Como nada digno de mención se estrena en nuestros cines esta semana, aprovecho para completar una crónica que quedó pendiente cuando hablé de Confidencialmente tuya: la del cine de Berón.
El de Berón era un cine fantasma, trashumante. Funcionaba los domingos en el patio de la cuadra de la panadería de los Beltramelo. La panadería estaba frente a la plaza, sobre la calle que lleva a La Barrera y más allá, a la cuesta del Portezuelo.
Como todo cine al aire libre, dependía de las inclemencias del tiempo. Desde mediados de junio hasta los primeros días de septiembre no había función, los rigores del frío lo impedían. Y si el invierno se adelantaba, desde mediados de abril raleaban las funciones. Su temporada fuerte era la primavera y el verano. Siempre y cuando no se presentaran demasiado lluviosas.
Los domingos, entre la misa de once y el partido de la Liga de Fútbol que arrancaba a la una, pasaba una chatita con altoparlantes anunciando el programa de la fecha. Generalmente el programa consistía en viejas películas argentinas o mexicanas. Aunque la campaña de alfabetización amenazaba con desterrar el analfabetismo, todavía había gente que no sabía leer, de ahí la importancia de que fueran películas habladas en castellano. Recuerdo que sólo una vez dio una película hollywoodense hablada en inglés: Sinuhé, el egipcio. Ese día la chatita para compensar la desventaja del idioma, acentuaba que era en rutilante Tecnicolor.
La función era a las nueve. A eso de las seis llegaba Berón en un camioncito en el que transportaba un centenar de sillas plegables de madera y de lata, y el proyector, claro. Los Beltramelo que eran un batallón con dos reinas de la belleza lo ayudaban a descargar y a instalar las sillas en el patio. Las dos reinas eran las hermanas del medio, tan hermosas como las estrellas de cine.
Se entraba por un portoncito de lata, frente al cual a eso de las ocho se instalaba Don Berón en una mesita de madera para ver pasar la vuelta al perro y esperar a sus clientes. Tenía a mano una caja de zapatos con las entradas y el cambio, y un vaso de vino tinto con el que se mojaba los labios porque siempre estaba lleno. La tía Martina decía que había tenido mala bebida, que las monjitas le habían quitado la sed, pero no la costumbre. A mí la frase me sonaba críptica aunque nunca pregunté qué significaba. Un buen día la entendí. Supongo que son esas cosas las que nos indican que ya no somos chicos.
Al contrario del cine del cura, al que sólo se accedía si se tenía el monto completo de la entrada, el cine de Berón tenía una entrada negociable. Si no se tenía plata, pero sí la voluntad de ayudarlo a cargar las sillas al final de la función, se entraba. Si se era chico y se tenían sólo unas monedas, se podía entrar y ubicarse en las ramas del árbol que separaba el patio del gallinero de los Jalil. Y si su clientela femenina, consistente en señoras que se ganaban la vida limpiando casas, cuidando chicos o ayudando en las huertas, había tenido una mala semana, aceptaba huevos, quesillos o algún frasco de arrope. Aclaraba siempre que le convenía que le pagaran con plata, pero que no por ese detalle se iban a quedar sin entretenimiento si tenían algo que canjear. Algunas de sus clientas que hallaban duras las sillas traían mullidos almohadones de plumas.
La única vez que tuvo poco público fue durante el reinado de La novicia rebelde en el Cine Teatro Catamarca. Pero no la maldijo porque le había gustado. Además opinó que la Julie Andrews aunque cantaba finito tenía buenas tetas, y que menos mal que no terminaba de monja porque hubiera sido un desperdicio de mujer.
Sus grandes éxitos eran las películas de Tita Merello y en menor escala, las de Libertad Lamarque. Si daba Mercado de Abasto o Pasó en mi barrio venía gente hasta de Sumalao y tenía que pedir prestado sillas a los clubes vecinos. Esos días no aceptaba trueque, cantante y sonante o nada. No era necesario que lo aclarara. Su clientela femenina de la mala semana, aunque las hubieran visto dos o tres veces, sacaban plata de donde no fuera y si no quedaba más remedio hasta pedían prestado, pero a la Merello no se la perdían. En las escenas dramáticas se oían sollozos y lamentaciones tan profundas que parecía el velorio de alguien muy apreciado. La película se interrumpía dos o tres veces para el recambio de rollo. Y si nos pescaba en un revés del destino de la pobre Tita, hasta a los hombres que no debían llorar se los veía pelear con los lagrimones. Es que el sufrimiento de Tita no le era ajeno a nadie. De la Lamarque nos llegaban sus tremebundos melodramas mexicanos, llenos de madres abnegadísimas e hijo pérfidos que sólo se redimían al final, después de haberle ocasionado infinitas penas a la sufridísima madre.
Entre los hombres, el más popular, incluso más que Sandrini, era Cantiflas. Su buscavidas rotoso y querible hallaba eco inmediato. Curiosamente Niní Marshall, aunque respetada y venerada, no era tan popular. Sospecho que hallarían su humor demasiado “urbano” para el gusto norteño.
