Hasta la semana que viene.
jueves, 22 de septiembre de 2016
jueves, 15 de septiembre de 2016
Le nouveau
El pobre de Benoît
(Réphaël Ghrenassiano) no las tiene todas consigo. Su familia se acaba de mudar
del campo a la ciudad, que no nada más ni nada menos que París, y a Benoît le
está costando mucho integrarse, hacer amigos en su nueva escuela. Quiere
pertenecer, o sea formar parte del grupo más popular, más cool, que de eso se
trata el juego de los estratos de poder, porque cualquiera puede asimilarse a
los nerds, los marginados, los desclasados, en todo momento. Los chicos cool lo
ponen a prueba y Benoît no la pasa. Tendrá, eso sí, un breve momento de gloria.
Entre las recientes adquisiciones a la clase, está Johana (Johanna Lindstedt),
una sueca nada rubia, aunque no por eso menos bonita, que lo tomará como amigo.
Sin embargo, una imprevista tardanza hará que Johana se integre al grupo cool y
sin querer lo deje de lado. Un tío, medio tarambana, ex DJ, le sugerirá
aprovechar que los padres se marchan por el fin de semana y dar una fiesta a lo
grande, o sea con alcohol incluido, y entonces…
The nouveau / El novato, primer largometraje del actor Rudi Rosenberg, es un
film luminoso, optimista, distendido. Va detrás de una pequeña peripecia y la
cuenta con alegría y ternura. Como todo cuento de crecimiento se centra en
descubrimientos. La verdad no está en las formas, en las apariencias sino en lo
que se siente.
Si bien el relato se centra en Benoît, los personajes
secundarios no se opacan y cuentan también sus historias. Por implicancia,
muchas veces, que es también una buena forma de contar. Habrá primeros besos,
casi robados por lo rogados, que a la postre sabrán a delicia. Desengaños
amorosos que dolerán mucho por ser los primeros, pero que superarán pronto,
porque se está entre la niñez y la pubertad y no es cuestión de sentarse a
sufrir y perderse el resto del verano.
La llegada del invierno mostrará que las cosas están
en su lugar y el que no canta, se embroma, se la pierde.
La sencillez y la luminosidad de la propuesta impiden
la mirada cínica que podría hallar, entre tanto niño y hasta gags con perros,
una explotación de los dulzores de la inocencia que empieza a abandonarse.
Quizá en el fondo sea la venganza de unos ex-nerds. Si
así fuera, se desmiente lo de que es un plato frío, este tiene la tibieza justa
que agudiza todos los sabores.
Gustavo Monteros
jueves, 8 de septiembre de 2016
Amor y amistad
Dado que las novelas mayores de Jane Austen (Sensatez y sentimientos, Orgullo y prejucio,
Mansfield Park, Emma, La abadía de Northanger, Persuasión) ya tienen su
correlato audiovisual en cine, teatro y televisión (en algunos casos, más de
una vez) es hora de que los relatos menores, en tamaño y logros, hallen el
suyo. Puesto, además que sus tramas, entre otras cosas, se centren en el
apareamiento perfecto, comienza a darse el perfecto maridaje entre material y
director. Pero vayamos por partes.
Amor y amistad se basa en una novela corta primeriza de Jane Austen,
Lady Susan, publicada, sin embargo,
póstumamente. Dice la contratapa de una edición en español: “Su protagonista, lady Susan Vernon, es un
personaje memorable: una viuda todavía joven (treinta y tantos), de gran
belleza e inteligencia, pero cuya apariencia encantadora, amable y seductora
oculta una personalidad egoísta, manipuladora, mentirosa, fría, falsa y
despiadada.” O sea, en criollo, una reverenda hija de su madre. O, como
comprenderemos más tarde, una superviviente. La señora no tiene donde caerse
muerta, debe hallar rápido marido rico para ella o su hija, o perderse en el
abismo del hambre y la pobreza. Por ahora vive de “visitante”, impone su
presencia en las mansiones de sus parientes más afortunados y se ahorra
manutención, servidumbre y demás gastos, mientras puede simular todavía su
endeble pertenencia a una clase social privilegiada. Y aunque es moralmente
reprensible todo lo que hace, nos fascina con la impunidad con que manipula
voluntades, sin importarle las consecuencias. Seamos sinceros, todos, alguna
vez, fantaseamos con liberarnos de los preceptos morales que nos fueron
inculcados y actuar con irrestricta inmoralidad, por eso nos seducen estos
personajes que se comportan como si nada, y perdón por la repetición, como unos
reverendos hijos de mala madre.
