Wes
Anderson (Bottle rocket o Buscando el crimen, Rushmore o Tres son multitud,
Los excéntricos Tenembaums, Vida Acuática o The Life Aquatic with Steve Zissou, Viaje a Darjeeling, El
fantástico Sr. Zorro, Moonrise
Kingdom o Un reino bajo la luna) vuelve
a las Andersoniadas para deleite de todos sus seguidores, entre los que me
cuento con orgullo. Esta vez hasta sus detractores (¿qué creador no los tiene?)
atenuaron su virulencia y se permitieron disfrutar un poco. Y eso que estamos
ante un Anderson en estado puro, tan puro que las características que lo
definen parecen exacerbadas. Sus travellings corren, no veloces, velocísimos;
sus encuadres preciosistas son, si cabe, más perfectos que nunca; su exquisita
dirección de arte alcanza cumbres insospechadas; su visión se encierra, como
acostumbra, en una deliciosa artificiosidad y sus personajes siguen inmersos en
una realidad tan poética como disparatada. ¿Qué ha cambiado para que hasta los
que ayer lo criticaban caigan rendidos (apenas y a regañadientes) ante su
innegable talento? Para empezar, como él mismo admite, hay “argumento” en el
sentido más tradicional del término, para continuar regresa al epicentro claro
de mentor/discípulo que tan bien le funcionara en Rushmore; que en su juego de comedia hay aquí más optimismo que
melancolía, y para terminar no olvidar
mencionar el más evidente de todos los motivos posibles: habría que ser enemigo
del cine para no dejarse seducir por un mundo tan arrebatador y riguroso.
El
inenarrable argumento (por lo adorablemente intrincado y porque esas cosas no
se cuentan para no arruinar sorpresas) se basa en escritos de Stefan Zweig y
parte del recuerdo del esplendor del Gran Hotel Budapest situado en un país
imaginario del oriente europeo en los años treinta antes de que llegara la
devastación de la segunda guerra mundial. En este monumental hotel, su
conserje, Monsieur Gustave (Ralph Fiennes) forma, educa, moldea al nuevo
botones, Cero (Tony Revolori). Una acusación falsa los llevará a vivir
aventuras regocijantes (para el público, peligrosas para ellos). La historia
arranca con un clarísimo juego de cajas chinas o de muñecas rusas en que cada
narrador se funde en el siguiente, todos celebrarán la personalidad de Gustave,
un dandy que se las trae, un don nadie con pose de aristócrata que sostiene la
ilusión de una forma de vivir que, tal como se aclara por ahí, ni siquiera
existía cuando él reinaba en el hotel.
Cuando
se recrean los treinta la pantalla se achica al tamaño de las películas de
aquella época y se homenajea la punzante ligereza de los films de Ernst
Lubitsch (confesión de Anderson). (Y quien esto escribe, por haber sido en
algún momento de su vida estudioso del estilo de Noël Coward, no pudo dejar de
notar similitudes en la construcción de réplicas con el comediógrafo inglés, en
el fondo todo queda en familia: Lubitsch llevó al cine un par de obras de
Coward).
El
elenco es apabullante: F. Murray Abraham, Mathieu Amalric, Bob Balaban, Adrien
Brody, Willem Dafoe, Jeff Goldblum, Harvey Keitel, Jude Law, Bill Murray,
Edward Norton, Saoirse Ronan, Jason Schwartzman, Léa Seydoux, Tilda Swinton,
Tom Wilkinson y Owen Wilson. En pequeñas (o no tanto) refulgentes apariciones,
todos suman a la magnificencia del espectáculo, ah, y la hermosa música de Alexander Desplat es
otro personaje más. (Consejo vean hasta el último de los títulos finales y
disfruten de Kamarinskaya, canción tradicional rusa, primero arreglada por
Vitaly Gnutov y después por Alexandre Desplat, no se levanten hasta que el
cosaquito deje de bailar, que hay un bis).
En
resumen, El gran hotel de Budapest es
un gran festín de gran creatividad del gran Wes Anderson; en tiempos de
maestros escasos y secos al tercer o cuarto proyecto, no se trata de
desperdiciar oportunidades únicas: si se la pierden, después no digan que no
avisamos.
Un abrazo, Gustavo Monteros
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