Como en el cine Mayo de La Plata, uno entraba por el lado donde estaba la pantalla, ya que la colgaban sobre la pared y puerta trasera de la panadería. A la derecha, en la puerta de la cuadra, los Beltramelo ponían una tabla y vendían sándwiches, empanadas y una especie de churro relleno de dulce de leche, que no puedo recordar cómo los llamábamos por más que rastrille mi memoria. No vendían alcohol, sólo gaseosas. Las bellas Beltramelo recibían con gusto todo tipo de piropos, pero si alguien se propasaba papá Beltramelo ponía orden. Un gesto inútil porque las niñas, criadas con una cuadrilla de hermanos sabían muy bien cómo lidiar con cualquier hombre por más pesado que se pusiera.
Baños no había, los hombres se desaguaban en los árboles de la plaza y las damas iban a la esquina, donde estaban el Club Obrero y el Marcos Avellaneda. También se podía recurrir al baño de la comisaría, sita también en la esquina.
Me dejaron ir solo al cine de Berón desde que tenía siete años. Estás más seguro ahí que en el cine del cura, me decían. Cuando pregunté por qué, me contestaron que iban todos los que nos conocían. Era verdad. Volvía pisando la medianoche, caminando por la calle con Doña Cacho, que era jefa de la hinchada de San Martín, o en el caño de la bicicleta del Mingo, de Don Hilario o de Don Quintero.
Si hacía frío en otoño, nos abrigábamos bien. Sabíamos que teníamos que estar unas tres horas a la intemperie. Las funciones dudosas eran cuando relampagueaba. En primavera o en verano, a veces relampaguea mucho, pero no llueve. Una vez, se desató un aguacero en medio de la segunda película, Don Berón nos dijo que faltaba una media hora y preguntó si nos queríamos quedar porque no podía volver a traer el mismo film el próximo fin de semana. Dijimos que nos quedábamos. Le hicieron un techito con lonas al proyector y vimos el final, empapados y felices. Hacía mucho calor y la lluvia nos atemperaba. Para combatir los mosquitos y zancudos, quemaban guano, o sea caca seca de caballo o vaca, una hora antes de la función.
Por supuesto, el cine de Berón era itinerante. Cada día de la semana abría en un lugar distinto de la provincia. En otoño e invierno andaba por lugares alejados donde daba funciones bajo techo, en clubes o escuelas.
Durante mi primaria en Catamarca, el cine de Berón funcionó con éxito. En algún momento de mi secundaria en La Plata, dejó de existir. En unas vacaciones, la tía Martina me contó que se cruzó con Don Berón en la fiesta de la Virgen y le preguntó de su vida, no por curiosidad propia (sí, tía, claro) si no porque sabía que a mí me interesaría. Don Berón le contó que había vendido el proyector a un cine del interior, que nadie había querido seguir con su itinerario y lo bien que habían hecho, porque con la proliferación de la televisión que llegó a Catamarca con el Mundial del 78, ya a nadie le interesaba el cine. Nada zonzo, el hombre se había separado de su esposa, una mujer amargada que lo había empujado al camino y a la bebida porque no lo quería, y se había aquerenciado con una buena moza de Andalgalá que le cambiaba entradas por una cama caliente y cariñosa. Estaba muy bien y ya andaba por el tercer retoño, dos changuitos y una chinita que eran su alegría. La vida lo había premiado. Lo bien que hizo. La buena fortuna siempre debería sonreírles a los hombres que ennoblecen la vida.
Un abrazo,
Gustavo Monteros
domingo, 28 de marzo de 2010
domingo, 21 de marzo de 2010
Un sueño posible
Sandra Bullock es lo más parecido que tenemos a una estrella de la vieja usanza. Su sola presencia garantiza algún tipo de entretenimiento. Eso sí, las estrellas del viejo Hollywood tenían más suerte. Como andaban por ahí los grandes maestros y los irrepetibles artesanos, tarde o temprano terminaban protagonizando una excelente película. Hoy, en cambio, como los directores “comerciales” son sólo orquestadores de marketing, a la pobre Sandra no le queda otra que hamacarse en el trapecio y hacer la pirueta sin red. Le ha puesto la cara a una larga cadena de bodrios que podría haber hundido la carrera de cualquiera. Sin embargo, su carisma si no los llevó al buen puerto del arte, al menos los ancló en las dulces aguas del éxito de taquilla. La fuerza de su secreto radica en un estilo de actuación brutal, carente de toda sutileza, pero tan frontal y honesto que hace que la cámara y nosotros por añadidura simpaticemos con ella.
Un sueño posible es un “crowd pleaser”, o sea un film armado para regocijo de la mayor cantidad de público. Pasará a la historia como el vehículo que le posibilitó a Sandra manotear un Óscar. Si nos salteamos unos cuantos mandamientos cinematográficos hasta podríamos considerar, con mucha buena voluntad, que es “bueno”.
Debo confesar que hice todo lo posible para odiarlo (en mi defensa diré que todos las contingencias de mi vida me conducen irremediablemente al cinismo), pero no pude. Se basa en un hecho que, creer o reventar, fue real. Y como humanista vocacional empedernido no me quedó más remedio que rendirme a la evidencia.
