jueves, 15 de septiembre de 2016

Le nouveau

El  pobre de Benoît (Réphaël Ghrenassiano) no las tiene todas consigo. Su familia se acaba de mudar del campo a la ciudad, que no nada más ni nada menos que París, y a Benoît le está costando mucho integrarse, hacer amigos en su nueva escuela. Quiere pertenecer, o sea formar parte del grupo más popular, más cool, que de eso se trata el juego de los estratos de poder, porque cualquiera puede asimilarse a los nerds, los marginados, los desclasados, en todo momento. Los chicos cool lo ponen a prueba y Benoît no la pasa. Tendrá, eso sí, un breve momento de gloria. Entre las recientes adquisiciones a la clase, está Johana (Johanna Lindstedt), una sueca nada rubia, aunque no por eso menos bonita, que lo tomará como amigo. Sin embargo, una imprevista tardanza hará que Johana se integre al grupo cool y sin querer lo deje de lado. Un tío, medio tarambana, ex DJ, le sugerirá aprovechar que los padres se marchan por el fin de semana y dar una fiesta a lo grande, o sea con alcohol incluido, y entonces…


The nouveau / El novato, primer largometraje del actor Rudi Rosenberg, es un film luminoso, optimista, distendido. Va detrás de una pequeña peripecia y la cuenta con alegría y ternura. Como todo cuento de crecimiento se centra en descubrimientos. La verdad no está en las formas, en las apariencias sino en lo que se siente.


Si bien el relato se centra en Benoît, los personajes secundarios no se opacan y cuentan también sus historias. Por implicancia, muchas veces, que es también una buena forma de contar. Habrá primeros besos, casi robados por lo rogados, que a la postre sabrán a delicia. Desengaños amorosos que dolerán mucho por ser los primeros, pero que superarán pronto, porque se está entre la niñez y la pubertad y no es cuestión de sentarse a sufrir y perderse el resto del verano.


La llegada del invierno mostrará que las cosas están en su lugar y el que no canta, se embroma, se la pierde.


La sencillez y la luminosidad de la propuesta impiden la mirada cínica que podría hallar, entre tanto niño y hasta gags con perros, una explotación de los dulzores de la inocencia que empieza a abandonarse.


Quizá en el fondo sea la venganza de unos ex-nerds. Si así fuera, se desmiente lo de que es un plato frío, este tiene la tibieza justa que agudiza todos los sabores.

Gustavo Monteros


jueves, 8 de septiembre de 2016

Amor y amistad

Dado que las novelas mayores de Jane Austen (Sensatez y sentimientos, Orgullo y prejucio, Mansfield Park, Emma, La abadía de Northanger, Persuasión) ya tienen su correlato audiovisual en cine, teatro y televisión (en algunos casos, más de una vez) es hora de que los relatos menores, en tamaño y logros, hallen el suyo. Puesto, además que sus tramas, entre otras cosas, se centren en el apareamiento perfecto, comienza a darse el perfecto maridaje entre material y director. Pero vayamos por partes.


Amor y amistad se basa en una novela corta primeriza de Jane Austen, Lady Susan, publicada, sin embargo, póstumamente. Dice la contratapa de una edición en español: “Su protagonista, lady Susan Vernon, es un personaje memorable: una viuda todavía joven (treinta y tantos), de gran belleza e inteligencia, pero cuya apariencia encantadora, amable y seductora oculta una personalidad egoísta, manipuladora, mentirosa, fría, falsa y despiadada.” O sea, en criollo, una reverenda hija de su madre. O, como comprenderemos más tarde, una superviviente. La señora no tiene donde caerse muerta, debe hallar rápido marido rico para ella o su hija, o perderse en el abismo del hambre y la pobreza. Por ahora vive de “visitante”, impone su presencia en las mansiones de sus parientes más afortunados y se ahorra manutención, servidumbre y demás gastos, mientras puede simular todavía su endeble pertenencia a una clase social privilegiada. Y aunque es moralmente reprensible todo lo que hace, nos fascina con la impunidad con que manipula voluntades, sin importarle las consecuencias. Seamos sinceros, todos, alguna vez, fantaseamos con liberarnos de los preceptos morales que nos fueron inculcados y actuar con irrestricta inmoralidad, por eso nos seducen estos personajes que se comportan como si nada, y perdón por la repetición, como unos reverendos hijos de mala madre.


Continuemos con la contratapa: “Lady Susan llega a Churchill, a la mansión de campo del señor Vernon, el hermano de su difunto esposo, para refugiarse del escándalo provocado por sus recientes coqueteos con un hombre casado en Langford. Aunque es recibida con prevención, sobre todo por su cuñada, la señora Vernon, la cautivadora lady Susan logra engañar a (casi) todos, logrando conquistar al joven Reginald mientras trama la boda de su hija Frederica con un hombre al que ella detesta...”


Este resumen nos ayudará a sortear con buena fortuna el primer tramo de la película, que puede parecer confuso para el espectador desprevenido, quien debe también sortear el aparentemente farragoso modo de hablar de los personajes. Superados estos escollos primerizos, el resto es puro placer.


Whit Stillman (Metropolitan, 1990, Barcelona, 1994, Los últimos días del Disco, 1998, Chicas en conflicto, 2011) demuestra ser un candidato ideal para trasladar el mundo de Jane Austen al cine. El señor, muy sofisticado y educado, que pertenece a la clase alta y adinerada retrató, en sus películas, en clave de comedia de costumbres, los vaivenes de jóvenes privilegiados, que si dejamos al margen el origen de sus fortunas (no es que exprese mi resentimiento de pobre a través de veleidades marxistas, porque hoy ya es una verdad de Perogrullo que no hay fortuna bien habida, en la historia de las riquezas más temprano que tarde nos encontramos con imperdonables chanchullos, la ética y la riqueza son enemigas naturales) son iguales a nosotros de inseguros, neuróticos y sufrientes de desamor o falta de sexo.


