El tiempo no respeta nada. Es cruel. Arrasa, desbanda,
devora. Todo decae, se arruga, se apergamina.
Pierde color, brillo, brío. No hay fuerza, empuje, voluntad que resista.
El tiempo tropella, aplana, desluce. Nada queda igual. Nada se parece a como
era. Arremete, destruye, apelmaza. No se detiene ante nada. Ni ante las
películas.
Sí, las películas envejecen. Como todos, todas, todo. No hablo de los aspectos técnicos, esos envejecen por hora. Ni del tratamiento de las temáticas. El amor será amor, aunque cambien los volados. No, envejecen cuando callan, cuando se secan, cuando ya no tienen nada que decir. Cuando son solo una escenografía ajada, sucia, rota, que apenas se sostiene en pie. Cuando se han muerto y no lo saben. No hay nada más triste. Confundir la muerte con la vida, creer que son lo mismo, no saber. No conjugar la diferencia.
Ante las películas que amamos, pasado un largo rato,
uno tiene miedo de volver a verlas. Es como ante alguien que amamos mucho y que
no volvimos a ver. ¿Queremos de verdad comprobar cómo el tiempo ha deteriorado
su cara, quebrado la línea de su espalda, debilitado sus rodillas, le ha puesto
opacidades a su pelo, temblores a sus manos, desteñido los ojos, fustigado la
voz y castigado las sonrisas? No, en realidad, queremos volver a ver ese
alguien y que sea igual a como era, y en el fondo que nosotros seamos como
éramos. Queremos vencer al tiempo, que el recuerdo no sea recuerdo, sino ahora.
Ahora, ahora. Es triste, no hablo de admitir el error, la derrota, eso se asume
fácil. Lo triste es ser juguete del tiempo y saber que nos ha tirado, nos ha
dado por inútiles, nos ha olvidado. Eso es lo triste, que el tiempo te olvide.
Eso es la muerte.
Vi Matar a un
ruiseñor por Canal 9, en la televisión de 5 canales, en un televisor de
blanco y negro, claro, una noche perdida de los setenta tempranos. Ya no era un
chico, pero no hacía mucho que había dejado de serlo, aunque ya me creía más
perspicaz que todos los adultos que me rodeaban, porque tenía la temeridad de
tener una vida por delante.
Y me gustó mucho. Quizá sea una película ideal para
adolescentes. Uno ve el cuento a través de los ojos de Scout, pero uno se da
cuenta de lo que ella no, porque ya no somos chicos, ya somos grandes. Bueno, quizá
no, pero adolescentes sí.
Hay dos misterios en la película. El del juicio que
tiene al padre de Scout (Mary Badham), Atticus Finch (Gregory Peck) como
abogado defensor y el de Boo Radley (Robert Duvall) que vive oculto en la casa
lúgubre. Como en un juego, serán testigos del primero, y en peligro, resolverán
el segundo.
Esta película de
1962 se basa en una celebrada y muy popular novela de Harper Lee (se la creía
autora de esta sola novela hasta hace un par de años, en que apareció
mágicamente un manuscrito perdido, supuestamente escrito antes, aunque de una
continuación de la historia, la autora ya muy mayor no podía ser consultada y
no hay acuerdo definitivo sobre la certeza de su autoría). Entre otras cosas,
es un alegato contra la segregación y el racismo. Dirigió Robert Mulligan (El gran impostor, 1961, Desliz de una noche/Love with a proper
stranger, 1963, Verano del 42,
1971, El otro, 1972, A la misma hora, el año que viene, 1978).
Le significó por fin el Óscar como mejor actor protagónico a Gregory Peck
después de cuatro nominaciones fallidas: Las
llaves del reino (John M Stahl, 1944), El
despertar/The yearling (Clarence Brown, 1946), La luz es para todos/Gentleman’s agreement (Elia Kazan, 1947) y Almas en la hoguera/Twelve O’Clock High
(Henry King, 1949). Técnicamente si bien todo gira alrededor de su personaje,
es casi una actuación de reparto, los chicos ocupan la mayor parte del metraje,
y más allá de la impecabilidad de su actuación, en el fondo solo Peck podría haber
interpretado a Atticus, todo actor arrastra su pasado actoral, las imágenes de
actuaciones anteriores, y él traía aparejada toda una prosapia de personajes
tan humanos como íntegros. Mary Badham, de 10 años, interpretó a Scout, la
auténtica protagonista, no haría carrera y se retiraría después de 6 trabajos a
los 14 años. Philip Alford, de 14 años, hizo de su hermano mayor, Jem, tampoco
haría carrera, se retiró a las 24 años, después de 8 trabajos. John Megna,
también de 10 años hizo de Dill Harris, el vecino amigo de los chicos que viene a la locación ficcional
donde trascurre la historia para pasar las vacaciones. Se dice que la historia
tiene fuertes trazos autobiográficos y el personaje de Dill supuestamente se
basa, nada más ni nada menos que en Truman Capote. John Megna haría carrera,
pero su vida culminaría a los 42 años, sesgada por el SIDA. Boo Radley fue un
hito en la carrera de Robert Duvall, sin embargo tuvo que esperar 10 años para
quedar indeleble en la memoria del público con su Tom Hagen, el abogado de El padrino (Francis Ford Coppola, 1972).
Matar a un ruiseñor envejeció bien, luce sabia y donosa. Yo, no sé.
Quiero creer que sí.
Matar a un ruiseñor/To kill a
mockingbird puede verse en
Netflix.
Gustavo Monteros
Espectacular actuación de los chicos...!!!Memorable la escena de los negros, de pie ante el paso del abogado...
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