lunes, 27 de abril de 2009

Duplicidad

Parece que los orientales siguen teniendo razón. El secreto de la sabiduría está en el equilibrio, en el punto justo. Ser inteligente está bien, pero pasarse de listo es ser tonto.

Y ése es el problema del director y guionista Tony Gilroy con Duplicidad, se pasa de listo.

El título es una advertencia. Nada será blanco o negro, verdadero o falso. Todo será un poco de ambas cosas. Hasta el propio film oscilará entre la historia de espionaje y la comedia romántica.

Como el tono elegido es la brillantez, el ejemplo más notorio al que remite es la gloriosa Charada de Stanley Donen con Audrey Herpburn y Cary Grant, en la que por supuesto, hay también mucho amor y espías. Si no han visto este clásico de clásicos, cuando se lo crucen en el cable (la dan en TCM y en Film&Arts con regularidad) quédense y véanlo aunque se caiga el mundo a pedazos. La comedia romántica nunca fue tan avispada como en Charada. Los chistes sobre la diferencia de edad de la pareja son buenísimos. Cary Grant exigió que los incluyeran, se estaba poniendo grande para galán (se retiraría del cine dos años después) y creía que el público no le creería si no se blanqueaba la situación.

Pero volvamos a Duplicidad, que también está emparentada con nuestra 9 reinas, algunas películas de Mamet, Ambiciones secretas, Lucky number Slevin, etc. Sí, es una película con trampa que intenta llegar a un final sorprendente.

Julia Roberts es una ex agente de la CIA. Clive Owen es un ex agente del MI6. Ahora trabajan para inmensas compañías de cosméticos rivales. Obviamente se enamorarán y… No conviene adelantar nada más para no aguar la fiesta.

Como en su film anterior Michael Clayton, Gilroy hace progresar la acción interrumpiéndola con constantes flashbacks que modifican nuestro punto de vista.

La primera hora es irreprochable. Desde ahí el problema es que en vez de empezar a desenredar la madeja, sigue enredándola mayormente para el mismo lado, nos damos cuenta de que estamos siendo manipulados para confundirnos, tomamos distancia de la trama, sospechamos posibles finales y como Gilroy es inteligente y respetuoso y sabe que es inmoral cambiar de registro y que todo sea una maniobra alienígena, terminamos acertando con alguno de los desenlaces que imaginamos.

No sé si Julia Roberts es muy hermosa o una buena actriz. Pero es una estrella cinematográfica verdadera. La cámara la devuelve hipnótica y haga lo que haga, nuestra simpatía o deseo están con ella.

Clive Owen es uno de los actores más “normalitos”, lo que no es un mérito menor. Los actores estamos un poco locos. Se paga con la cordura el desnudar subtextos adrede o el traficar con sentimientos para ganarse la vida. Clive Owen luce la canchera espontaneidad de Cary Grant. Como con Natalia Oreiro, el primer adjetivo que suscita su trabajo es “fresco”. En él el esforzado artificio de actuar parece natural.

También andan por aquí los magníficos Tom Wilkinson y Paul Giamatti, aunque aparecen poco para mi gusto.

A pesar de lo señalado merece verse, por la primera hora, por la química entre sus protagonistas, por la inspirada sagacidad de algunos diálogos. Simplemente es como un postre que se cocinó de más. Después de todo, ¿quién no fue a una fiesta en el que champagne era berreta, las masas estaban secas y el café quemado, pero el antipasto y los primeros platos habían estado tan exquisitos que justificaban con holgura el convite?

Un abrazo,
Gustavo Monteros

jueves, 16 de abril de 2009

Entre los muros

Es curioso lo que pasa cuando uno ve una película que se centra en una actividad con la que uno se gana la vida. La posibilidad de la evasión de la realidad está coartada. Sólo queda la posibilidad de una identificación irrestricta.

Tengo amigos médicos que odian las series y películas de temas médicos, y amigos abogados que no quieren saber nada con las series y películas sobre la ley. Me dicen: ¿para qué quiero ver algo que padezco todos los días?

Claro que la negación no es absoluta, ya que uno de mis amigos me dijo alguna vez: Eso sí, si el colega es el héroe, derrota al sistema y tiene buen sexo con alguna diosa del cine, voy y disfruto de la película. Bueno, en realidad no dijo “buen sexo”, pero hoy estoy en ánimo de “apta para todo público.”

En esta ocasión me toca a mí: una película sobre los sufridos docentes.

