Si
el mundo fuera justo, Michael Caine sería declarado patrimonio cultural de la
humanidad, porque en esto de jugar a expresar emociones, grandezas y flaquezas
humanas, el hombre es único. De allí que uno se alegre cuando tiene un
personaje a desarrollar (como en este caso) y que uno se apene cuando está en
una historia que no lo merece (también como en este caso).
Último amor es
una de esas películas partidas, con una primera mitad buena apuntando a óptima
y una segunda tan mala que cae pésima.
El
Sr. Morgan (Caine, claro) es un norteamericano que deambula, como los tan de
moda zombis, por París (la ciudad luz siempre es un plus). Solo perdura hasta
que le llegue la hora de morir. La depresión que lo aqueja es muy comprensible
porque ha quedado viudo nada más ni nada menos que de Jane Alexander (que lo
ronda como un fantasma ya que cuando se recuerda a quien se ama, no hay muerte
vencedora). Un acto de gentileza en un bus le permite conocer a Pauline (la
luminosa Clémence Poésy). Entonces el
Sr. Morgan parece despertar a la vida otra vez. Todo nuestro interés y nuestra
simpatía están con él. Hacemos mal porque la historia tiene otros derroteros,
más crasos y vulgares. Para colmo de males la aparición de los hijos del Sr.
Morgan, un antipático Justin Kirk y una algo sobreactuada Gillian Anderson
termina por empeorar la cosa y mandarla bien al carajo.
Dirigió
con poco tino esta vez Sandra Nettelbeck que en el 2001 nos regalara ese banquete
que fue Deliciosa Martha sobre
aquella chef alemana muy particular (Martina Gedeck) que de repente tenía que
hacerse cargo de la sobrina, una chiquita de ocho años muy terca, mientras se
sentía amenazada por la llegada de un nuevo cocinero italiano (Sergio
Castellitto). Film que no mereció la horrible remake que le propinó Hollywood
con Catherine Zeta-Jones y Aaron Eckhart rebautizada Sin reservas. Si pueden vean o revean el primero y huyan mucho del
segundo.
Y en cuanto a este Último amor, no huyan demasiado, más que nada por Michael Caine,
que vuelve visible hasta el bodrio más atroz. Aquí tiene un par de escenitas
antológicas, con las que es imposible no conmoverse o sonreír, a pesar del
dudoso acento norteamericano que intenta. Pequeña imperfección que ratifica su
genio.
Un abrazo, Gustavo Monteros
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