartas en el asunto: no darían ni una sola clase
hasta que no se garantizaran las condiciones indispensables para manejarse en
una emergencia. Sabedores que se tardaría unos cuántos siglos, comenzaron a
plantearse clases o programas virtuales.
Los docentes de los demás niveles, primero, y
los padres, después, comenzaron a razonar, bueno, más a condicionar
pensamientos al miedo que otra cosa, como sea, a comprender que quizá el
remedio fuera peor que la enfermedad, como quien dice. Si se suspende toda
actividad multitudinaria, menos las clases, no cabe la posibilidad de que las
clases ¿sean el caballo de Troya? Y así, propagaran el virus, que ¿la anulación
de todas las otras actividades evitarían?
A la nochecita la desesperación del docentaje
llegó a su clímax, se pedía abiertamente la suspensión de las clases. Un gremio
menor lo tomó como bandera. Gremios mayores conjugaron de apuro proclamas,
reclamos y rectificaciones. En el medio, giró una resolución falsa que daba
licencia a embarazadas, inmunodepresivos, diabéticos, asmáticos, cardíacos y
viejos de más de 65, entre otros grupos de riesgo.
Sobre las diez, un portal de noticias muy
derechoso y poco serio aseguró que hoy domingo se anunciaría el levantamiento de
las clases. Los principales medios comerciales, que habían militado en días
anteriores con fervor infatigable la suspensión de actividades sociales,
artísticas y deportivas, repicaron la noticia, y nos fuimos a dormir tranquilos
con la seguridad de que el buen tino se impondría y las clases se suspenderían.
De ahí que durmiéramos hasta tarde. La preocupación cansa y el miedo ni te
digo.
Son las 10 y media de la mañana de este
domingo 15 de marzo de 2020, y el anuncio no solo no se produjo sino que encima
se dice que está sujeto a reuniones y evaluaciones de urgencia. Sea pato o
gallareta, la vigilia (no me gusta la palabra “cuarentena” porque no es exacta)
al menos en la sensación de la mayoría, se inicia.
¿Por qué hablo de estas cosas en un blog de
cine? Porque me propongo, mientras dure la contingencia, sugerir una película por
día para paliar el hastío que, de antemano, da la idea del encierro obligatorio. (Lo
anterior fue necesario para circunscribir la iniciativa).
Hoy propongo una coproducción
taiwanesa-chino-franco-estadounidense (como se ve, tan cosmopolita como el virus
que nos acecha) y de título de lo más elocuente para la hora: Cities of Last Things (2019) del
director malayo Wi Ding Ho.
La historia se estructura en tres momentos
claves de la vida de un hombre violento. El primer momento se desarrolla en un
futuro cercano, el segundo correspondería a nuestro presente y el último a un
pasado conocido, al menos por los que no nos cocemos en el primer hervor.
Como toda película que parte de una premisa
que define pero que también limita, uno se pregunta ¿me interesará lo segundo
tanto como lo primero y querré llegar al tercero? Al menos para mí, la
respuesta fue un rotundo ¡sí!
Cities
of Last Things es una aventura que recompensa haber
optado por ella. Intriga, atrapa, emociona y se queda en nuestra cabeza para
que rumiemos, si hay en nuestra vida, experiencias así de determinantes. No es
poco para iniciar una obligada prisión domiciliaria.
Hasta mañana
Gustavo Monteros
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