jueves, 25 de junio de 2015

La dama de oro



Para el resto del mundo, durante mucho tiempo el cuadro fue La dama de oro,  título asignado por los nazis cuando se lo robaron  para borrar todo vestigio de judaísmo, pero para ella, María Altman (Helen Mirren) era solo el retrato de su tía, Adele Bloch-Bauer, por el pintor Gustav Klimt.


Ya muy mayor, tras la muerte de su hermana y aprovechando una revisión en Austria de las apropiaciones llevadas a cabo por los nazis, Altman se propone recuperar el cuadro y contrata la ayuda de una abogadito, con poca fortuna y menos experiencia, Randol Schoenberg (Ryan Reynolds) sí, sí, como se subraya hasta el hartazgo en el film, es nieto del compositor Arnold.


Muertos los géneros (o en francas vías de extinción) por el cine de productores que rige hoy los destinos de la industria, esta Dama de oro es un híbrido de formatos: un poco de formato “basado en una historia real”, una pizca de formato de “buddy movie” (dúo de amigos improbables al principio por tan opuestas que son sus personalidades, e inseparables al final por el cariño que a pesar de las diferencias han aprendido a profesarse) más un toque de formato “David contra Goliat”.


La película (no lo es, pero de alguna manera hay que llamarla, en el fondo se parece más a la versión visual de un artículo de revista dominguera que se entrega con los diarios, así de leve e insustancial es) se distingue por la actuación de Helen Mirren, que inmediatamente después de Un viaje de diez metros (Lasse Hallström, 2014) entrega otra Gran Dama. Mientras que sus coterráneas Maggie Smith y Judi Dench huyen de las grandes damas como de la peste y prefieren personajes más aguerridos, Mirren abraza a estas señoronas elegantes, dignas, confianzudas y un tanto garconas, con un entusiasmo digno de otras empresas. Pero, insisto, como lo hace con entusiasmo y pasión, las termina por volver atendibles y hasta queribles.


A su lado, esta vez, el bueno de Ryan Reynolds que hace del abogado más sensible de la historia de la ficción. Sabrá Dios como es en la realidad Randol Schoenberg, pero en la versión de Reynolds es tan pero tan sensible que lloriquea todo el tiempo. No importa en realidad, el hombre tiene talento y procura exhibirlo para que le den papeles de más compromiso, hace bien, está listo para desafíos mayores. Daniel Brülh pone tal cara de bueno, que uno comienza a sospechar si, como en las novelas de espías, no es un “topo”, de los austríacos en este caso. No es así, pero la justificación de su personaje tarda tanto en llegar, que para entonces ya lo consideramos un bobo sin remedio. Katie Holmes hace de esposa comprensiva, Charles Dance de jefe autoritario y regio, Elizabeth McGovern y Jonathan Pryce hacen de jueces más o menos justos en algún momento, el talentosísimo Allan Corduner (quien fuera el compositor Arthur Sullivan en la maravillosa Topsy-turvy, Mike Leigh, 1999) hace de padre de Altman, Nina Kunzendorf de madre, Henry Goodman de tío y la bellísima Antje Traue hace de la dama del retrato. Y en una imagen, más que toma o escena, el versátil Moritz Bleibtreu hace de Gustav Klimt.


En resumen, una vez más, una actuación de Helen Mirren hace valedera la velada (valga la aliteración).Ah, dirigió Simon Curtis.

Gustavo Monteros

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