Sandra hace de una dama sureña con todas las de la ley, o sea, una oligarca patriotera, tradicionalista y republicana. Pero cristiana de hecho y no de golpearse el pecho, la dama se pasa por el traste unos cuantos prejuicios y preceptos sociales y le da asilo, primero, y adopta, después, a un adolescente negro, aporreadísimo por la vida. Demás está decir que la contención de un hogar cariñoso lo hará salir adelante.
Sandra, que no es de guardarse nada, reconoció que, de haber sabido la importancia que la película tendría, habría actuado de otra forma. Venía de la unánimemente repudiada All about Steve (como será de bodrio que a pesar del magnetismo de su nombre aquí no se estrenó en cines y pasó directamente a DVD), andaba con pocas pulgas y se enfrentó duramente en más de una ocasión tanto con la producción como con la dirección. Estuvo a punto de largar todo. Pero, profesional como pocas, terminó bajando la cabeza y poniendo el cuerpo de la mejor manera posible. Y bueno, a veces las cosas son como deben ser. De haber sido más consciente, por ahí la hubiera arruinado. Como está, entrega una actuación sólida, sincera y extrañamente contenida.
Para mí, hay una escena clave que ejemplifica la potencia de su actuación. Cuando ella le muestra su nuevo cuarto, el chico le cuenta una carencia básica que arrastra, algo tan nimio que parece imposible que alguien no lo tenga, ella, como nosotros, se conmueve profundamente. Contiene la respiración, lucha con las lágrimas, no las deja caer y se encierra en el baño. Su espalda algo tiesa y las lágrimas contenidas conmocionan más que si hubiera hecho cualquier otro alarde de actuación. Ratifica algo que los actores suelen olvidar, lo mínimo bien hecho expresa más que el histrionismo liberador.
Más allá de todas sus manipulaciones sentimentales groseras, es innegable que si estas historias fueran la regla y no la excepción, el mundo sería mucho mejor.
Un abrazo,
Gustavo Monteros
Un sueño posible es un “crowd pleaser”, o sea un film armado para regocijo de la mayor cantidad de público. Pasará a la historia como el vehículo que le posibilitó a Sandra manotear un Óscar. Si nos salteamos unos cuantos mandamientos cinematográficos hasta podríamos considerar, con mucha buena voluntad, que es “bueno”.
Debo confesar que hice todo lo posible para odiarlo (en mi defensa diré que todos las contingencias de mi vida me conducen irremediablemente al cinismo), pero no pude. Se basa en un hecho que, creer o reventar, fue real. Y como humanista vocacional empedernido no me quedó más remedio que rendirme a la evidencia.
Sandra hace de una dama sureña con todas las de la ley, o sea, una oligarca patriotera, tradicionalista y republicana. Pero cristiana de hecho y no de golpearse el pecho, la dama se pasa por el traste unos cuantos prejuicios y preceptos sociales y le da asilo, primero, y adopta, después, a un adolescente negro, aporreadísimo por la vida. Demás está decir que la contención de un hogar cariñoso lo hará salir adelante.
Sandra, que no es de guardarse nada, reconoció que, de haber sabido la importancia que la película tendría, habría actuado de otra forma. Venía de la unánimemente repudiada All about Steve (como será de bodrio que a pesar del magnetismo de su nombre aquí no se estrenó en cines y pasó directamente a DVD), andaba con pocas pulgas y se enfrentó duramente en más de una ocasión tanto con la producción como con la dirección. Estuvo a punto de largar todo. Pero, profesional como pocas, terminó bajando la cabeza y poniendo el cuerpo de la mejor manera posible. Y bueno, a veces las cosas son como deben ser. De haber sido más consciente, por ahí la hubiera arruinado. Como está, entrega una actuación sólida, sincera y extrañamente contenida.
Para mí, hay una escena clave que ejemplifica la potencia de su actuación. Cuando ella le muestra su nuevo cuarto, el chico le cuenta una carencia básica que arrastra, algo tan nimio que parece imposible que alguien no lo tenga, ella, como nosotros, se conmueve profundamente. Contiene la respiración, lucha con las lágrimas, no las deja caer y se encierra en el baño. Su espalda algo tiesa y las lágrimas contenidas conmocionan más que si hubiera hecho cualquier otro alarde de actuación. Ratifica algo que los actores suelen olvidar, lo mínimo bien hecho expresa más que el histrionismo liberador.
Más allá de todas sus manipulaciones sentimentales groseras, es innegable que si estas historias fueran la regla y no la excepción, el mundo sería mucho mejor.
Un abrazo,
Gustavo Monteros
Todos están bien
La voracidad de la sociedad yanqui por estimular el consumismo ha engendrado en el cine tres subgéneros absolutamente detestables. Las películas navideñas, las del pavo de Acción de Gracias y las de los bombones de San Valentín. Las navideñas exhiben alguna que otra gema como El bazar de las sorpresas (The shop around the corner) de Ernest Lubitsch o ¡Qué bello es vivir! (It’s a wonderful life!) de Frank Capra. Los otros dos subgéneros hasta ahora sólo dan pena. (La masacre de San Valentín de Roger Corman es muy buena, pero difícilmente podríamos incluirlas entre los bombones del Día de los enamorados.)