Como lo demostrara en las magníficas Recursos humanos y El empleo del tiempo, a Laurent Cantet le preocupa la problemática social contemporánea. Esta vez se encierra en las aulas de una escuela pública parisina en esta película ganadora de la Palma de Oro del Festival de Cannes con un jurado presidido por Sean Penn. (Ahora sé que puedo entretener a Sean Penn con mis jugosas anécdotas escolares.)

Cantet trabaja delimitando espacios, hace corte precisos y acotados a una realidad mayor, se concentra en ellos y profundiza un análisis de los elementos en juego. En Recursos humanos estudiaba la deshumanización de las nuevas estructuras laborales, en El empleo del tiempo, la devastación emocional que provoca el desempleo y en Bienvenidas al paraíso, las implicancias desequilibrantes del turismo sexual.

En las aulas de Entre los muros hay una agresividad soterrada que no tarda en explotar. La frustración es lo único que tienen en común docentes y alumnos. Víctimas del vaciamiento moral que trajo el triunfo del neo capitalismo, saben o intuyen que nunca alcanzarán lo que desean. No hay metas ni valores. Pero están atrapados en una situación concreta: el aula es el espacio en el que el derecho a la educación debe cumplirse. La clase es multirracial, lo que no facilita las cosas.

Antes que nada es esencial alcanzar un mínimo de respeto mutuo. Y le corresponde al docente (de lengua en este caso) sentar las bases, porque es su rol, es el adulto, el que está al frente y el que tiene la formación necesaria. Debe meterse en el rincón más oscuro de su anatomía la nostalgia de una escuela ordenada y ansiosa de conocimientos, sofrenar la ironía con la que hace un poco de catarsis, y aceptar que aunque le paguen poco y mal deberá seguir trabajando. El aula es una prisión, no hay escape, hay que sacar lo mejor posible de la situación y seguir adelante.

Deberá soportar sin mosquear los cuestionamientos sobre su supuesta homosexualidad, comprender que no es él quien emite señales confusas sino que sus alumnos por ser adolescentes aún no saben qué son o qué quieren y como temen ser homosexuales desarrollan una acentuada homofobia.

Los alumnos se ven a sí mismos como inútiles dominados por una desidia invencible. Habrá que socavar esa noción fortaleciendo su endeble autoestima, celebrando como épicos los logros más pequeños. Y será imprescindible olvidar que lo que hoy aprenden en un año antes se aprendía en un mes o un día.

Pero la frustración es amarga y traicionera, y no hace muy llevadero el día a día. Una pequeñez desatará una reacción en cadena, el sistema operará sus trampas y quien sin duda merece otra oportunidad no la tendrá.

Basada en un libro de investigación del profesor, escritor y periodista, François Bégaudeau (que protagoniza al docente), Entre los muros está concebida como un documental actuado. Los alumnos, sus padres y los docentes recrean fidedignamente la realidad. Es muy conmovedora y reveladora, no sólo para los docentes, para todo el público.

La educación debe ser inclusiva, integradora, universal. El sistema no es perfecto y la realidad lo hace más vulnerable. En este país, por ejemplo, sabemos que los chicos de padres golpeadores, o de madres borrachas, o con fácil acceso a las drogas, o de ámbitos desvalizadores, o de familias sin cultura del trabajo porque viven de planes sociales, etc. no se beneficiarán con la educación. Y como no se quiere tratar el problema político económico que engendra esta realidad, el poder y los medios le dan a estos temas un tratamiento superficial y facilista que resulta insultante y que despierta una rabia impotente.

La teorización inútil tampoco ayuda. Cada vez que un problema educativo de formación, relación o disciplina llega a los medios, invitan a una renombrada psicóloga, pedagoga y licenciada en no sé cuantas ciencias afines más que recita teorías inaplicables a nuestra realidad. Los polacos, los japoneses o los islandeses estudiaron el problema educativo y llegaron a conclusiones que son valederas para su realidad, pero que no son de aplicación universal irrefutable. Un padre golpeador en China no es igual a un padre golpeador en Argentina, las sociedades chinas y argentinas tienen características idiosincrásicas diferentes. Si bien el problema educativo tiene rasgos comunes en todos los países, las soluciones alcanzadas en Somalia pueden no ser pertinentes en otros países de la misma región.

Esta señora de la que hablo se sabe todas las teorías educativas desarrolladas en todo el mundo, pero nunca estudió su viabilidad en este país. Eso no le impide darlas por válidas. Una vez una periodista le preguntó si trabajaba en escuelas. “Sí, sí”, dijo, “Asesoro a varias instituciones.” La periodista, intuyendo que se trataba de organizaciones privadas, insistió: “Pero, ¿trabaja en escuelas públicas?” “Sí”, dijo muy suelta de cuerpo, “Hice las prácticas de mis especialidades en escuelas públicas”.

