Laberinto de mentiras (2014) de Giulio Ricciarelli expone con claridad
meridiana las virtudes y defectos de las biopics o de los filmes basados en
hechos reales. Presenta conflictos nítidos, con personajes muy perfilados
aunque monolíticos y con pocos matices, en una narración que avanza más por
acumulación de circunstancias que por progresión dramática, más la infaltable
secuencia onírica que en clave de pesadilla exhibe tanto el inconsciente del
protagonista como la capacidad de la puesta en escena del director. Todo muy
prolijo, sí, pero también superficial, impersonal, anodino. A su favor diremos
que esta película al menos cuenta con un tema de atractivo indiscutible.
Estamos
en Alemania, más precisamente en Frankfurt, en 1958. Johann Radmann (Alexander
Fehling) es un joven fiscal que se ocupa de las infracciones de tráfico. Un día
junto a sus colegas es interpelado por el periodista Thomas Gnielka (André
Szymanski) a que investiguen por qué un ex nazi torturador puede ejercer
alegremente como maestro de escuela. Es que los alemanes luego del Juicio de
Núremberg han dado por cerrada la cuestión de los crímenes de guerra. Sus
colegas ignoran la interpelación, pero Johann que, como muchos de sus
compatriotas, ignora todo lo que pasó en Auschwitz, decide investigar. Apoyado por el Jefe de
Fiscales, Fritz Bauer (Gert Voss) iniciará un proceso que llevará a juicio a
muchos de los asesinos que se escudaban en que “solo cumplíamos órdenes”.
O
sea la película expone algo en lo que creo con fuerza: que no hay horror por
pequeño que sea que pueda taparse indefinidamente y ni que hablar de los
monstruosos. Johann hace un viaje doblemente filoso, al del pasado reciente de
la sociedad en la que vive y al de la revelación de secretos familiares. Y así
pasa de la ingenuidad y la inocencia a la ceguera transitoria que provoca la
verdad y que deriva en la sabiduría o el cinismo.
En
la narración se destacan dos logros. En un impecable montaje, en las
entrevistas previas a las víctimas, los horrores del campo de concentración más
que verbalizados son vistos en las
reacciones de quienes los cuentan y quienes los escuchan. Y cerca del final
cuando Johann y Thomas llegan finalmente a Auschwitz, hay un diálogo que de tan
inspirado se vuelve inolvidable.
Las
buenas actuaciones, la perfecta reconstrucción de época y la eterna puja entre la
justicia y el olvido que piden los asesinos hacen que un guión más prolijo que
elocuente no pierda sonoridad y transforman a este film en ineludible.
Gustavo
Monteros
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