domingo, 31 de enero de 2010

Nine

Sr. Espectador,


Usted puede llegar a disfrutar de esta película, pero primero es imperioso que lea estas advertencias.


1) Es la versión fílmica de una comedia musical basada en 8 y medio de Fellini. Si ha tenido la suerte de ver esta maravilla, proceda a olvidarse de Fellini, Mastroiani, Cardinale, Rota, Di Venanzo, etc. En este caso las comparaciones no son odiosas sino improcedentes. Es como comparar el Taj Mahal con una vivienda Anahí.


2) La música no es pegadiza ni verificable. No saldrá tarareando ninguna melodía salvo quizá "Be Italian" o "Cinema italiano" que consisten en una sola línea melódica repetida al infinito ("Be Italian" tiene al menos una tarantela en el medio). Esto en principio no es bueno ni es malo, pero no creo que tenga la paciencia de escuchar la banda de sonido otra vez para apreciar sus virtudes.


3) Las letras son llanas y carecen de toda elaboración poética. Podrían quitárseles la música y pasar por pedestres líneas de diálogo. Esto tampoco es malo en sí, es un estilo. Simple y nada elaborado.


4) La partitura (tuve el gusto de ver la versión teatral local con Juan Darthés y un elenco de actrices maravillosas que incluía a Sandra Ballesteros, Luz Kerz, Elena Roger, Ligia Piro, María Rojí, Mirta Wons, etc.) exige el contraste entre un tenor y un coro de mujeres. No hay otra voz masculina, salvo la de unos niños que cantan en registro de soprano. Pero dicho contraste jamás es agresivo, puesto que la tenoril es la voz más “femenina” del registro masculino. En la obra, que tiene como 200 canciones más que la película (gracias al Cielo, eliminadas), este contraste es notorio e interesante. Aquí pasa desapercibido.


5) Daniel Day Lewis no canta muy bien, tampoco mal. En mi modesta opinión, es uno de los actores más aburridos y “técnicos” del planeta. Aunque aquí, nobleza obliga, como anda medio perdido con las dificultades que plantea un musical, está un poco más entretenido que de costumbre.


6) El resto del elenco lo componen un ramillete de divas. Todas con una canción, excepto Marion Cotillard, que tiene dos. (Sí, hay justicia en el mundo). Penélope Cruz es la amante. Nicole Kidman es la musa. Sophia Loren es la mamma. Judy Dench es la confidente. Kate Hudson es una periodista. Fergie, la sensual prostituta. Marion Cotillard, la sufrida esposa cornuda. Tanta chica bonita hace que haya un exceso de lencería y que por momento parezca un catálogo filmado de Victoria’s Secret o de Karina Rabolini.


7) Penélope está preciosa y repite su estereotipo de latina calenturienta. Nicole Kidman necesita amigarse con su edad, ya tiene 42 años y el bótox, las mini cirugías y la tonelada de cremas que se pone le dan la lozanía de una muñeca de cera. Eso está bueno para las fotos, pero para actuar se le vuelve en contra, la hace inexpresiva y hierática. Sophia Loren por culpa de tantas operaciones estéticas es una sombra de lo que fue, parece más joven de lo que es (75 años), pero es otra mujer, que rememora a duras penas la Sophia que amamos. Kate Hudson tiene un numerito divertido y gusta. Fergie canta potentemente y zafa. Judi Dench es una grande y como tiene más sabiduría que un zorro viejo no queda malparada. Y Marion Cotillard ratifica su altura de actriz inmensa, la amargura y el dolor que expresa son innegables y conmueven. Fue lo mejor de Enemigos públicos, es lo mejor de esta película.


