jueves, 30 de octubre de 2008

Todo sobre las mujeres

En el mundo del espectáculo, como en el resto de las actividades humanas, la suerte es primordial. Hay materiales sin méritos destacables cuyo destino natural es el reparador olvido. Pero tuvieron suerte y siempre vuelven, alcanzando por prepotencia de buena fortuna un sitial de clásico que no se merecen.

Mujeres (The women) pieza teatral de Clare Booth Luce es uno de esos casos. Pasó a la historia por ser la primera obra de la que se tenga memoria con un elenco compuesto enteramente por mujeres. Las tres razones que determinaron su éxito inmediato son fáciles de deducir. 1) Trata el siempre efectivo y rendidor tema del adulterio. 2) Alimenta la fantasía de que las mujeres en la intimidad son unas brujas irredimibles, que aunque pueden ser solidarias, se la pasan lanzándose unas a otras dardos ponzoñosos. 3) Los personajes pertenecen a la clase adinerada, por lo tanto, las escenografías y el vestuario deben ser lujosos y glamorosos, lo que siempre es atrayente.

El éxito en varios teatros del mundo le auguró un traspaso cinematográfico. George Cukor, un especialista en dirigir actrices, hizo una primera versión en 1939 con un seleccionado de estrellas de la época: Norma Shearer, Joan Crawford, Rosalind Russell, Paulette Godard, Joan Fontaine, Ruth Hussey y Mary Boland. El guión era de la punzante Anita Loos y de Jane Murfin. Hubo después (en 1956) una versión musical con June Allison y Joan Collins francamente deplorable.

Y entonces la magia de la perdurabilidad comenzó. Cada vez que un empresario con poca imaginación, que por desgracia son legión, necesitaba reavivar una boletería alicaída montaban Mujeres. La obra es de fácil acceso, se puede seguir su desarrollo hasta bajo los efectos de la anestesia. Y no hay actriz que se resista a pavonearse por escena, con un vestuario elegantísimo, diciendo alguna que otra línea feliz, que con un poco de buena voluntad hasta puede pasar por inteligente. En Buenos Aires se montó por última vez bajo la dictadura militar, a principios de los ’80, con un elenco variopinto. Lo que recuerdo de esa puesta es que las actrices se movían mucho y hablaban rápido para dar una falsa idea de ritmo (aun en esos lejanos días, la pieza lucía obsoleta). Recuerdo también a la Picchio que le ponía un saludable delirio a su personaje de la perpetua embarazada. En los ’90, un grupo de repertorio inglés la montó con el interés arqueológico de mostrarle al público formas perimidas de teatro. Según la crítica, la cosa era buena porque las actrices se divertían recreando el exagerado estilo de actuación de los ’30.

Y cuando por fin se la creía sepultada en las telarañas de las anécdotas teatrales, Meg Ryan la resucita en un intento de reencaminar su carrera, en acelerada cuesta abajo después de los estrepitosos fracasos de Contra las cuerdas y En carne viva. El argumento es sencillo. A la insulsa Mary Haines (Meg Ryan), el marido le mete los cuernos porque es aburrida dentro y fuera de la cama; y porque lo desatiende dedicándose a tareas de señora rica y descerebrada, tales como dar fiestas de jardín para recaudar fondos ¡pro preservación del Central Park! El marido la engaña con una vendedora de perfumes de una tienda importante, Crystal Allen (Eva Mendes) que es morocha y latina. Porque debe quedar claro que una WASP (White-Anglo-Saxon-Protestant) no puede ser nunca una roba-maridos-destroza-hogares; en cambio una latina, sí. Ya se sabe que las latinas son hermosas, ardientes y voluptuosas, pero también son ladinas, inescrupulosas, arribistas, y muy peligrosas porque tienen hambre de compensaciones, comidas y lujos. A Mary, la sosa, la ayudan a pasar el mal trance una pléyade de féminas. Su madre, Catherine Frazier (Candice Bergen), riquísima y experimentada en llevar cornamenta; su ama de llaves, Maggie (Cloris Leachman), bruta y tonta, pero con un sentido común adamantino; Uta, (Tilly Scott Pedersen), una institutriz suiza o alemana o dinamarquesa, pecosa, poco interesante y con el dudoso encanto de la vieja Europa; y la hija de Mary, la sonsa, Molly (India Ennenga), una adolescente poco angelada y al borde de la anorexia. Pero antes que nadie y por sobre todas las cosas están las amigas: Sylvia Fowler (Annette Bening), una editora de revista de modas, Edie Cohen (Debra Messing), de profesión embarazada y Alex Fisher (Jada Pinkett Smith), una novelista…lesbiana. Que en esta versión, la novelista sea lesbiana debe interpretarse como una concesión al progresismo de los tiempos que corren. Pero atención, la actriz es negra. O sea, el personaje de la novelista es negra y lesbiana. Perfecto, que una minoría (la negra) interprete a otra minoría (la homosexual), es algo que hasta un ama de casa de Texas, reivindicadora fanática del Ku Klux Klan, puede aceptar sin que se le queme la hamburguesa.

