
Jim Carrey es un cómico genial y no embromen los que lo odian. Sean sinceros, hay que ser genial para ametrallar con cara de goma cientos de morisquetas a la velocidad de la luz y retorcer el cuerpo en gags prodigiosos en su multiplicidad, efectividad y rapidez. Su deseo de agradar, inherente en todo cómico, lo llevó a dividir su carrera en dos vertientes. La cómica, desvergonzada en su hambre de contundencia y repercusión (un cómico, al revés de un actor dramático, será popular o no será nada) y la dramática, afanosa en su seriedad y preocupación por conquistar a los espectadores que lo desprecian en su versión cómica. La faz dramática registra ya una maravilla (Eterno resplandor de una mente sin recuerdos), una excelencia (The Truman show), una obra interesantísima (El hombre en la luna) y un melodrama logrado aunque un poco largo (El Majestic). De la faz cómica, huelga mencionar los títulos por harto conocidos. Mérito justificadísimo. Si alguien se merece la popularidad ganada es el Sr. Carrey. En I love you Phillip Morris, puede unir las dos vertientes. El registro elegido para el film exige que ponga en juego su histrionismo y su sensibilidad. Y apabulla. Hay que ser psicópata para no quererlo un poco al final de esta película. Ni los Romeos, los Armandos Duval, los Prisioneros de Zenda son capaces de amar como ama el personaje, equivocado en su magnificencia de macho proveedor, que corporiza Carrey. Y valiente porque el objeto de amor es otro hombre. Condenado, eso sí, a la injusticia crítica como todo cómico. Cuando lo logra Heath Ledger en El secreto de la montaña, todos se hacen pis de la emoción, cuando lo logra Jim Carrey, sólo le palmean el hombro y le dicen: Muy lindo lo tuyo, pibe, con una condescendencia insultante. Y bueno, así es la vida.
Ewan McGregor también se atreve y está a la altura del reto. El hombre que supo jugarla de galanazo en más de una oportunidad (en esa vena, Moulin Rouge! es mi favorita) se pone ahora en un rol que lo equipara con el de la “damita joven”. Lo juega con entrega, desprejuicio y creatividad. Es inolvidable la réplica que conjuga candor y comicidad, amor y lujuria en la escena de la cárcel cuando hacen el amor por primera vez.
Y el brasileño Rodrigo Santoro, que ya cargara perlas y plumas en la testoterónica 300, se mueve con fluidez en los gaycismos.
En Yanquilandia no saben cómo venderla, temen una reacción negativa y ya postergaron cinco veces el estreno. Imbuido de ese temor, quizá, a un descerebrado marketinero local se le ocurrió cambiar el preclaro título original por el de Una pareja despareja, que huele a eufemismo en naftalina. Muchacho, por si no te enteraste, somos la sociedad que supo poner en su lugar la homofobia atávica y conceder el matrimonio igualitario, así que bien podemos aceptar Te amo Phillip Morris sin que se nos caiga un anillo.
Película en el fondo inclasificable es a la vez jocosa y conmovedora. Como sólo puede serlo su estrella.
Un abrazo,
Gustavo Monteros
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