Continuemos con la contratapa: “Lady Susan llega a Churchill, a la mansión de campo del señor Vernon,
el hermano de su difunto esposo, para refugiarse del escándalo provocado por
sus recientes coqueteos con un hombre casado en Langford. Aunque es recibida
con prevención, sobre todo por su cuñada, la señora Vernon, la cautivadora lady
Susan logra engañar a (casi) todos, logrando conquistar al joven Reginald
mientras trama la boda de su hija Frederica con un hombre al que ella
detesta...”
Este resumen nos ayudará a sortear con buena fortuna
el primer tramo de la película, que puede parecer confuso para el espectador
desprevenido, quien debe también sortear el aparentemente farragoso modo de
hablar de los personajes. Superados estos escollos primerizos, el resto es puro
placer.
Whit Stillman (Metropolitan,
1990, Barcelona, 1994, Los últimos días del Disco, 1998, Chicas en conflicto, 2011) demuestra ser
un candidato ideal para trasladar el mundo de Jane Austen al cine. El señor,
muy sofisticado y educado, que pertenece a la clase alta y adinerada retrató,
en sus películas, en clave de comedia de costumbres, los vaivenes de jóvenes
privilegiados, que si dejamos al margen el origen de sus fortunas (no es que
exprese mi resentimiento de pobre a través de veleidades marxistas, porque hoy
ya es una verdad de Perogrullo que no hay fortuna bien habida, en la historia
de las riquezas más temprano que tarde nos encontramos con imperdonables
chanchullos, la ética y la riqueza son enemigas naturales) son iguales a
nosotros de inseguros, neuróticos y sufrientes de desamor o falta de sexo.
Stillman, como Austen, manejan la ironía, el sarcasmo
incluso, pero no caen en el cinismo, que puede ser muy divertido en un
principio, pero que termina por deshumanizar trama y personajes. De allí que
digamos que son tal para cual, casi un Mr Darcy y una Elizabeth Bennet.
El elenco es tan parejo como brillante, lo que no
impide que sobresalgan Kate Beckinsale (Lady Susan Vernon) y Chloë Sevigny
(Alicia Johnson), deliciosas actrices que ya estuvieron en otro Stillman y que
aquí grafican la amistad del título.
Stillman interviene a veces la acción con fotos e
intertítulos que remiten tanto al melodrama del siglo XIX como al cine mudo, no
los describo para no quitarles diversión.
Y la pregunta del millón halla su respuesta… otra vez.
¿Por qué en un mundo cambiante con (¡gracias a todos los cielos!) familias de
todo tipo y parejas de diversos plumajes, Jane Austen sigue vigente? Sencillo: la
tensión sexual no ha muerto, ni la política de las relaciones y menos que menos
la estupidez de querer y no animarse.
Gustavo Monteros
jueves, 1 de septiembre de 2016
Café Society
Acabo de verla y un poco camino por los aires dominado
por el romanticismo que emana.
Es una historia de amor. Es también una saga familiar.
Y por momentos una novela epistolar. Es también el homenaje a dos ciudades en
su esplendor: Los Ángeles y Nueva York. En un principio es el año 35 o 36
porque pueden verse en el cine Swing Time
con Ginger y Fred o The woman in red
o La vestida de rojo con Barbara
Stanwyck. Es el principio de la era dorada de Hollywood. La gran era del jazz
en New York. El apogeo de los grandes clubes como Ciro’s, Mocambo, el Trocadero
en Los Ángeles. O el Morocco, el Stork Club o el Copacabana en Manhattan. El
Café Society del título tiene un poco de todos estos míticos night-clubs.
