sábado, 18 de octubre de 2008

La cámara oscura

El arte de la representación (el teatro, el cine) más que el arte de la evocación (la literatura, la plástica) necesita de la suspensión de la incredulidad para celebrarse. ¿Qué corno es esto? Cuando nos sentamos en una platea, sabemos que nos van a contar un cuento con las apariencias de la realidad, que los actores juegan a hacer de personajes y que no aman a sus coprotagonistas (es más, es probable que se odien en la vida real) y que, por supuesto, (¡Dios nos libre!) no morirán de verdad. Sólo se trata de un artilugio que jugamos a creer para poder entretenernos.

En el arte de la representación, una vez que tenemos la historia a contar, nuestro aliado fundamental es el actor. Él debe corporizar el personaje que lleva adelante la historia. Y para que la historia se cuente bien, es imprescindible saber dirigirlo. Por ejemplo, si en la primera escena, el personaje recién levantado sólo debe descubrir que su madre no ha recogido los platos de la cena ni preparado el desayuno como siempre, y el actor en vez de estar medio dormido, está más despierto que un dogo al ataque, la película está en problemas. ¿Tan difícil es pedirle a dicho actor que se recueste media hora antes de la filmación de la escena con los ojos cerrados y que se relaje lo más profundamente que pueda respirando hondo, para que su rostro esté ligeramente abotagado y su cuerpo ligeramente tieso y lento como cuando dormimos mal, o distendido y medio descoyunturado como cuando dormimos bien?

Actuar es un juego complicado, lleno de matices. Pero hay dos áreas primordiales que el actor debe tener siempre presente: el personaje y su conflicto. El conflicto en teatro es esencial, si no hay conflicto no hay obra. En cine, el personaje puede no estar condenado a la lucha de voluntades, puede no tener un conflicto determinante. En cine, hay otros elementos que contribuyen a que el personaje cuente su historia: la fotografía, la música, el vestuario, la dirección de arte, la planificación de la secuencia, etc. Pero el conflicto, aunque no esté omnipresente, anda siempre merodeando, porque vivir es un problema.

En nuestra vida cotidiana, aunque no enfrentemos conflictos definitorios como en la tragedia griega, enfrentamos constantes conflictos mínimos. Nuestra voluntad enfrenta sus circunstancias todo el tiempo. Por ejemplo, me levanto porque sonó el despertador, pero me hubiera gustado seguir durmiendo. Debo bañarme o afeitarme, pero no tengo ganas. Me gustaría desayunar con facturas y tengo sólo galletitas humedecidas porque le paquete quedó abierto. Debo ir a trabajar, pero me gustaría quedarme viendo series en el cable. Me visto y ¡mierda! la ropa me aprieta, tengo que hacer otra dieta, o la ropa me queda grande ¡carajo! parezco un huérfano de hospicio con ropa ajena, etc. etc.

Si actúo, cuantos más elementos de estos tenga en cuenta, más nítida será mi presencia y más sentido tendrá mi permanencia en escena. Y si soy un actor medio boludo, entrenado sólo para actuar en obras de teatro expresionista, el director, valga la redundancia, debe dirigirme.

Ésta es una historia de época, transcurre en 1892 y en 1929. El vestuario es muy bonito, pero los actores están enyesados en él. No respiran ni conviven con el vestuario, parecen recién salidos de una casa de disfraces con trajes que les quedaron chicos e incómodos. Si mi personaje usa corsé o una faja, se supone que estoy tan acostumbrado que debo llevarlo con la naturalidad con que llevo hoy mis jeans. No digo que viva fajado todo el tiempo del rodaje, pero al menos habituarme un poco como para lucir natural y cómodo.

Otro error frecuente en las películas con mala dirección de actores es lo que llamo “el mal de la claqueta”. La claqueta es esa pizarrita dividida en dos en la que se especifica la escena y la toma que se están filmando y que se hace sonar para indicar el inicio de la acción.

Si la escena comienza con un living vacío y alguien llega de la calle y otro personaje sale del baño y se saludan, no hay mal de la claqueta.

Pero si la escena comienza con varios personajes que la cámara sorprende en plena conversación, y en vez de haber la dinámica de toda conversación múltiple con los roles asignados y los cuerpos acomodados según esos roles (el que habla, el que escucha con atención, el que no escucha, el que escucha a medias, el que no participa, el que está dispuesto a interrumpir, etc.), tenemos actores con cuerpos muertos y una conversación sin ninguna dinámica (como si los actores sólo estuvieran ubicados esperando que digan acción para comenzar a repetir un diálogo sin ningún espíritu previo), estamos ante el mal de la claqueta.

En esta película, llena de escenas grupales, el mal de la claqueta no es un caso esporádico, sino toda una pandemia.

Las relaciones son importantes. Si tal actriz hace de madre de tal otra actriz, se supone que se conocen de toda la vida, que una (generalmente la madre) parió a la otra, que la vio crecer, por lo tanto no pueden comportarse como si recién acabaran de presentarlas. Si este actor y esta actriz son marido y mujer y han tenido cinco hijos, se supone que hay cierta comodidad corporal entre ellos, ya que esos hijos no nacieron de repollos. Aquí, estos esposos de veinte años se van a acostar con la incomodidad de dos actores que, por problemas de alojamiento, fueron obligados a compartir la habitación y es la primera noche que dormirán juntos.

