A veces cuesta creer
que los productores sean tan ineptos, más en cuestiones de sentido común, en
las que hasta la mercera de la esquina que tiene menos show-business que monja
de clausura aconsejaría lo contrario. Pero empecemos por el principio.
Mamma mia!, el originario musical londinense, se convirtió en el ejemplo más conspicuo de lo que dio en llamarse el jukebox musical, o sea el que se arma con las canciones más populares de tal cantante o cual grupo. En este caso, como es bien sabido, se basaba en las canciones del grupo pop sueco ABBA, que universalizó durante unos años sus melodías. El argumento no podía ser más endeble, la hija de Donna va a casarse y quiere saber quién es su padre, tiene tres posibles candidatos, porque ni la misma Donna sabe a ciencia cierta cuál de ellos es. Todo viene de a tres. Donna tiene dos amigas con las que integraba un grupo musical, Donna y las Dínamo. La hija de Donna, Sophie tiene también dos amigas incondicionales. Tanto las amigas de Donna como las de Sophie no tienen más vida que la de ser satélites de las mencionadas. El argumento no maneja ninguna subtrama, todo es ultra básico de tan elemental. Uno de los posibles padres, Harry, es homosexual, pero es como quien dice filatelista, porque no mira a nadie, no tiene necesidad de compañeros sexuales o parejas, es tan asexuado como un almohadón. Subrayo estos detalles porque dan cuenta de la superficialidad del esquema dramático. Es más, se supone que Donna es un espíritu libre porque usa “dungarees”, lo que nosotros llamamos “jardinero” y otros países definen como “mono”.
Detalles al margen,
el musical fue un éxito por dos elementos, la híper reconocible y verificable
música de ABBA y una desaforada alegría, como de fiesta dionisíaca, digo, ya
que la acción transcurría en una isla griega. (Se dice que no hubo función de
la versión teatral que no terminara con el público bailando en los pasillos)
10 años después de la transcripción cinematográfica del éxito teatral que significó otro jalón en la carrera de Meryl Streep, los productores deciden hacer una segunda parte y modifican un elemento clave del éxito: la alegría. ¿Cómo? Matando a Donna, que es como matar la gallina de los huevos de oro. Y ¿por qué? ¿Meryl Streep se negaba a repetir el papel? No, vuelve a la franquicia. ¿Meryl Streep pidió una cifra astronómica para reprisar su rol? No sé cuánto pidió, pero aquí está, en versión espíritu en el final del film. Entonces, ¿por qué? Sabrá Dios, los designios de los productores son tan inescrutables como los divinos. Matada la alegría y suplantada por una tierna melancolía, quedaba solo la música de ABBA. En versión Lado B, porque en la Mamma Mia! de 2008, ahora la uno, habían agotado todos los éxitos resonantes. No soy un experto en ABBA y sé que para esta película se compusieron canciones especiales, no sé cuáles son, aunque sospecho que la que canta Meryl al final debe ser nueva, muy bonita por cierto (ojo, puede estar equivocado y dicha canción ser tan vieja como Dancing Queen). Como sea, para esta segunda parte, de las que no usaron en la primera, les quedaron Waterloo y Fernando, y algunas otras que lejos están de ser Guau. Tanto es así que en momentos claves, cuando todo está por caerse por el despeñadero del aburrimiento, vuelven Mama Mia!, y Dancing Queen para apuntalar el esquicio.
En resumen, de los
dos elementos que aseguraron el éxito, a uno lo dinamitan (el personaje de
Donna) y del otro raspan lo que queda del frasco.
Y ¿con qué procuran
llenar el vacío que dejan? Con la historia anterior de Donna, que ya en la uno,
habían pausterizado bastante. Cuando empieza sabemos que no puede decir cuál es
el padre porque eran tiempos de descontrol, de haga el amor y no la guerra, de
la despreocupación pre SIDA, y uno supone que Donna es un auténtico espíritu
libre, pero al rato entran los tres posibles padres, burgueses exitosos y muy
ricos, y la fantasía de la libertad y del descontrol desaparece, y uno supone
con razón que la supuesta lujuria de haber dormido con tres hombres, no a la
vez, pero sí simultáneamente, se debió a algún recreo casual, descontando que
con uno de ellos, el homosexual, fue un acto de piedad o de generosidad. En
tiempos de empoderamiento de la mujer, esta justificación del personaje suena a
conservadurismo retrógrado, y hasta la misma Meryl Streep se pone a siglos de
distancia de los personajes de Kramer
versus Kramer, La amante del teniente
francés o África mía, auténticas
precursoras de la liberación femenina de atavismos patriarcales.
