Y se largó el quinto Gatsby nomás.
Dicho así parece una Polla de Potrancas o un Derby de Kentucky y no una nueva
adaptación de la novela de Scott Fitzgerald, que va camino de competir con las
damas de las camelias y las annas kareninas en cantidad de versiones
cinematográficas. La primera fue de 1926, dirigida por Herbert Brenon con Lois Wilson y Warner Baxter en los
protagónicos. No queda rastro de esta película, ni una copia se encontró,
aunque en una carta recientemente hallada, Fitzgerald dice haberla visto y que
era malísima. La segunda es de 1949, dirigida por Elliott Nugent con Betty
Field y Alan Ladd en los estelares. Ésta sí puede verse, tiene como una cosa de
cine noir y los que quedan vivos al final hacen un mea culpa poco convincente y
muy de aquellos tiempos. La tercera no es la vencida, pero sí la más conocida.
Es de 1974, la dirigió Jack Clayton, con guión de Francis Ford Coppola con Robert
Redford y Mia Farrow encabezando el elenco. Famosa entre otras cosas por la
cámara con mucha vaselina que le daba al film un difuminado encanto. La cuarta
es del 2000 y fue para la televisión, la dirigió Robert Markowitz con Mira
Sorvino y Paul Rudd en la pareja principal, según parece es medio sosa pero digerible. Y ahora llega con muchos bombos
y platillos la versión de Baz Moulin
Rouge Luhrmann con Leonardo Titanic
Di Caprio y Carey Enseñanza de vida
Mulligan como Jay Gatsby y Daisy Buchanan.
Baz Luhrmann dice que El gran Gatsby es una historia de amor.
Hum, no sé. No en el sentido estricto al
menos. En cine se considera una historia de amor cuando A ama a B y es
correspondido por B, y juntos o por su cuenta luchan contra los obstáculos que
los separan. Aquí Gatsby ama a Daisy. Tanto que construyó una fortuna y se
agenció una casa solariega para que Daisy reine en ella. Daisy lo quiere, sí,
pero no lo suficiente como para tomarse la molestia de alcanzarle un vaso con
agua y una aspirina en el hipotético caso de que al pobre Gatsby le doliera la
cabeza. Estoy más de acuerdo con los que definen al Gatsby como la historia de
una traición. Gatsby es traicionado por su amor y sus sueños. Cuando cree haber
llegado a su Paraíso, descubre que por más optimismo que se tenga al pasado no
se vuelve. Su amor fue un autoengaño y sus sueños, un espejismo. Los puritanos
que llegaron al Nuevo Mundo para fundar una sociedad sin clases sociales y con
igualdad de oportunidades para todos terminaron engendrando una aristocracia
del dinero tan excluyente y caprichosa como la aristocracia de sangre. Se alienta
al hombre emprendedor, el famoso self-made man, pero cuando llega, se buscan
motivos para no considerarlo uno más de los elegidos.