La historia transcurre en Entre Ríos, con personajes que trabajan el campo. Una señora a la salida decía: “¿Te diste cuenta, Estercita? Trabajaban en el campo, ni sudaban ni estaban sucios y le tenían miedo a los caballos.” La señora no podía tener más razón.

El dueño del campo trabajaba a la par de los peones, araba, talaba árboles, hacía leña, le tiraba fardos a los animales, etc. En un momento, la cámara lo toma dándose un baño después de un día de trabajo y el actor tiene una tonicidad muscular casi nula, como si acabara de salir de un coma prolongado y el único esfuerzo que hubiera hecho fuera llevarse la cuchara a la boca. No digo que tuviera el cuerpo de Schwarzenegger, que es una falacia inventada con anabólicos, pero ¿no convendría haber mandado al actor un par de días al gimnasio para que tonifique algún músculo?

Algunos de estos personajes, supuestos labradores curtidos, templan en un momento un instrumento musical y sus manos están más manicuradas que las de Bruno Gelber que en su vida regó una planta o peló una papa. Un delirio, están tan lejos de la leptopirosis como de que los elogie Diane Keaton, la reina de la creación de circunstancias. (Tomemos el peor film de Diane, para no entretenernos con otras virtudes, y veámosla como maneja la ropa que lleva puesta como si hubiera nacido con ella, como maneja los elementos de la escena como si los hubiera manipulado toda la vida, como convive con el ambiente en el que su personaje deambula, juraremos después que esos adornos que aparecen por ahí no los eligió el escenógrafo, si no que los compró el personaje de Diane, y si nos apuran hasta podremos aseverar dónde y cuándo los compró, y el precio.)
Hay momentos actorales bochornosos. Un personaje es sobreviviente de la batalla de Gallipoli (de la que hay hasta una gran película de Peter Weir con un joven Mel Gibson) y cuenta esa traumática experiencia con la levedad de alguien que está contando una batalla de tizas, perdida en la memoria de un recreo u hora libre.

Cosas más sutiles como intenciones o matices en el texto, brillan por su ausencia. Todos recitan como chicos de escuela en ensayo de fiesta de fin de curso. (Digo ensayo porque cuando llega el momento de enfrentar al público, los chicos evidencian alguna forma de verdad, que aquí no aparece por ningún lado.) Y estos actores ni siquiera declaman con gracia, repiten inexpresivamente como si elaboraran la lista de compras para el supermercado. (Pobrecitos los actores. Cuando lo hacen bien, uno los quiere y hasta puede convertirlos en amigos para toda la vida. Pero cuando lo hacen mal, uno los odia y quisiera ejecutarlos al amanecer o desterrarlos a Isla de los Estados.)

¿De que se trataba esta historia que no pude creerme ni un instante? Una variación de El patito feo, según un cuento de Angélica Gorodischer. Una mujer fea, odiada por su madre por fea, despreciada por sus compañeritos de escuela por fea, detestada por sus hermanas por fea, se casa con un viudo que no la ama, pero la elige como esposa por fea, porque su anterior mujer era hermosa, coqueta y ardiente y le metía los cuernos hasta con el pulpero. (La actriz que hace de la esposa muerta aparece en una sola escena ante un tocador y tiene los pechos y la espalda bronceados. ¿Cómo hizo si en esa época los vestidos cubrían hasta el cuello y las mujeres le temían al sol más que a la peste? Vaya a saber.)

Veinte años después y con cinco hijos ya grandes, viene un fotógrafo a sacar fotos familiares. Es rengo porque arrastra una herida de guerra. Sus fotos personales se enrolan en el surrealismo. ¿Y a quién puede apreciar más un surrealista que a una mujer fea, fea? La cuestión es que la fea descubre alguna forma de autoestima, se valora un poco y se va con el fotógrafo.

El relato en sí, es tan atractivo como para hacer entrar en empatía a Valeria Mazza, que ni remotamente tuvo jamás ese problema. Pero está tan mal actuado que no entra en empatía ni la Picchio a la que el director de fotografía de Breve cielo (film con el que debutó en el cine) le dijo que no servía para la cámara porque era muy fea.

Detrás está la idea de que la fea es más bella e interesante que los supuestos lindos, y que nada es feo o lindo per se, sino que todo es cuestión de la mirada, pero tal como está contada no le interesa a nadie.

La fotografía y la música ayudan a que la historia no se desbarranque del todo, pero no pueden hacer milagros. La secuencia de animación sobre bocetos de Rocambole y la recreación de fotos surrealistas son buenas, pero muy breves. Con las torpezas de la dirección de arte no quiero meterme para no aburrirlos. Mencionaré sólo un ejemplo, si la acción transcurre en 1929, no puedo crear verosimilitud usando un auténtico libro de 1929, porque hoy es viejo, pero en 1929 era ¡nuevo!

La directora María Victoria Menis si no quiere tomar clases de dirección de actores está en su derecho. Cada uno toma los cursos que se le da la gana. Pero si al menos viera la escena del fogón de Las aguas bajan turbias y se preguntara cómo hizo Hugo del Carril para lograr tanta verdad en un plano secuencia con casi 150 personas entre actores y extras, nosotros, los sufridos espectadores, se lo agradeceríamos. Y mucho.

Un abrazo,

Gustavo Monteros

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