Así que esta señora, que hace 10 años estuvo 12 veces en una escuela pública, se pasea por los medios iluminándonos con sus soluciones “teóricas” a nuestros “prácticos” problemas cotidianos. El día en que en este país se decidan a tratar seriamente la problemática educativa, pagarán trabajos de campo que investiguen las características específicas de nuestra realidad. Mientras tanto, por favor, que alguien le enseñe a esta señora que su pelotudez es superable.

Un abrazo,

Gustavo Monteros

domingo, 12 de abril de 2009

El niño pez

Voy a cometer un pecado mortal. Voy a decir que una muy buena película me aburrió soberanamente. Perdón, debo ser sincero. A mí, XXY, la ópera prima de Lucía Puenzo me pareció aburridísima. Puedo enumerar largamente sus virtudes, pero nunca conecté con ella.

Entonces ¿por qué iba a ver la segunda película de la Puenzo? Porque Emme me robó el corazón con Rita, la salvaje. Fue el debut teatral más apabullante que vi. Se plantaba en escena como una secuoya, se entregaba, se arriesgaba y casi siempre la pegaba. Lucía la audacia y el aplomo de una veterana, sin embargo ¡era una debutante! Por momentos la obra se caía a pedazos o se iba directa al carajo, y ella permanecía incólume y nuestra compasión con ella.

Por Emme iba, aunque cuando un director elige un actor que respeto, se me despierta una natural empatía. Y si la Puenzo había elegido a Emme...

El niño pez no es tan buena película como XXY, pero esta vez la pasé bien. Quizá porque es audaz, ambiciosa, apasionada.

No es lineal como XXY, tiene una estructura compleja. Se asienta sobre un cruce de géneros, participa tanto de una historia de amor, de un policial y del realismo mágico. Pero es la historia de amor la que le da cohesión.

Lala (Inés Efron) adolescente rica, hija de un juez, ama a, y es correspondida por Guayi (Emme), la sirviente paraguaya de la casa. Un día, el juez aparece muerto. Lala huye. Guayi se queda, es acusada del crimen y enviada a un correccional de menores. De este punto de partida se entroncarán los flashbacks que nos contarán cómo llegamos hasta aquí. Luego Lala regresará y la historia procederá a su desenlace.

Que la familia rica se apellide Brontë no es gratuito, una vez armada la historia veremos que tiene las densidades, las complicaciones melodramáticas y las pasiones descabelladas de una novela de las hermanas Brontë.

No es una gran película, pero es buena. Los cinco para el peso que le faltan son algunos diálogos solemnes y ampulosos a los que una reescritura les vendría bien o un tiroteo que merecía una secuenciación más clara, pero entre los 95 restantes figuran una dirección con un punto de vista preciso, una historia compleja que cuando se completa suena rotunda, porque aunque hay argumento como para tres películas, los detalles han sido atendidos y los vericuetos de los personajes y la trama resultan nítidos y contundentes, y un elenco impecable conducido con firmeza.

Inés Efron ratifica el talento mostrado en XXY y en Amorosa soledad. Arnaldo André quizá fue siempre un buen actor relegado al galán eterno, ahora que la madurez lo ha liberado de la galanura exhibe una ductilidad que sorprende. Tanto este trabajo como el que le vi en la puesta de Los monstruos sagrados de Jean Cocteau muestran un actor que se luce en exigencias hasta hace poco impensadas para él.

Y Emme deslumbra en cada escena. Su personaje tiene como arma de defensa y ataque su propio cuerpo y Emme hace pasar todas las emociones de su personaje por la morbidez de su cuerpo para nada anoréxico. Su cuerpo desata la lujuria, pero también manipula las pasiones. Y es su cuerpo el que se quiebra de dolor. Las actrices suelen ser inseguras y ponen en duda hasta lo obvio. Ojalá Emme sea consciente de la autoridad de su talento, ganaríamos una actriz maravillosa.

Ah, el niño pez del título es un mito personal de Guayi que encierra un dolor inabarcable, una representación simbólica para sobrevivir o hacerlo soportable.

Un abrazo,

Gustavo Monteros
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domingo, 5 de abril de 2009

Esperando la carroza 2

Hay un viejo dicho teatral que reza: Lo bueno de los fracasos es que nadie los recuerda. Y se podría agregar que también son buenos porque se pueden reciclar impunemente.