8) Rob Marshall es un mercachifle que patentó una fórmula que le permitirá llevar cualquier musical a la pantalla. Lo que parecía algo creativo en su Chicago, no es más que una receta efectiva. Si se suma un montaje rapidito, luces teatrales, la mayor cantidad de gente en los números importantes y los encuadres más obvios posibles, se obtendrá el estilo Rob Marshall. Además como carece de vergüenza, roba, perdón, homenajea de donde le quede cómodo, desde Cabaret hasta algunos videos de Madonna y The Police. (Duda inquietante: ¿cuándo dejarán de robar, perdón, abrevar en Cabaret? A esta altura, hasta a mí se me ocurren números con sillas y chicas que no copien nada del “Mein Herr” de la Minnelli.)


9) Es la historia del bloqueo creativo de un director de cine. A ayudarlo aparecerán las mujeres de su vida. Al final nos quedará en claro que es un hombre que sólo puede amarse a sí mismo y quizá a su arte.


10) Lo extraño es que a pesar de todas estas cosas en contra, el film puede seducir. Al menos, aunque lo intenté, no pude odiarlo.

Un abrazo
Gustavo Monteros
(Si van, no se levanten pronto de la butaca, junto con los títulos finales, se ve a las divas ensayar los distintos números musicales. Es muy atractivo.)

Invictus

Su método de trabajo puede parecer engañosamente sencillo. Sin embargo es endiabladamente difícil. Por eso su obra es extraordinaria y no la media habitual. Por eso no tiene epígonos, acólitos o plagiadores.


Consiste en tomar una historia. Cualquiera. Y contarla de la mejor manera posible.


Su arte no está en celebrarse a sí mismo, sino en servir al público. Entretenerlo. Emocionarlo. Provocarlo.


Ése es su secreto.


Es el último de los maestros clásicos. El más grande, el más humilde, el más simple.


Hace esta vez un recorte de la epopeya de Mandela, el que tiene que ver el Campeonato Mundial de Rugby de 1995.


El material le plantea tres grandes dificultades. Mandela es un hombre tan inmenso que se tiende a santificarlo. Canonizar a un personaje es lo peor que se puede hacer. En el momento en que damos por sentado que es un santo, deja de interesarnos. Se aparta de nosotros, se sube a los altares y pierde todo misterio. Clint Eastwood y Morgan Freeman se ocuparán de que eso no ocurra. Nunca. Por más sobresaliente que sea su conducta, Mandela en el film no deja de ser un hombre. Mejor que la mayoría, pero hombre al fin.


Superado ese escollo, Eastwood enfrenta el siguiente. Debe lidiar con un campeonato del que la mayoría sabe el resultado. Trata un hecho histórico, no unos partidos ficcionales. Tampoco pretende engañar a los que nada saben de rugby con un suspenso de pacotilla. El título es sí es una confesión de partes. Y aquí empieza a tallar su maestría para los detalles y la empatía con el espectador. Comunica cabalmente la desazón, la angustia de cuando hay algo importante en juego y el resultado final está lejos de saberse.


Y la dificultad máxima. El rugby no es precisamente un deporte tan popular en el mundo como el fútbol, el básquet o el boxeo, por ejemplo. ¿A quién corno podría interesarle ver una película sobre un deporte del que lo ignora casi todo? De nuevo entra en juego la astucia del maestro. Nos dará pistas de lo que es fundamental para comprenderlo, pero no nos atosigará e irá haciéndonos comprender que aunque en su superficie es la historia de una hazaña deportiva, a él como a nosotros nos interesan otras cosas. Y la anécdota del film es sólo una excusa para contarlas. Como la superación de adversidades, la solidaridad, la soledad del liderazgo, la posibilidad de hallar algo que nos una.


Al igual que siempre no le teme al género. Sabe que sea éste una comedia, un drama, un thriller, un musical, un western, una biografía, etc. al contar bien la historia, el género le permitirá transparentar otras cosas. Cargarlas de sentido. Perfilarlas con nitidez.