Everybody’s fine de Kirk Jones es una remake Stanno tutti bene de Giuseppe Tornatore en versión navideña, con Robert DeNiro en el papel que hiciera Marcello Mastroianni. (A los productores yanquis no se les cae una idea ni aunque en ello les vaya la bolsa o la vida.) (Para la futura sobrevida en el cable, por las dudas, este film le apunta también al pavo ya que oscila entre el Día de Acción de Gracias y Navidad.)
Sigue fielmente el original italiano con algunos cambios. Como a papá nadie lo visita (¿por qué será?), él sale a visitar a sus hijos. Trata un tema eterno como los laureles: hijos lidiando con las frustraciones de los padres. Pero esta vez se trata de los laureles que no supieron conseguir. Papá sacrificó su vida (Mastroianni soportando humillaciones y DeNiro poniendo en peligro su salud) para que los nenes no sólo salgan adelante sino para que sean los mejores en sus profesiones. Los nenes deben ser auténticas estrellas en lo suyo para que papá, que eligió ser un extra de la vida, no sienta que malgastó su juventud. Claro, nadie puede con el peso de semejante herencia. Los nenes, que de bebés tuvieron su vida hipotecada con las frustraciones de papá, fallan miserablemente. Al final, papá (Mastroianni, un poco menos, DeNiro, mucho más) se dará cuenta de su error y se arrepentirá. Tarde, muy tarde.
En la vida real, a un personaje así, uno le pasaría, sin remordimiento, un camión con acoplado por encima, frenaría y por las dudas no fuera suficiente, daría marcha atrás y lo arrollaría otra vez. Pero puesto en protagonista de una película, interpretado por Mastroianni o DeNiro, uno le tiene más paciencia, lo comprende y hasta se solidariza con él. El arte tiene también esa función, desentrañar conductas que uno de antemano rechazaría de plano.
Las otras actualizaciones tienen más que ver con un progresismo hipócrita y calculador que con una sincera adhesión a posturas bien pensantes. En la película italiana, una de las hijas es madre soltera, cosa que oculta porque papá no podría soportarlo; ahora ese personaje (Drew Barrymore) es lesbiana y cría al hijo con su pareja, del mismo sexo, of course. En la versión italiana, la otra hija finge ser una importante ejecutiva de una telefónica cuando en realidad es una empleada menor, en la versión yanqui es de verdad una exitosa creativa de publicidad (la hermosa Kate Beckinsale), pero ambas ocultan que están divorciadas y que educan solas a su hijo, porque de nuevo papá no podría soportarlo. En las dos películas (Sam Rockwell, en la actual) el hijo músico es feliz siendo percusionista y no el director de orquesta que a papá le hubiera gustado que fuera. En la peli italiana, el hijo muerto es un profesor universitario que se suicidó, y en la yanqui, un pintor drogadicto que termina su vida en México. Y en ambas, papá es viudo. La peli italiana tiene una hermosa secuencia que no tiene correlato en la versión yanqui: el encuentro con una hermosa mujer que posibilitó tener en cámara a dos leyendas del cine: Michèle Morgan y Marcello Mastroianni.
La remake es efectiva, se basa en un melodrama serio y bien armado, pero se le nota mucho el cálculo con el que está hecha para que quede manipuladoramente sensible, componedora y progre.
El personaje de DeNiro es más joven que el de Mastroianni, y está enfermo. El de Mastroianni es un hombre fuerte que sólo sufre los achaques de la vejez. ¿Quién está mejor? Ninguno. O los dos. “El mejor” en el arte no existe. Elegir al “mejor” es una convención caprichosa y estéril para justificar las entregas de premios. El arte se nutre de la diferencia. ¿Quién es mejor, Goya o Picasso? ¿José Hernández o Pablo Neruda? ¿Mores o Piazzolla? ¿El amanecer o el atardecer? ¿Tu mamá o tu papá? Actuar es celebrar la humanidad a través de la sensibilidad o la personalidad del actor. Y ambas virtudes están dictadas por la historia privada e intransferible de cada actor. Mastroianni fue un prodigio y fue un regalo de Dios el haberlo conocido. DeNiro es un prodigio y es un regalo de Dios el conocerlo. Son prodigiosos, no por el talento excepcional, sino por luminosa humanidad que proyectan.
Un abrazo,
Gustavo Monteros
Everybody’s fine de Kirk Jones es una remake Stanno tutti bene de Giuseppe Tornatore en versión navideña, con Robert DeNiro en el papel que hiciera Marcello Mastroianni. (A los productores yanquis no se les cae una idea ni aunque en ello les vaya la bolsa o la vida.) (Para la futura sobrevida en el cable, por las dudas, este film le apunta también al pavo ya que oscila entre el Día de Acción de Gracias y Navidad.)