Stillman, como Austen, manejan la ironía, el sarcasmo incluso, pero no caen en el cinismo, que puede ser muy divertido en un principio, pero que termina por deshumanizar trama y personajes. De allí que digamos que son tal para cual, casi un Mr Darcy y una Elizabeth Bennet.


El elenco es tan parejo como brillante, lo que no impide que sobresalgan Kate Beckinsale (Lady Susan Vernon) y Chloë Sevigny (Alicia Johnson), deliciosas actrices que ya estuvieron en otro Stillman y que aquí grafican la amistad del título.


Stillman interviene a veces la acción con fotos e intertítulos que remiten tanto al melodrama del siglo XIX como al cine mudo, no los describo para no quitarles diversión.


Y la pregunta del millón halla su respuesta… otra vez. ¿Por qué en un mundo cambiante con (¡gracias a todos los cielos!) familias de todo tipo y parejas de diversos plumajes, Jane Austen sigue vigente? Sencillo: la tensión sexual no ha muerto, ni la política de las relaciones y menos que menos la estupidez de querer y no animarse.


Gustavo Monteros

jueves, 1 de septiembre de 2016

Café Society

Acabo de verla y un poco camino por los aires dominado por el romanticismo que emana.


Es una historia de amor. Es también una saga familiar. Y por momentos una novela epistolar. Es también el homenaje a dos ciudades en su esplendor: Los Ángeles y Nueva York. En un principio es el año 35 o 36 porque pueden verse en el cine Swing Time con Ginger y Fred o The woman in red o La vestida de rojo con Barbara Stanwyck. Es el principio de la era dorada de Hollywood. La gran era del jazz en New York. El apogeo de los grandes clubes como Ciro’s, Mocambo, el Trocadero en Los Ángeles. O el Morocco, el Stork Club o el Copacabana en Manhattan. El Café Society del título tiene un poco de todos estos míticos night-clubs.


Todo está sazonado por buenas réplicas, situaciones construidas con astucia, personajes singulares y todo regado con el mejor de los vinos o sea la música y la letra de los Gershwin, de Rogers and Hart, Dorothy Fields and Jerome Kern, de Johnny Mercer and Harry Warren. Más algún Manisero contagioso.


En su entrada Steve Carrell está peinado, maquillado, iluminado y enfocado para evocarnos a Edward Everett-Horton, gloria de la comedia de la época. Kristen Stewart con su cintura mínima luce esplendorosa con vestidos iguales a los que llevaban por entonces Joan Crawford o Barbara Stanwyck. En la escena en la que le muestra a Jesse las casas de las estrella, su largo talle en esos shorts cortones, cortones que fueron los antecedentes de la minifalda, camisa entallada de dos bolsillos, zapatos Guillermina con medias zoquetes blancas y una cinta con moño en el pelo no es para corazones débiles. Deberían dar pastillas sublinguales o advertencias de infarto a la entrada.


Y puede que Kristen Stewart no sea la nueva musa de Woody, como lo fueron últimamente Scarlett (Johansson, claro, ¿hay otra?) o Emma (Stone, of course, ¿podemos hablar de otra Emma, acaso?, ¡que la boca se nos haga a un lado!), no, Kristen, como Cate (Blanchett, bueno, Cate con C, hay una sola que valga la pena) se perfila como chica de una sola película, pero ¡qué personaje le dieron!, y ¡cómo lo resuelve! Si no estuviera enamorado de Kristen hasta el infinito y más allá, con esta película me enamoraba de nuevo hasta la luna ida y vuelta. No quiero contar mucho para no spoilear, pero Kristen le pone algo de heroína de Chejov a su papel, y le da una trascendencia casi cósmica a la cuestión. Y uno se pone a delirar con el sentido del destino y con dónde va el amor correspondido y el no correspondido y el por corresponder.


Y el personalísimo Jesse Eisenberg se anima a ser ingenuo, bobo, bah y en un tiempo en el que todos los actores bajan 14 octavas de su voz para ostentar un vozarrón grave de cuádruple dosis de testosterona, no tiene problema en hablar como un tenor ligero al que le aprietan el escroto. Y cuando ella entra a su club nocturno y todos decimos Casablanca y nos repetimos “De-todos-los-tugurios-de-la-Tierra-tuvo que-entrar-a-este”, Jesse, de saco blanco, no juega a ser Humphrey sino Jesse, toda una prueba de coraje.


Steve Carell vuelve a demostrar que es un actor todo terreno, al que se le puede pedir lo que sea. Y la bellísima Blake Lively (Verónica) ostenta esa mezcla de sensibilidad y sensualidad que llevó a Scarlett a la fama imperecedera en Perdidos en Tokio o Lost in translation.


Todo está bañado de dorado, como corresponde, en la luz del gran director de fotografía, y nos ponemos de pie y hasta le cantamos el himno, Vittorio Storaro.


Son 96 minutos de dicha inexorable. Como en todo lo que hace Woody hay constantes citas al cine clásico, lo que le agrega alegría a la fiesta que gozamos todos los que fuimos deformados por el Hollywood de la Edad Dorada, pero aunque se hubiera tenido la suerte de haber nacido ayer y se desconociera todo sobre lo que salió del valle dominado por la colina con el cartel Hollywood, igual disfrutaría esta maravilla, porque una joya es una joya y no se necesita saber nada para disfrutar de su belleza.


Gustavo Monteros