Todo está sazonado por buenas réplicas, situaciones
construidas con astucia, personajes singulares y todo regado con el mejor de
los vinos o sea la música y la letra de los Gershwin, de Rogers and Hart,
Dorothy Fields and Jerome Kern, de Johnny Mercer and Harry Warren. Más algún
Manisero contagioso.
En su entrada Steve Carrell está peinado, maquillado,
iluminado y enfocado para evocarnos a Edward Everett-Horton, gloria de la
comedia de la época. Kristen Stewart con su cintura mínima luce esplendorosa
con vestidos iguales a los que llevaban por entonces Joan Crawford o Barbara
Stanwyck. En la escena en la que le muestra a Jesse las casas de las estrella,
su largo talle en esos shorts cortones, cortones que fueron los antecedentes de
la minifalda, camisa entallada de dos bolsillos, zapatos Guillermina con medias
zoquetes blancas y una cinta con moño en el pelo no es para corazones débiles. Deberían
dar pastillas sublinguales o advertencias de infarto a la entrada.
Y puede que Kristen Stewart no sea la nueva musa de
Woody, como lo fueron últimamente Scarlett (Johansson, claro, ¿hay otra?) o
Emma (Stone, of course, ¿podemos hablar de otra Emma, acaso?, ¡que la boca se
nos haga a un lado!), no, Kristen, como Cate (Blanchett, bueno, Cate con C, hay
una sola que valga la pena) se perfila como chica de una sola película, pero
¡qué personaje le dieron!, y ¡cómo lo resuelve! Si no estuviera enamorado de
Kristen hasta el infinito y más allá, con esta película me enamoraba de nuevo
hasta la luna ida y vuelta. No quiero contar mucho para no spoilear, pero
Kristen le pone algo de heroína de Chejov a su papel, y le da una trascendencia
casi cósmica a la cuestión. Y uno se pone a delirar con el sentido del destino
y con dónde va el amor correspondido y el no correspondido y el por
corresponder.
Y el personalísimo Jesse Eisenberg se anima a ser
ingenuo, bobo, bah y en un tiempo en el que todos los actores bajan 14 octavas
de su voz para ostentar un vozarrón grave de cuádruple dosis de testosterona, no
tiene problema en hablar como un tenor ligero al que le aprietan el escroto. Y
cuando ella entra a su club nocturno y todos decimos Casablanca y nos repetimos “De-todos-los-tugurios-de-la-Tierra-tuvo
que-entrar-a-este”, Jesse, de saco blanco, no juega a ser Humphrey sino Jesse,
toda una prueba de coraje.
Steve Carell vuelve a demostrar que es un actor todo
terreno, al que se le puede pedir lo que sea. Y la bellísima Blake Lively
(Verónica) ostenta esa mezcla de sensibilidad y sensualidad que llevó a
Scarlett a la fama imperecedera en Perdidos
en Tokio o Lost in translation.
Todo está bañado de dorado, como corresponde, en la
luz del gran director de fotografía, y nos ponemos de pie y hasta le cantamos
el himno, Vittorio Storaro.
Son 96 minutos de dicha inexorable. Como en todo lo
que hace Woody hay constantes citas al cine clásico, lo que le agrega alegría a
la fiesta que gozamos todos los que fuimos deformados por el Hollywood de la
Edad Dorada, pero aunque se hubiera tenido la suerte de haber nacido ayer y se
desconociera todo sobre lo que salió del valle dominado por la colina con el cartel
Hollywood, igual disfrutaría esta maravilla, porque una joya es una joya y no
se necesita saber nada para disfrutar de su belleza.
Gustavo Monteros
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