Sigue fielmente el original italiano con algunos cambios. Como a papá nadie lo visita (¿por qué será?), él sale a visitar a sus hijos. Trata un tema eterno como los laureles: hijos lidiando con las frustraciones de los padres. Pero esta vez se trata de los laureles que no supieron conseguir. Papá sacrificó su vida (Mastroianni soportando humillaciones y DeNiro poniendo en peligro su salud) para que los nenes no sólo salgan adelante sino para que sean los mejores en sus profesiones. Los nenes deben ser auténticas estrellas en lo suyo para que papá, que eligió ser un extra de la vida, no sienta que malgastó su juventud. Claro, nadie puede con el peso de semejante herencia. Los nenes, que de bebés tuvieron su vida hipotecada con las frustraciones de papá, fallan miserablemente. Al final, papá (Mastroianni, un poco menos, DeNiro, mucho más) se dará cuenta de su error y se arrepentirá. Tarde, muy tarde.
En la vida real, a un personaje así, uno le pasaría, sin remordimiento, un camión con acoplado por encima, frenaría y por las dudas no fuera suficiente, daría marcha atrás y lo arrollaría otra vez. Pero puesto en protagonista de una película, interpretado por Mastroianni o DeNiro, uno le tiene más paciencia, lo comprende y hasta se solidariza con él. El arte tiene también esa función, desentrañar conductas que uno de antemano rechazaría de plano.
Las otras actualizaciones tienen más que ver con un progresismo hipócrita y calculador que con una sincera adhesión a posturas bien pensantes. En la película italiana, una de las hijas es madre soltera, cosa que oculta porque papá no podría soportarlo; ahora ese personaje (Drew Barrymore) es lesbiana y cría al hijo con su pareja, del mismo sexo, of course. En la versión italiana, la otra hija finge ser una importante ejecutiva de una telefónica cuando en realidad es una empleada menor, en la versión yanqui es de verdad una exitosa creativa de publicidad (la hermosa Kate Beckinsale), pero ambas ocultan que están divorciadas y que educan solas a su hijo, porque de nuevo papá no podría soportarlo. En las dos películas (Sam Rockwell, en la actual) el hijo músico es feliz siendo percusionista y no el director de orquesta que a papá le hubiera gustado que fuera. En la peli italiana, el hijo muerto es un profesor universitario que se suicidó, y en la yanqui, un pintor drogadicto que termina su vida en México. Y en ambas, papá es viudo. La peli italiana tiene una hermosa secuencia que no tiene correlato en la versión yanqui: el encuentro con una hermosa mujer que posibilitó tener en cámara a dos leyendas del cine: Michèle Morgan y Marcello Mastroianni.
La remake es efectiva, se basa en un melodrama serio y bien armado, pero se le nota mucho el cálculo con el que está hecha para que quede manipuladoramente sensible, componedora y progre.
El personaje de DeNiro es más joven que el de Mastroianni, y está enfermo. El de Mastroianni es un hombre fuerte que sólo sufre los achaques de la vejez. ¿Quién está mejor? Ninguno. O los dos. “El mejor” en el arte no existe. Elegir al “mejor” es una convención caprichosa y estéril para justificar las entregas de premios. El arte se nutre de la diferencia. ¿Quién es mejor, Goya o Picasso? ¿José Hernández o Pablo Neruda? ¿Mores o Piazzolla? ¿El amanecer o el atardecer? ¿Tu mamá o tu papá? Actuar es celebrar la humanidad a través de la sensibilidad o la personalidad del actor. Y ambas virtudes están dictadas por la historia privada e intransferible de cada actor. Mastroianni fue un prodigio y fue un regalo de Dios el haberlo conocido. DeNiro es un prodigio y es un regalo de Dios el conocerlo. Son prodigiosos, no por el talento excepcional, sino por luminosa humanidad que proyectan.
Un abrazo,
Gustavo Monteros
domingo, 14 de marzo de 2010
La isla siniestra
"Quien ama el cine, ama la vida" René Clair
Martin Scorsese es el director norteamericano al que el adjetivo genial no le queda grande. El hombre padece de una creatividad crónica, indómita y tangible. Sufre también de una cinefilia incurable. Y, para beneficio de todos, ama la vida a través del cine.
Como todo genio, firma obras desparejas, que no están exentas de errores, pero llega siempre a límites insospechados para el resto de los mortales. Cada paso que da, lo aleja de los demás y los nuevos caminos que descubre son transitados después por los cineastas menores que nunca lo alcanzan para pisarle el poncho.
No lo arredran los géneros. Su cinefilia le ha enseñado que la grandeza no se mide por las minucias mezquinas de considerar a un thriller, por ejemplo, como a un hijo bastardo del Cine con mayúsculas.
Los thrillers (Cabo de miedo, Los infiltrados o éste) le evitan caer en la tentación de cambiar de caballo en mitad del cruce del río. Sí, su creatividad suele jugarle malas pasadas. Sobre todo cuando lo ataca en mitad de un rodaje y comienza a apartarse del plan inicial para terminar cayendo en el pantano de las ideas confusas, poliformes y galimáticas. Eso le pasó con Pandillas de Nueva York, una película suya que odio frenéticamente, porque cometió con ella el máximo pecado que puede cometer un cineasta: aburrir. Pandillas arranca como una protohistoria de las mafias y en la mitad gira y comienza a coquetear con la idea que maneja Borges en su cuento El muerto. Y claro, no es ni chicha ni limonada. Además, la razonable falta de paciencia de los productores lo llevó a incluir detalles bochornosos como las mutantes heridas de DiCaprio, quien es lastimado una vez pero cuyas heridas cambian misteriosamente de lugar en cada nueva escena. Se parece al chiste de Mel Brooks de la giba movible en El joven Frankenstein o al lunar que no puede quedarse quieto en la cara del villano de Las locas, locas aventuras de Robin Hood. De todos modos el film pasará a la historia como el último filmado en Cinecittá con auténticos extras. Sí, todas las personas que se ven en las escenas multitudinarias son reales y no duplicaciones hechas por computadoras.