Aquí ni hasta el más despistado cree que está viendo nada más que una “de deportes.” Y no sólo porque Mandela ande metido. No. Las historias paralelas, las subtramas, los pormenores nos informan permanentemente de qué va la cosa. Nada sobra o es tramposo. Las escenas de expectativas no cumplidas, de suspenso falso no son engaños para mantenernos interesados. Nos cuentan que más allá de todo, Mandela es un hombre en permanente peligro.


Hay numerosas secuencias magistrales. Elijo tres. Por elegir algunas. La del paso del auto de Mandela, al principio, entre los dos grupos de chicos, los blancos y los negros. La de la sirvienta negra en la casa de los padres de Matt Damon. Y la del pibe negro, los dos policías blancos y la radio durante el partido, que me recordó al mejor De Sica.


Freeman y Damon son dos actores maravillosos. Lo que hacen es glorioso. Pero todos están muy bien, no hay fisuras en el elenco. Del primer actor al último extra. No es para menos, hay un documental en el que se ve dirigir a Eastwood, trata como estrellas hasta el más insignificante de los extras. Sabe que nadie hace bulto en una escena, que todo cuenta.


No se la pierdan. En un mundo en el que hay de todo menos grandes maestros. Esta película es un lujo que nos tenemos que permitir.


A propósito de la crítica cinematográfica


Toda obra admite una diversidad de lecturas. Cuando se la analiza, se toma distancia y sobreviene la evaluación. Si a dicha evaluación la preceden ejemplos y explicaciones sólidas, estamos ante una lectura seria. En cambio si la evaluación está precedida de adjetivos, estamos ante una opinión caprichosa e histericona.



Me he pasado la vida leyendo críticas y sé que a veces los críticos se equivocan, y mucho. Por momentos se aglutinan para poner por las nubes películas sin valor ni relevancia. En otros, demuelen obras valiosas condenándolas a que el tiempo las redima. (Las buenas películas a la corta o a la larga encuentran su público.)


¿Por qué se da esta psicosis colectiva entre los críticos?, no lo sé. Lo que sí sé es cómo funcionan los miedos y los preconceptos. Cuando han dilapidado toda su admiración en una obra de tal o cual director, a la siguiente obra de ese mismo director, por más buena que sea la llenan de dudas y peros, no sea cosa que los tilden de fanáticos o de poco ecuánimes. Esto antes, cuando los grandes maestros estaban activos, se notaba mucho más. Si una película de Bergman, Fellini, Visconti, etc. los había deslumbrado y así lo habían dicho, a la siguiente película la devaluaban considerándola "un paso en falso" o no estando "a la altura" de la precedente. Una estupidez y muchas veces toda una injusticia.


Hoy, en que casi no hay grandes maestros, derrochar energía en prejuicios me parece no sólo una pérdida de objetividad sino el desaprovechamiento de oportunidades cada vez más escasas.


Digo esto porque algunos críticos le han bajado el pulgar a esta buena película, (vienen de poner adecuadamente en un sitial de privilegio a Gran Torino) pero no han cimentado su análisis con ejemplos atendibles sino con adjetivos discutibles. Han dicho que es "declamatoria, obvia, maniquea, hagiográfica, hollywoodense, grandilocuente y convencional." Como se trata sólo de adjetivos, yo sostengo los contrarios y digo que es "expresiva, clara, contundente, profana, clásica, operística y tradicional."


Eastwood me apasiona, creo que es uno de los indiscutiblemente grandes de este momento. No está exento de cometer errores, (los hemos visto y los hemos reconocido) pero descalificar una clara instancia de sus virtudes para proteger supuestas reputaciones de “objetividad”, a esta altura del partido me parece una pavada. Véanla, por favor. La discusión está abierta.

Un abrazo,
Gustavo Monteros

sábado, 23 de enero de 2010

Amor sin escalas

Ryan (George Clooney) es un canalla feliz. Su trabajo es detestable. Viaja de aquí para allá comunicándole a la gente que está despedida. Se siente en su elemento en los aeropuertos, los aviones y los hoteles anodinos e impersonales. Su ambición es llegar a los diez millones de millas como viajero frecuente. Dos mujeres se cruzarán en su camino. Alex (Vera Farmiga), quien parece ser la horma de su zapato y Natalie (Anna Kendrick), quien puede dejarlo sin los placeres de su trabajo.