En 1986, al año siguiente del estreno de la película de Doria, Jacobo Langsner escribió una segunda parte de la obra original que estrenó como Barbacoa en Montevideo. En 1987 la misma obra se estrenó en Buenos Aires con el título Chimichurri. Y, cambio de títulos al margen, fracasó estrepitosamente en ambas riberas del Plata.

Ahora regresa como guión para Esperando la carroza 2. No hay mucha reelaboración y así los reparos que se le hicieron a la obra mantienen su validez: fallas garrafales en su estructura, humor no sólo grueso sino poco efectivo, ausencia de un nudo central y personajes que si no se conocieran de la obra anterior naufragarían sin remedio.

No hagamos mucho suspenso y digámoslo claramente: Esperando la carroza 2 es un bodrio irredimible.

Antonio (Luis Brandoni) y Nora (Betiana Blum) han subido un poco más en la escala social. Él ahora no sólo tiene conexiones con las oscuras fuerzas de la ley sino también con diputados, ministros, senadores y jueces. Puso un matadero clandestino a nombre de su hermano Jorge (Roberto Carnaghi, en reemplazo del recordado Julio De Grazia), en el que también trabajan Emilia (Lidia Catalano) y su hijo el Rulo (Facundo Espinosa, en reemplazo de Darío Grandinetti). La esposa de Jorge, Susana (Mónica Villa) está embarazada, más por necesidad argumental que otra cosa, por puro paralelismo. Si en la primera abundantes líos giraban en torno a un velatorio, aquí habrá un pequeño revuelo en torno a un parto. Elvira (China Zorrilla) es la gran ausente. Sus líneas fueron a parar al personaje de su hija, Matilde (Andrea Tenuta). Y las líneas de Matilde ahora las tiene una hija que le nació de la nada, Marita (Dolores Fernández). Porque Langsner no sólo no reelaboró mucho sino que ante la negativa de la Zorrilla a participar del proyecto, se limitó a correr las líneas de ésta a la Tenuta y las de la Tenuta a una hija. Y así la correlación entre una y otra película no cierra para nada. En la uno, Rulo y la Tenuta tenían la misma edad, en ésta Rulo y la hija de la Tenuta tienen la misma edad. Y la distancia entre una y otra película la ponen los hijos de la Villa. El mayor que era un bebé en la uno, ahora tiene entre 8 y 12 años (se lo ve brevemente en el auto en la ida al matadero). De donde se concluye que el tiempo fue cruel y rápido para la Tenuta, quien pasó de adolescente a tener una hija adolescente en menos de 10 años mientras que el Rulo no envejeció sino que rejuveneció.

La excusa argumental para juntarlos es una fiesta de aniversario de Nora y Antonio, ella no quiere que estén presentes porque son muy ordinarios y desentonarán con sus nuevos y encumbrados amigos, lo que provocará gritos y reyertas. Cada situación terminará torpemente y volverá a empezar en los mismos términos. Las reiteraciones son hartantes y la falta de progresión termina por aburrir. El humor, las pocas veces que es efectivo, se asemeja al de una película de Sofovich (Gerardo, porque Hugo era más habilidoso y obtenía algunos logros remarcables). La dirección de arte, de tan recargada, termina por no decir nada. La dirección de Gabriel Condrón es inexistente, parece como que los actores se hubieran reunido por su cuenta a repetir los personajes que alguna vez les dieron fama, por ejemplo, la escena en la que unos muchachos acosan en la calle a los Tenuta y a la Fernández es vergonzosamente mala. Y el acordeoncito de la banda sonora que está presente en cada segundo de la película es insufrible por pesado y monocorde.

Pocas películas en el cine argentino son tan queridas, celebradas y recordadas como Esperando la carroza (ahora uno). Una estatura mítica que se ganó por el video y las repeticiones por televisión, porque cuando se estrenó en cine no fue un éxito de público ni de crítica. El público saluda a la Zorrilla (doy fe, fui testigo) no con un hola sino con un “Yo hago fideos, ella hace fideos”, porque se saben de memoria diálogos enteros y recuerdan secuencias completas. Y no está nada mal que así sea porque cada hallazgo cómico era una epifanía que nos mostraba todas las lacras que cargamos. (Gracias, Doria.)

Es una pena que se haya mancillado ese mito con una secuela tan pero tan mala. (¡Y encima amenazan con la tres!)

Un abrazo,

Gustavo Monteros