Hasta Pandillas, yo había sido su acólito ferviente. Pandillas casi le pone fin a mi devoción. Las dos películas que le siguieron encausaron nuestra relación, pero ya nada parecía ser igual. De El aviador me enojó su adhesión a la simplista creencia yanqui que las complejidades de una vida pueden cifrarse en un vulgar trauma de infancia. Los infiltrados me gustaron mucho, pero no me deslumbraron. Y cuando todo parecía que se desenvolvería por los carriles del respeto y del fulgor pasado, vuelve a enamorarme como la primera vez. Lo cual se agradece enormemente porque venía de la depresión y el desengaño que me había provocado el SÚPER BODRIO de Synecdoche. Ya desesperaba y juraba dedicarme sólo a rever clásicos de antaño. Claro que seguiré reviendo clásicos, pero La isla siniestra me devolvió la fe en el cine contemporáneo.
Poco puede decirse sin dar muchas pistas. Sólo diré que transcurre en los cincuenta y que dos funcionarios de la ley llegan a una isla escarpada y de difícil acceso donde funciona un instituto psiquiátrico de locos peligrosos para investigar la desaparición de una interna. Lo que sigue es una película maravillosa que puede ser amada u odiada por los mismos motivos. Por su puesta en escena operística, exacerbada, desbordada por momentos, pero siempre grandiosa; por la sabiduría con que se manejan los diferentes niveles de la historia, por su montaje sonoro y visual ejemplares, por la descarnada crudeza de las escenas finales.
Me da gracia la cautela con la que se manejaron algunos críticos que dijeron que no está entre sus mejores películas. Seamos sinceros, con el hombre que hizo El toro salvaje, cualquier proyecto que emprenda será sospechado de ser menor. Creo que esta Isla es de una maestría imperecedera, el tiempo dirá si tengo razón.
Se basa en una novela de Dennis Lehane, un novelista de suerte. A su Río Místico lo llevó al cine el gran Clint Eastwood. Con Gone baby gone/Desapareció una noche, sorprendentemente Ben Affleck hizo un peliculón. Y ahora nada menos que Scorsese versiona cinematográficamente su Shutter Island.
Se demoró su estreno en los Estados Unidos y perdió la oportunidad de ser considerada para los Óscars, Berlín la recibió fríamente. Todo hacía prever que sería otro film maldito, pero el público yanqui, en general bastante zonzo, la convirtió milagrosamente en un éxito. Es la que más recaudó del ciclo Scorsese/Di Caprio. Después de tantos fuegos de artificios con la pavada del 3D, no es de extrañar que el público quedara con hambre de cine, de buen cine a secas.
Un viaje por la desesperación, la culpa y la paranoia absolutamente fascinante. Imperdible.
Un abrazo,
Gustavo Monteros
Martin Scorsese es el director norteamericano al que el adjetivo genial no le queda grande. El hombre padece de una creatividad crónica, indómita y tangible. Sufre también de una cinefilia incurable. Y, para beneficio de todos, ama la vida a través del cine.
Como todo genio, firma obras desparejas, que no están exentas de errores, pero llega siempre a límites insospechados para el resto de los mortales. Cada paso que da, lo aleja de los demás y los nuevos caminos que descubre son transitados después por los cineastas menores que nunca lo alcanzan para pisarle el poncho.
No lo arredran los géneros. Su cinefilia le ha enseñado que la grandeza no se mide por las minucias mezquinas de considerar a un thriller, por ejemplo, como a un hijo bastardo del Cine con mayúsculas.
Los thrillers (Cabo de miedo, Los infiltrados o éste) le evitan caer en la tentación de cambiar de caballo en mitad del cruce del río. Sí, su creatividad suele jugarle malas pasadas. Sobre todo cuando lo ataca en mitad de un rodaje y comienza a apartarse del plan inicial para terminar cayendo en el pantano de las ideas confusas, poliformes y galimáticas. Eso le pasó con Pandillas de Nueva York, una película suya que odio frenéticamente, porque cometió con ella el máximo pecado que puede cometer un cineasta: aburrir. Pandillas arranca como una protohistoria de las mafias y en la mitad gira y comienza a coquetear con la idea que maneja Borges en su cuento El muerto. Y claro, no es ni chicha ni limonada. Además, la razonable falta de paciencia de los productores lo llevó a incluir detalles bochornosos como las mutantes heridas de DiCaprio, quien es lastimado una vez pero cuyas heridas cambian misteriosamente de lugar en cada nueva escena. Se parece al chiste de Mel Brooks de la giba movible en El joven Frankenstein o al lunar que no puede quedarse quieto en la cara del villano de Las locas, locas aventuras de Robin Hood. De todos modos el film pasará a la historia como el último filmado en Cinecittá con auténticos extras. Sí, todas las personas que se ven en las escenas multitudinarias son reales y no duplicaciones hechas por computadoras.