Al igual que Moby Dick de Herman Menville, novela considerada infilmable hasta
que Ray Bradbury, por inexorable insistencia de John Huston, logró con su guión
desentrañarla, El gran Gatsby era una
fortaleza inexpugnable que se resistía a ser adaptada para el cine, hasta que Francis Ford Coppola armó
el caballo de Troya que la hizo ceder. Ford Coppola le dio un consejo a Luhrman:
construir la historia desde los personajes secundarios. Una más que buena
idea porque en El gran Gatsby la historia principal viene de segunda mano. El
libro está narrado desde el punto de vista de Nick Carraway (Tobey Maguire),
testigo de los hechos que se describen. De modo que el Gatsby y la Daisy que se
conocen son los de Nick, no corporizaciones autónomas netas. Esto para el
espectador puede parecer una disquisición técnica, pero para el guionista y el
director es una complicación mayúscula que exige tomas de decisiones tajantes. Por ejemplo, ¿Gatsby es como Nick dice que
es?, o ¿es una idealización pergeñada por el recuerdo y la culpa de Nick? Toda
adaptación cinematográfica de una obra literaria es una traducción y ya se
sabe, traduttore traditore, de modo que ser fidedigno más que una realidad es
una utopía. Tarde o temprano, los guionistas y directores se encogen de hombro
y repiten “in for a penny, in for a pound” (en cana por un penique, má sí,
mejor en cana por una libra) y comienzan a tomarse libertades que los alejan
del material original. Luhrman también termina haciéndolo. Por más que copie
frases de la novela y hasta las escriba en pantalla, la “fidelidad” está tan
lejos como la luz verde que obsesiona a Gatsby, y no hablo del encuadre
narrativo de que Nick tenga que contar la historia como una ¡terapia! para
curarlo de la depresión y el alcoholismo…
Cuando se supo del proyecto, hubo
intensos debates sobre si Luhrman era el director ideal para versionar esta
novela. ¿Lo es? Sí y no. Lo es para expresar la paradoja principal del libro:
la denuncia celebratoria; se denuncia que la riqueza es vacía y vulgar a la vez
que se celebra su munificencia. Luhrman, se sabe, tiene un estilo visual excesivo,
desbordante y puesto a subrayar las extravagancias de la dilapidación no hay
quien lo iguale. No lo es tanto para bucear en emociones, para ahondar en
relaciones. A veces estos debates prueban ser inútiles o como en este caso
terminan por ser predicciones verificadas. Lo mejor por lejos (y rayando en lo
hiperbólico) todo lo que tiene que ver con lo sensorial; las fiestas, por
ejemplo, son desaforadas, descomunales, grandiosas. Como ya lo demostrara en Moulin Rouge pocas veces el cine logra
ese nivel de magnificencia visual y sonora. Hay que tener mucho talento para
apabullar así. Lo íntimo no se le da tan bien. Alguien dice por ahí que en Moulin Rouge no se le notaba porque los
personajes eran más simples, aquí que tienen más dobleces que camisas con
alforzas se evidencia que Luhrman no navega muy bien las aguas profundas.
Como corresponde al estilo Luhrman,
las actuaciones arrancan como caricaturas de rasgos marcados, para diferenciar
los personajes de la parafernalia escenográfica, y de poco van adoptando
carnadura. Leonardo Di Caprio está magnífico como Gatsby, sabe que tiene un
gran personaje y no lo desaprovecha. Tobey Maguire hace abuso de su simpatía
para ocultar que los narradores de hechos ajenos son personajes aburridísimos a
los que nunca les pasa nada, son como escribanos, sólo dan fe. A pesar de su corta aunque luminosa carrera,
quiero mucho a Carey Mulligan, pero la verdad sea dicha, aquí está medio
insoportable. La culpa es tanto propia como de Luhrman y su coguionista, los
tres se empeñan en transformar a Daisy en algo que no es, una mujer enamorada,
por momentos parecen triunfar, pero el “cuento” de Fitzgerald los derrota, ¡y
cómo! Joel Edgerton (Tom, el marido de Daisy) nos hace olvidar cerca del final el
bigotito de villano que le encajaron. Elizabeth Debicki está muy bien como
Jordan Parker, la amiga de Daisy, pero en realidad deja que el hermoso
maquillaje, la estilizada peluquería más el despampanante vestuario que le tocó
en suerte “hagan” su actuación. Myrtle (Isla Fisher) y George Wilson (Jason
Clarke) no están muy desarrollados en esta versión y se quedan en estereotipos.
Hay mucho para disfrutar en este
Gatsby, pero si se recuerda la versión de Redford, Farrow, Clayton es
imperativo olvidarla. El Gatsby de 1974 fue el mejor Gatsby que el cine industrial
de los setenta podía dar, elegante, parsimonioso, revelador. El Gatsby de
Luhrman es el mejor Gatsby que esta contemporaneidad pochoclera nos puede dar,
es desbocado, acelerado, ruidoso, abrumador. A cada tiempo, su aire. Pero el
Gatsby de tan grande no se agota, así que hasta el próximo Gatsby.
Un
abrazo, Gustavo Monteros
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