viernes, 13 de marzo de 2015

Siempre Alice



Si la tragedia griega persigue la purificación de las pasiones antisociales o malsanas a través de la identificación del espectador con el destino del héroe, algo así como “huy, menos mal que le pasó a él, porque esa macana me la podría haber mandado yo”; el melodrama de enfermedades persigue la licuación de la mala suerte con un espectador cruzando los dedos y diciendo: “que no me toque a mí, que no me toqué a mí, que no me toque a mí”. O sea otra forma de la catarsis por el terror.


El melodrama de enfermedades, insisto, es la forma más rústica y perezosa de desatar simpatía en el espectador. (Después de matar a la madre o la mascota de un niño protagonista, claro). Porque ¿quién no se conduele si a los cinco minutos de empezada la película al o a la protagonista, le asestan un diagnóstico inapelable de una enfermedad mortal que lo o la desbarrancará en sufrimientos paulatinos que sobrellevará con nobleza? Nadie. A menos que se tenga una psicopatía, o el o la protagonista sean ese actor o actriz que detestamos con vehemencia, en cuyo caso la catarsis es otra.


Pero por más que despotrique, me desgañite o me arranque los cabellos, el mundo seguirá haciendo melodramas de enfermedades. Dejando de lado el cáncer o el sida, a los que, por suerte, el progreso de los tratamientos ha vuelto menos aterradores, el mal más asustador que permanece incólume es el Alzheimer. Entonces será eso lo que le tocará padecer a la Alice del angustiante título original en inglés (Still Alice, es decir, Todavía Alicia, que aquí pasaron al más alentador de Siempre Alice). (Ah, “naturaleza muerta” en inglés se dice Still life, o sea que también este juego de palabras está presente en el título, sorry, in English, todas las connotaciones son deprimentes)


Alice (la grande entre las grandes, Julianne Moore), de todas las profesiones que podría tener, tiene la más pertinente para combinar con el Alzheimer: es psicolingüista. Una profesional reconocidísima que dicta seminarios en universidades y esas cosas. Y no va que un día se olvida una palabra, y otro se pierde mientras corre, y otro saluda dos veces a la nueva novia del hijo (y qué querés, si el chico cambia más veces de novia que de camisa…) entonces Julianne, perdón, Alice va al neurólogo que más temprano que tarde le dice que tiene Alzheimer. El marido, el bueno de Alec Baldwin, no lo puede creer porque Julianne, perdón, Alice, es joven todavía para esos trotes, anda recién pisando la cincuentena y ni la menopausia bien instalada tiene todavía. Pero que se le va a hacer, le tocó. Y por si esa tremenda cosa no fuera suficiente, los guionistas (y la novelista original antes de ellos) decidieron que tiene una variedad hereditaria o sea que se la pasó a alguno o a todos de los tres hijos que tiene.


Entonces Julianne, perdón, Alice, sufre mucho, mucho, mucho, tanto, tanto que Julianne, no Alice, se gana el Óscar a la mejor actriz. Óscar que tendría que haber ganado por otros papeles anteriores, mejores, más complejos y completos, pero ya se sabe los votantes del Óscar prefieren las actuaciones más obvias o subrayadas y nada como actuar enfermedades para eso.


En resumen, si a usted le gusta ver sufrimientos ajenos mientras cruza los dedos y reza que no me toque a mí, que no me toqué a mí, que no me toque a mí, ésta es su película semanal. Si en cambio, como yo, opta por entretenerse con algo más saludable, compre, alquile, robe o baje una, cualquiera, de Jackie Chan, que nunca ganará el Óscar, ni tendrá pretensiones de importancia, pero que al menos muestra con orgullo cuerpos y mentes haciendo prodigios. Entre la plenitud y la decadencia, yo hace rato hice la elección. La otra, se la mente o no se la mente, llega igual. ¿Para qué hacer horas extras?


Dirigieron Richard Glatzer y Walsh Westmoreland, y anda por ahí la siempre interesante Kristen Stewart.

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