Lo que se sospechaba
en la primera parte, se confirma en esta segunda. Donna se acostó con los tres
casi virginalmente, de tan inocentes y cándidas que son las circunstancias en
las que se dio este sexo muy blanco. Donna joven es interpretada por la omnipresente Lily James, porque en estos últimos tiempos aparece por todos
lados, y enfrenta con demasiado brío canciones horribles y diálogos y
situaciones sin ninguna gracia. La pobre sabe que en el fondo su parte se cae a
pedazos y por eso la actúa como una cocainómana necesitada de una próxima
dosis. En paralelo a cómo llegó Donna a embarazarse de Sophie, vemos a Sophie
embarazada (¡de un varón!, si hay una tercera o cuarta parte tendrá que ser
alrededor de ¡Don!, o sea el fin de esta franquicia matriarca) sola, porque su
pareja encontró un trabajo en Nueva York, y así la vemos secundada por un ex
latin lover, Andy García, en la puesta a nuevo del hotel de Donna para una
reinauguración triunfal, aplazada por una tormenta, que posibilitará que los
que todavía no llegaron, lleguen.
Y cuando todo parecía
perdido, algo de lo que había en el original se recupera. Llegan tres barcos
llenos de gente cantando y bailando Dancing Queen. En la proa del primero el
gran Stellan Skargard, con los brazos abiertos como Kate Winslet en Titanic es sostenido por el glorioso
Colin Firth, en plan Leonardo Di Caprio, y uno no puede evitar sonreír, porque
la intertextualidad siempre es divertida, y en cine, como es medio obvia, no
necesita más que la erudición de haberse expuesto a algunos éxitos masivos.
(Más tarde habrá otra cuando Colin Firth imite algunos pasos del Travolta
febril del sábado por la noche, o cuando en el final-final, Firth, Skarsgard y
el eternamente apuesto Pierce Brosnan aparezcan en uniformes ABBA) Pero la
escena es lograda no solo por la referencia a Titanic, sino porque la enjundia de la hasta ese momento pedestre
coreografía se eleva un poquito, ojo, un poquito, lo que se muestra parece más
a un baile sincronizado en un crucero gay que a un ballet Fosse, pero en
comparación con lo que traíamos ¡es un momento deslumbrante!
Y al ratito nomás
hace su entrada triunfal Cher, que no en vano es Cher, y arrastra su leyenda,
aunque no se pueda mover mucho por el temor a romperse algún hueso (el tiempo
es cruel) y se empareja con un feliz Andy García, encantado de volver a ser un
galán por un instante. Cher canta entonces Fernando y para situarla
históricamente, evocan una revuelta social en México en el 58 (¿se referirán a
la del 68 y se equivocaron?, ¿hubo alguna en el 58?, no sé, no soy un experto
en historia mejicana)
Y como andamos sobre
los finales, en el bautizo del niño, hace su aparición en versión fantasma,
bueno, claro, Meryl Streep. Con dungarees (jardinero, mono) faltaba más, y
Streep no es Streep tampoco al divino botón, y la película alcanza esos
volúmenes emocionales que solo provocan los grandes de raza, entre los que
obviamente está Streep.
Y para recuperar en
algo el ánimo festivo que debió caracterizar a esta franquicia, un final a toda
orquesta con tooooodoooo el elenco, los jóvenes y sus versiones mayores, y uno
vuelve a preguntarse para qué mataron a Donna, a la que interpretada por Meryl Streep, podrían haber vuelto a
reunir con Cher, como en la lejana Silkwood
(Mike Nichols, 1983)y darles como madre e hija algunas líneas ingeniosas. Todo
pudo haber girado alegremente sobre los roles maternos, Cher, se supone que es
la díscola madre de Streep, a su vez muy cuestionada en su rol maternal por el hermoso
retoño corporizado por la divina Amanda Seyfried. No sé, quizá el afán de hacer
solo plata termine por estupidizar a los productores.
Ah, aunque no del
todo desarrolladas con felicidad, son buenas las intervenciones del aduanero
que confronta las fotos del pasaporte con la apariencia actual de los
portadores y la dueña de la taberna que no se calla nada, y su hijo líder de un
grupo musical discutible. Poco, muy poco, pero peor, es nada. Bah, a veces es
mejor nada, que un bodrio evitable.
Dirigió (es una
manera de decir) Ol Parker.
Gustavo Monteros
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