jueves, 30 de octubre de 2014

El último amor



Si el mundo fuera justo, Michael Caine sería declarado patrimonio cultural de la humanidad, porque en esto de jugar a expresar emociones, grandezas y flaquezas humanas, el hombre es único. De allí que uno se alegre cuando tiene un personaje a desarrollar (como en este caso) y que uno se apene cuando está en una historia que no lo merece (también como en este caso).


Último amor es una de esas películas partidas, con una primera mitad buena apuntando a óptima y una segunda tan mala que cae pésima.


El Sr. Morgan (Caine, claro) es un norteamericano que deambula, como los tan de moda zombis, por París (la ciudad luz siempre es un plus). Solo perdura hasta que le llegue la hora de morir. La depresión que lo aqueja es muy comprensible porque ha quedado viudo nada más ni nada menos que de Jane Alexander (que lo ronda como un fantasma ya que cuando se recuerda a quien se ama, no hay muerte vencedora). Un acto de gentileza en un bus le permite conocer a Pauline (la luminosa Clémence  Poésy). Entonces el Sr. Morgan parece despertar a la vida otra vez. Todo nuestro interés y nuestra simpatía están con él. Hacemos mal porque la historia tiene otros derroteros, más crasos y vulgares. Para colmo de males la aparición de los hijos del Sr. Morgan, un antipático Justin Kirk y una algo sobreactuada Gillian Anderson termina por empeorar la cosa y mandarla bien al carajo.


Dirigió con poco tino esta vez Sandra Nettelbeck que en el 2001 nos regalara ese banquete que fue Deliciosa Martha sobre aquella chef alemana muy particular (Martina Gedeck) que de repente tenía que hacerse cargo de la sobrina, una chiquita de ocho años muy terca, mientras se sentía amenazada por la llegada de un nuevo cocinero italiano (Sergio Castellitto). Film que no mereció la horrible remake que le propinó Hollywood con Catherine Zeta-Jones y Aaron Eckhart rebautizada Sin reservas. Si pueden vean o revean el primero y huyan mucho del segundo.
 

Y en cuanto a este Último amor, no huyan demasiado, más que nada por Michael Caine, que vuelve visible hasta el bodrio más atroz. Aquí tiene un par de escenitas antológicas, con las que es imposible no conmoverse o sonreír, a pesar del dudoso acento norteamericano que intenta. Pequeña imperfección que ratifica su genio.

Un abrazo, Gustavo Monteros

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