Un dios salvaje, la obra de teatro de Yasmina Reza (Art) nació afortunada. No nació con un pan bajo el brazo sino con un pan, dos docenas de facturas, tres kilos de masas, 400 saladitos y 500 sándwiches de miga. Desde su estreno en París, gozó de éxito y prestigio internacional.
Cuando leí las críticas a poco de su estreno en París y
Londres, me entusiasmé. Dos matrimonios de personas ricas, cultas e integradas
se reunían para arreglar las diferencias de sus hijos, ambos de 11 años. Uno
había golpeado a otro con un palo y le había roto dos dientes. Pronto las
máscaras de civilidad caían y los padres revelaban ser tan salvajes y primitivos como sus hijos. La
tesis no era nada nueva, rayale el auto a cualquiera y te aparecerá un hombre
de las cavernas, pero en el teatro (bah, en la novela, el cine o lo que fuera)
no es la originalidad lo que importa sino el desarrollo. Imaginaba un crescendo
dramático que iba despojando los barnices sociales hasta llegar a un clímax de
sinceridad salvaje. Estimulaba aun más mi interés el haber sido durante mucho
tiempo docente de niños y saber que las reuniones de padres son siempre
apasionantes.
Esperé su estreno en la Argentina con ansias. El elenco era
impecable: Gabriel Goity, María Onetto, Fernán Mirás y Florencia Peña, con el
mejor director imaginable: Javier Daulte. Me llevé una de las mayores
decepciones teatrales de mi vida. No había ningún desarrollo dramático, la
situación era siempre la misma: un tira y afloje eterno entre la compostura y
la sinceridad brutal. Y para proceder al desenmascaramiento se recurre a los
trucos más berretas de las obras burguesas bien construidas: el teléfono, en
este caso el celular del abogado, que interrumpe permanentemente las
conversaciones; la peor escatología, en un momento más o menos clave, la
asesora en inversiones vomita, sí, vomita espectacularmente sobre los libros
fuera de edición de la experta en arte; y el recurso más antiguo y trillado en
el teatro para sincerar a los personajes: emborracharlos, sí, llenarlos de
alcohol hasta que no puedan controlar lo que hacen o dicen. Los textos son
predecibles y nada imaginativos. Los tópicos como el machismo, la violencia, el
brujaje de las mujeres se discuten a nivel de revista femenina de peluquería.
Los personajes son bastante miserables y hasta muy despreciables. Sin embargo,
la puja entre civilidad y violencia resulta atractiva de actuar, de allí que la
obra gozara en todas las capitales cosmopolitas de elencos envidiables, y el
público, en ese punto preciso del tiempo, parecía querer oír hablar de eso que
la obra trataba. No hay otra explicación para su éxito y respeto. Bueno, hay
también ocasionales apuntes interesantes, alguna que otra réplica brillante y
algún detalle revelador más o menos atractivo, tampoco Yasmina Reza escribió la
magnífica Art de pura casualidad.
Pero el resultado final, si se lo analiza, incluso sin mucha profundidad, es
pobre y tirando a malo. En mi butaca no podía creer que el público percibiera
tamañas obviedades como sesudas peroratas filosóficas, y se dejara conquistar
con trucos tan básicos y viejos que ni siquiera Sofovich se atreve ya a usar.
Si no me creen o piensan que exagero, aquí expongo la prueba: la versión
cinematográfica de Polanski.
A Polanski le gusta jugar con los lugares cerrados: Cul-de-sac (1966), Repulsión (1965), El
inquilino (1976) y también con el teatro: en 1994 llevó al cine la obra de
Ariel Dorfamn: La muerte y la doncella.
Y por todo lo que le ha tocado pasar en la vida, es de esperar que le interesen
los desenmascaramientos de los hipócritas.
Como conocía la obra, esperaba que Polanski le hubiera dado
al guión, que escribió con Yasmina Reza, un giro más sustancial. No, se limitó
a quitarle la hojarasca y las repeticiones inútiles, reteniendo los núcleos de
juegos. Si la película les resulta repetitiva, ni quieran imaginar cómo era la
obra que duraba unos 50 minutos más. El film, si bien dura unos exiguos 80
minutos, parece largo. Más allá de la comodidad con que Polanski se mueve en
los ambientes cerrados, no puede disimular el origen teatral del material.
El cuarteto actoral, soñado como todos los elencos que tuvo
la obra, ofrece la curiosidad de las actuaciones enfrentadas. Jodie Foster y
Kate Winslet están un poquito sobreactuadas, mientras que John C. Reilly y
Christoph Waltz están un poquito subactuados. Aunque siempre es un placer
verlos, juntos o separados. Lo que es incuestionable es el hermoso tema musical
que compuso Alexandre Desplat y que abre y cierra la película, me quedé a ver
hasta el último título final para volver a escucharlo.
Y perdonen esta presunción final, (me conocen, saben que no
es soberbia, es sólo ganas de embromar): Los invito a verla de todos modos,
aunque más no sea para ver a quien le dan la razón: a los que la consideran una
obra valiosa o a este humilde francotirador que lanza dardos de bollitos de
papel con una birome Bic transmutada en cerbatana.
Un
abrazo, Gustavo Monteros
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