jueves, 17 de septiembre de 2015

Laberinto de mentiras



Laberinto de mentiras (2014) de Giulio Ricciarelli expone con claridad meridiana las virtudes y defectos de las biopics o de los filmes basados en hechos reales. Presenta conflictos nítidos, con personajes muy perfilados aunque monolíticos y con pocos matices, en una narración que avanza más por acumulación de circunstancias que por progresión dramática, más la infaltable secuencia onírica que en clave de pesadilla exhibe tanto el inconsciente del protagonista como la capacidad de la puesta en escena del director. Todo muy prolijo, sí, pero también superficial, impersonal, anodino. A su favor diremos que esta película al menos cuenta con un tema de atractivo indiscutible.


Estamos en Alemania, más precisamente en Frankfurt, en 1958. Johann Radmann (Alexander Fehling) es un joven fiscal que se ocupa de las infracciones de tráfico. Un día junto a sus colegas es interpelado por el periodista Thomas Gnielka (André Szymanski) a que investiguen por qué un ex nazi torturador puede ejercer alegremente como maestro de escuela. Es que los alemanes luego del Juicio de Núremberg han dado por cerrada la cuestión de los crímenes de guerra. Sus colegas ignoran la interpelación, pero Johann que, como muchos de sus compatriotas, ignora todo lo que pasó en Auschwitz,  decide investigar. Apoyado por el Jefe de Fiscales, Fritz Bauer (Gert Voss) iniciará un proceso que llevará a juicio a muchos de los asesinos que se escudaban en que “solo cumplíamos órdenes”.


O sea la película expone algo en lo que creo con fuerza: que no hay horror por pequeño que sea que pueda taparse indefinidamente y ni que hablar de los monstruosos. Johann hace un viaje doblemente filoso, al del pasado reciente de la sociedad en la que vive y al de la revelación de secretos familiares. Y así pasa de la ingenuidad y la inocencia a la ceguera transitoria que provoca la verdad y que deriva en la sabiduría o el cinismo.


En la narración se destacan dos logros. En un impecable montaje, en las entrevistas previas a las víctimas, los horrores del campo de concentración más que verbalizados  son vistos en las reacciones de quienes los cuentan y quienes los escuchan. Y cerca del final cuando Johann y Thomas llegan finalmente a Auschwitz, hay un diálogo que de tan inspirado se vuelve inolvidable.


Las buenas actuaciones, la perfecta reconstrucción de época y la eterna puja entre la justicia y el olvido que piden los asesinos hacen que un guión más prolijo que elocuente no pierda sonoridad y transforman a este film en ineludible.

Gustavo Monteros

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