En un film de mujeres blancas como la leche, que el rol de la pérfida traicionera sea interpretado por una actriz de ascendencia latina y que el rol de la lesbiana sea interpretado por una actriz negra no es una casualidad ni un pintoresquismo del casting. Responde a la intención de promover y fortalecer prejuicios. Es un error considerar que la derecha extrema en el cine yanqui murió con John Wayne. Está vivita y coleando. Y trabaja por reiteración y acumulación. Generalmente somos muy pasivos ante los roles modelos que nos propone un espectáculo. En líneas generales, algo nos gusta o no nos gusta, no analizamos demasiado. Nos podemos reír de la torpeza de los yanquis para crearse antagonistas cinematográficos. En el cine mudo fueron los negros y los chinos, para citar sólo algunos. En el sonoro, también a modo de ejemplo somero, fueron los alemanes nazis (a los que todos odiamos con justa razón), después los rusos, los vietnamitas, los colombianos, los mejicanos, los islámicos, etc. Es risible, sí. Pero no subestimemos el daño que estos prejuicios pueden generar en mentes no fortalecidas para el discernimiento. Ya lo decían los griegos, ningún arte es ingenuo, fortalece siempre los andamiajes sociales. Lo que proponen los yanquis puede ser un disparate, pero si se lo reitera mucho, a veces a los gritos, a veces con mucho encanto, puede convertirse en una convicción peligrosa. Me detuve en esto, porque la propagación de prejuicios discriminatorios está presente aun en algo en apariencia tan inocuo como esta comedia idiota.

Pero volvamos al argumento. Mary, la boba, aconsejada por su madre, la ex cornuda, primero hace como que no pasa nada, pero cuando no le queda más remedio que asumir los cuernos, lo raja al marido de la casa y comienza los trámites de divorcio. (Todo esto pasa en off, porque como en la obra original, en todo el metraje no aparece un hombre ni en fotos.) Mary, la hueca, llora… mucho, abandona la dieta (sin perjuicios aparentes), y recurre a una clínica de rehabilitación para divorciadas ricas deprimidas, en donde conoce a Leah Miller (Bette Midler), una divorciada reincidente. Toca fondo y con la ayuda de la plata de mamá, Mary, la lela, recuperará su vocación: diseñadora de ropas (¿qué esperaban, que se pusiera a recuperar adictos en el Bronx? Mary será tonta y rica, pero solidaria ni ahí). La colección es un éxito, la autoestima florecerá, fluirá el dinero y mamá recuperará la inversión. El pícaro del marido querrá volver, y ella lo aceptará porque para una buena WASP los lazos del matrimonio son sagrados y eternos. Y una canita al aire es casi un traspié permitido en la longevidad del matrimonio, casi una invitación, una gentileza de la casa, como quien dice.

Los personajes no existen, son estereotipos definidos por la profesión o el status social: el ama de llaves, la manicura, la más o menos rica, la rica con conexiones sociales, etc. Las situaciones huelen a naftalina, los diálogos ya eran vetustos en tiempos del Antiguo Testamento. El chiste más gracioso aparece en los créditos. A este film nocivo, estúpido y retrógrada lo produce ¡Mick Jagger!

La adaptadora del material original y directora es Diane English, la creadora de Murphy Brown. Una de dos, o se le calcinó el cerebro o a los guiones de Murphy Brown se les escribía su abuelita.

Este engendro es altamente conservador, defiende a ultranza los sacrosantos valores del consumismo y del éxito que se mide en términos de producción de dinero. Y es asimismo muy machista, la existencia de las mujeres se define exclusivamente según la función que le proveen al hombre.

Las actrices hacen lo que pueden, que no es mucho. Se cambian todo el tiempo de ropa y pasean zapatos y carteras de diseñadores famosos. Salen mejor paradas las veteranas Candice Bergen y Bette Midler a fuerza de puro oficio. (Perdón, chicas, no se ofendan, les digo veteranas cariñosamente porque tienen mucha experiencia. Ya sé que ninguna de las protagonistas se cuece en el primer hervor… ni en el segundo… ni en el tercero.)Tampoco está mal Carrie Fisher como una escritora manipuladora.

(Esto es para vos, querida Annette Bening: Ya sé que Hollywood es un lugar muy cruel con las actrices y que tenés que estar en producciones comerciales para mantener un status estelar y elegir después producciones independientes con buenos papeles. Pero es preferible que participes en films “de tiros”, como cuando estuviste en Contra el enemigo con Bruce Willis y Denzel Washington, que también era un bodrio, pero al menos generaba una mínima adrenalina. Te perdono estas Mujeres inútiles y te perdonaré otras metidas de pata, es mucho lo que me has dado, pero no sé por cuánto tiempo más podré perdonarte. Michelle Pfeiffer y Julianne Moore que son tan inteligentes como vos, y más o menos de tu edad, no la pifian tanto a la hora de elegir bodrios. Recapacitá, Annette, o cambiá de asesor, sino perderás a este modesto espectador del culo del mundo que tanto te quiere y te admira.)

En resumen, una bosta envuelta en papel de regalo. Por favor, por más atractivo que sea el envoltorio no abran el paquete. Por más que lo intente, la bosta no huele a Chanel Número Cinco.

Un abrazo,
Gustavo Monteros

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