Quizás yo no sea el mejor candidato para hablar de Jackie de Pablo Larraín, pero
intentémoslo al menos.
Jackie se estructura a partir de la entrevista que le hizo
el periodista Theodore White (Billy Crudup cubre este personaje, que sabrá Dios
por qué, aquí se lo llama a secas El Periodista) el 29 de noviembre de 1963
para la revista Life. Jackie no es la
típica película biográfica, no, es más bien un retrato artístico de una
personalidad en un trance muy difícil y determinante de su vida. Este retrato
se vertebrará también en la recreación del especial para televisión de 1962: Una visita a la Casa Blanca con la Sra
Kennedy. Y es de capital importancia también el diálogo que tiene con un
sacerdote (John Hurt). Todo girará acerca de los prolegómenos al atentado a
John Fitzgerald Kennedy, la ejecución del mismo, sus consecuencias y los
preparativos y realización de sus honras fúnebres.
No hay una linealidad, el guión va para adelante y
para atrás en un acotado marco de tiempo, apenas un mes, como mucho, pero el
juego es de una claridad meridiana, siempre sabemos en qué momento estamos. El
modelo narrativo usado no es el de las cajas chinas, ni el de los espejos
enfrentados, sino más bien, aquel que se llama el del espejo roto, cuyos
fragmentos van reflejando aspectos distintos de la realidad elegida. Y esta vez, es la partitura la que
da cohesión al todo. No es una banda sonora intrusiva, no, introduce, acompaña,
celebra. Tiene los instrumentos típicos, los infaltables violines, por ejemplo,
pero es de una creatividad inusual. Sin ser tan rara como la de Jonny Greenwood
para Petróleo Sangriento (There will be blood, Paul Thomas
Anderson, 2007) no se recuesta en el típico colchón de compases melifluos. Pertenece
a la compositora Mica Levi, un nombre a tener en cuenta y seguir.
Larraín logra un film particularmente impecable en su
elegancia, la dirección de arte, el maquillaje y vestuario son de una gran
belleza. El tono elegíaco sumado a la luminosidad de los ambientes va creando
de a poco una atmósfera onírica, no, más que onírica, sonambulesca. Comunica
con contundencia ese estado de melancolía, extrañeza, sensibilidad y agudeza
que da la pérdida de un ser querido. Nos mete en ese estado de tristeza
irremediable y de tranquilizantes asimilados.
Y se vuelve atrapante cuando abreva en los detalles.
Por ejemplo, el momento en que le toman juramento a Lyndon Johnson (John
Carroll Lynch) y comprobamos como ella pierde el centro de la escena y cómo lo
resiente. Y los vericuetos, las idas y vueltas de las pompas fúnebres, más la
tozudez de Jackie de no cambiarse el traje ensangrentado hasta llegar a la Casa
Blanca. Y sobre el final, la utilización de la última canción del musical Camelot de Loewe - Jay Lerner, cantada
por Richard Burton que dio origen al mito.
Sí, se dice que Jackie fue una de las pioneras en
comprender la importancia de la televisión y la imagen, que la presidencia de
su esposo no tuvo el brillo que ella le adjudicó con sus gestos. Casi sobre el
final vemos su máximo triunfo, el de las tiendas que se pueblan con maniquíes
vestidos con modelos que copian su estilo. El famoso conjuntito de remerita
manga corta y camperita de banlon completado con el collarcito cortón de perlas
fue usado por las señoronas con pretensiones de distinción hasta bien entrados
los setenta. Y por estas tierras de prosapia latina, desterró en el luto el
llanto destemplado por el dolor estoico, con lágrimas para la intimidad y en
público un rostro sufrido pero seco.
A pesar de su exposición mediática, Jackie fue siempre
un misterio. Y Natalie Portman y Pablo Larraín parecen por momentos develar
aspectos del misterio, pero esta operación tapa más de lo que revela. Cuánto
más parece abrirse, más se cierra en realidad, más se afirma en los ropajes del
ícono, el trajecito, el sombrerito, el peinadito, la carterita, los zapatitos.
Natalie Portman entrega una actuación deslumbrante,
hipnótica. Por momentos muy vulnerable, en otros férrea, más todos los estados
intermedios. Recrea también con exactitud la forma de hablar de Jackie, que era,
claro, la de las mujeres neoyorquinas de clase alta. Confieso que esos
susurritos modositos de gatita morronga me sacaron de quicio en un principio,
pero después me fui acostumbrando y los acepté. Esta actuación notable de
Portman me remitió a la Michelle Pfeiffer en Love Fields / Conflictos de
amor donde era una rubia obsedida con Jackie al punto de la imitación maníaca.
Comprendo ahora por qué Michelle hablaba como hablaba en esa película. Si
existieran los dobles programas, deberían dar Jackie primero y después Love
Fields, cubren las mismas fechas desde perspectivas opuestas, en una se
vería las intimidades de esta primera dama irrepetible y en la otra cómo el
público de la época, en especial algunas mujeres, se identificaban en Jackie
hasta la veneración.
Aparte de los ya nombrados, se lucen Peter Sarsgaard
como Bobby Kennedy, Greta Gerwig, como su secretaria privada, Richard E Grant,
como el asesor en decoración, Beth Grant como la señora de Johnson y Max
Casella como el jefe de prensa. El danés Caspar Philipson personifica a John
Fitzgerald Kennedy, más una foto que un personaje, no es su demérito, es
elección del guión y del director.
Creo que no me fue tan mal, que describí más o menos bien los muchos méritos de este film. Hago esta aclaración porque, como dije por ahí, antes, en algún otro escrito, las biopics (películas biográficas) me tienen harto y encima, confieso, que Jacqueline Lee Bouvier Kennedy Onassis nunca me importó un comino y me pareció, perdón, es sin intenciones de ofender ni discriminar, una pelotuda importante.
Habla maravillas del arte del director Pablo Larraín,
del guionista Noah Oppenheim y de Natalie Portman que me interesara y
compartiera el dolor de esta mujer que nunca me cayó bien.
Gustavo Monteros
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