Hasta Pandillas, yo había sido su acólito ferviente. Pandillas casi le pone fin a mi devoción. Las dos películas que le siguieron encausaron nuestra relación, pero ya nada parecía ser igual. De El aviador me enojó su adhesión a la simplista creencia yanqui que las complejidades de una vida pueden cifrarse en un vulgar trauma de infancia. Los infiltrados me gustaron mucho, pero no me deslumbraron. Y cuando todo parecía que se desenvolvería por los carriles del respeto y del fulgor pasado, vuelve a enamorarme como la primera vez. Lo cual se agradece enormemente porque venía de la depresión y el desengaño que me había provocado el SÚPER BODRIO de Synecdoche. Ya desesperaba y juraba dedicarme sólo a rever clásicos de antaño. Claro que seguiré reviendo clásicos, pero La isla siniestra me devolvió la fe en el cine contemporáneo.
Poco puede decirse sin dar muchas pistas. Sólo diré que transcurre en los cincuenta y que dos funcionarios de la ley llegan a una isla escarpada y de difícil acceso donde funciona un instituto psiquiátrico de locos peligrosos para investigar la desaparición de una interna. Lo que sigue es una película maravillosa que puede ser amada u odiada por los mismos motivos. Por su puesta en escena operística, exacerbada, desbordada por momentos, pero siempre grandiosa; por la sabiduría con que se manejan los diferentes niveles de la historia, por su montaje sonoro y visual ejemplares, por la descarnada crudeza de las escenas finales.
Me da gracia la cautela con la que se manejaron algunos críticos que dijeron que no está entre sus mejores películas. Seamos sinceros, con el hombre que hizo El toro salvaje, cualquier proyecto que emprenda será sospechado de ser menor. Creo que esta Isla es de una maestría imperecedera, el tiempo dirá si tengo razón.
Se basa en una novela de Dennis Lehane, un novelista de suerte. A su Río Místico lo llevó al cine el gran Clint Eastwood. Con Gone baby gone/Desapareció una noche, sorprendentemente Ben Affleck hizo un peliculón. Y ahora nada menos que Scorsese versiona cinematográficamente su Shutter Island.
Se demoró su estreno en los Estados Unidos y perdió la oportunidad de ser considerada para los Óscars, Berlín la recibió fríamente. Todo hacía prever que sería otro film maldito, pero el público yanqui, en general bastante zonzo, la convirtió milagrosamente en un éxito. Es la que más recaudó del ciclo Scorsese/Di Caprio. Después de tantos fuegos de artificios con la pavada del 3D, no es de extrañar que el público quedara con hambre de cine, de buen cine a secas.
Un viaje por la desesperación, la culpa y la paranoia absolutamente fascinante. Imperdible.
Un abrazo,
Gustavo Monteros
domingo, 7 de marzo de 2010
Cerrado por melancolía
Le robé el título a Isidoro Blaisten porque me resultó elocuente. El 99% del cine que llega a nuestras pantallas es yanqui. En nada se evidencia mejor el imperialismo que en la industria del entretenimiento. Debajo de los logos de las empresas debería figurar el lema de la “productora” que quiere apoderarse de La película muda de Mel Brooks: Abarca y aprieta. Ya se sabe lo que pasa cuando uno come la misma comida una y otra vez: harta. Con la sobreexposición a un mismo tipo de cultura cinematográfica pasa lo mismo. Los mismos estúpidos recursos de nuevo y de nuevo.
Los cinéfilos siempre hemos envidiado a los críticos de cine. Ganarse la vida viendo películas parecía el paraíso. Si total nosotros lo hacíamos gratis. Yo sospechaba que no era tan celestial como parecía. Nosotros elegíamos. Un crítico, no. Tenía que ver todo. Lo bueno, lo regular y lo malo.
Ahora comprendo porque a veces son irracionales y le bajan el dedo a películas que son buenas. Es el hastío.
Antes al menos había más variedad. Había estrenos españoles, italianos, franceses, etc. Ahora todo es yanqui, yanqui, yanqui.
Cuatro películas se estrenaron esta semana. 1) Sólo para parejas, una comedia universalmente considerada malísima. 2) Un maldito policía en Nueva Orleans, un policial del gran Werner Herzog que promete, pero no estoy para aguantar a Nicolas Cage. No es que me caiga mal, pero debo estar de ánimo para soportarlo. 3) Alicia en el país de las maravillas de Tim Burton, quien, según leí, se tomó algunas libertades y transformó el absurdo crítico de la historia en una aventura Disney. Amo a Tim Burton, a Johnny Depp, a Anne Hathaway y a Helena Bonham Carter, pero debo estar de más humor para sobrevivir la dirección de arte del mismo tipo que hizo Avatar. Y 4) La canción de las novias, la decepción de la semana. Una película francesa-tunecina tan políticamente correcta que aburre. Los personajes jamás respiran, son marionetas que corporizan ideas preconcebidas de antemano. Algunas señoras, en la función a la que fui, sacaron pañuelos de sus carteras, de donde deduzco que se emocionaron. Quizá a ellas les gustó. Bien por ellas.
Hablaría de Andrés no quiere dormir la siesta una buena película de Daniel Bustamante con Norma Aleandro y el inmenso Juan Manuel Tenuta. Ésa me gustó, pero ya no está en cartel.
En fin, debo confesar que esta depresión me la dio Synecdoche New York, todas las vidas mi vida, bodrio supremo que se estrena la próxima semana, pero procuraré recuperarme para ver La isla siniestra de Martin Scorsese, con quien tengo una relación de amor odio. Lo amé desmedidamente hasta Pandillas de Nueva York, bodrio bodrísimo de todo bodrismo.
Como es domingo, les dejo este bello poema que me expresa. (El cine a veces puede ser insalubre. Perdón por la tristeza, hasta la próxima y un abrazo grande.)
Como es día domingo, por la ciudad me pierdo.
Busco una calle muerta para mi poca fe.
La calle tiene un nombre que ahora no recuerdo
porque en un mismo sueño lo supe y lo olvidé.
La calle es como un niño que por la vez primera
busca sin esperanza un juguete perdido.
Su manera de hablar fue antaño mi manera
y su cabeza rubia, yo también la he tenido.
Tristeza del domingo. La soledad me agobia
y de improviso siento la pena singular
de que, sin conocerla, yo he tenido una novia
que en este mismo instante me ha dejado de amar.
La calle se ha llenado de parejas furtivas...
Un ómnibus vacío compendia mis dolores,
y siento que las únicas manos caritativas
son las manos de bronce que hay en los llamadores.
Letanía del domingo (fragmento) de Horacio Rega Molina
En la foto aparece el genial Billy Wilder en el set de One, two, three... su magnífica e inolvidable comedia.
Los cinéfilos siempre hemos envidiado a los críticos de cine. Ganarse la vida viendo películas parecía el paraíso. Si total nosotros lo hacíamos gratis. Yo sospechaba que no era tan celestial como parecía. Nosotros elegíamos. Un crítico, no. Tenía que ver todo. Lo bueno, lo regular y lo malo.
Ahora comprendo porque a veces son irracionales y le bajan el dedo a películas que son buenas. Es el hastío.
Antes al menos había más variedad. Había estrenos españoles, italianos, franceses, etc. Ahora todo es yanqui, yanqui, yanqui.
Cuatro películas se estrenaron esta semana. 1) Sólo para parejas, una comedia universalmente considerada malísima. 2) Un maldito policía en Nueva Orleans, un policial del gran Werner Herzog que promete, pero no estoy para aguantar a Nicolas Cage. No es que me caiga mal, pero debo estar de ánimo para soportarlo. 3) Alicia en el país de las maravillas de Tim Burton, quien, según leí, se tomó algunas libertades y transformó el absurdo crítico de la historia en una aventura Disney. Amo a Tim Burton, a Johnny Depp, a Anne Hathaway y a Helena Bonham Carter, pero debo estar de más humor para sobrevivir la dirección de arte del mismo tipo que hizo Avatar. Y 4) La canción de las novias, la decepción de la semana. Una película francesa-tunecina tan políticamente correcta que aburre. Los personajes jamás respiran, son marionetas que corporizan ideas preconcebidas de antemano. Algunas señoras, en la función a la que fui, sacaron pañuelos de sus carteras, de donde deduzco que se emocionaron. Quizá a ellas les gustó. Bien por ellas.
Hablaría de Andrés no quiere dormir la siesta una buena película de Daniel Bustamante con Norma Aleandro y el inmenso Juan Manuel Tenuta. Ésa me gustó, pero ya no está en cartel.
En fin, debo confesar que esta depresión me la dio Synecdoche New York, todas las vidas mi vida, bodrio supremo que se estrena la próxima semana, pero procuraré recuperarme para ver La isla siniestra de Martin Scorsese, con quien tengo una relación de amor odio. Lo amé desmedidamente hasta Pandillas de Nueva York, bodrio bodrísimo de todo bodrismo.
Como es domingo, les dejo este bello poema que me expresa. (El cine a veces puede ser insalubre. Perdón por la tristeza, hasta la próxima y un abrazo grande.)
Como es día domingo, por la ciudad me pierdo.
Busco una calle muerta para mi poca fe.
La calle tiene un nombre que ahora no recuerdo
porque en un mismo sueño lo supe y lo olvidé.
La calle es como un niño que por la vez primera
busca sin esperanza un juguete perdido.
Su manera de hablar fue antaño mi manera
y su cabeza rubia, yo también la he tenido.
Tristeza del domingo. La soledad me agobia
y de improviso siento la pena singular
de que, sin conocerla, yo he tenido una novia
que en este mismo instante me ha dejado de amar.
La calle se ha llenado de parejas furtivas...
Un ómnibus vacío compendia mis dolores,
y siento que las únicas manos caritativas
son las manos de bronce que hay en los llamadores.
Letanía del domingo (fragmento) de Horacio Rega Molina
En la foto aparece el genial Billy Wilder en el set de One, two, three... su magnífica e inolvidable comedia.
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