El título en castellano es engañoso, no estamos ante la típica comedia romántica que sugiere. Lejos de ello. Este interesantísimo film es muchas cosas a la vez. Es la exploración de algunos males del capitalismo. Una reflexión sobre las apariencias, el egoísmo y la libertad. Y también una reformulación de los valores del género romántico (la glorificación de la pareja) desde una perspectiva más cínica. Pero creo que esencialmente es una peripecia de aprendizaje. Decir algo más es arruinar las sorpresas.


Jason Reitman está forjando una carrera lúcida y envidiable. Viene de hacer Gracias por fumar y La joven vida de Juno, comedias amargas, caústicas y brillantes. Aquí, otra vez, tanto como director y guionista, hace un trabajo notable.


George Clooney es la elección ideal para el papel. Es de esas coincidencias perfectas entre actor, personaje y película como las que se dieron entre Robert De Niro y Taxi driver, Julie Andrews y La novicia rebelde, Jack Nicholson y Barrio chino, Liza Minnelli y Cabaret o Paul Newman y La leyenda del indomable. Los vericuetos del film no funcionarían con otro actor. El personaje puede ser odioso, pero la imprescindible simpatía para que la historia nos interese no lo abandona porque es George Clooney quien lo interpreta.


Vera Farmiga entrega la dosis justa de inteligencia y sarcasmo. Anna Kendrick con una filosa cola de caballo redondea un personaje inolvidable. Y están muy bien Jason Bateman (el de Arrested development) como el jefe pragmático e impiadoso, y Amy Morton como la endurecida hermana mayor de Ryan.


El único pero son los testimonios finales, puestos para “endulzar” un poco el acíbar. Innecesarios, abaratan con su toque “Hollywood” una propuesta adulta e inteligente.


Merece verse. El amor, como el dinero, no lo es todo, pero cómo ayuda. Aunque no sé, la mirada final de Clooney sugiere que quizá era más feliz cuando era “ignorante.”

Un abrazo,
Gustavo Monteros

domingo, 17 de enero de 2010

Sherlock Holmes

Leía por ahí que, si se lo analiza bien, contrariamente a lo que se cree, Sherlock Holmes no es un personaje con una caracterización sólida y rotunda, sino un individuo ficcional con una colección de rasgos. Si se sigue este razonamiento, ¿qué hace que Sherlock sea Holmes? Ser pagadísimo de sí mismo, tocar el violín, ser un maestro del disfraz, poseer una observación aguda, tratar a todo el mundo, en especial al Dr. Watson, con una condescendencia feroz y propender a la megalomanía, la depresión, la droga, el poco aseo personal.


Se sostiene entonces que, si estos elementos están presentes, tendremos a Holmes. De allí que los numerosos actores que lo interpretaron en otras tantas películas y obras de teatro, sólo tenían en común estas características. Su espíritu variaba según el actor y el director. En oposición a, por ejemplo, el detective belga creado por Agatha Christie, Hercule Poirot, que exige una interpretación unívoca de sus manías para ser corporizado cabalmente.


La contribución más notoria que hace Guy Ritchie a la tradición del personaje es transformarlo en un super héroe de acción. No es que en el pasado no haya pegado un par de trompadas para neutralizar a algún malo, pero ahora no tiene nada que envidiarle a Bruce Willis. Sigue tan arrogante como siempre, pero esta vez nuestra simpatía está con él. Antaño Sherlock despertaba nuestra admiración, respeto o comprensión pero nuestro cariño estaba puesto en el Dr. Watson. Ahora si el famoso detective mete la pata, le importa, como con el chiste del carruaje y el policía. Por primera vez, Watson comparte la empatía que despierta con Holmes. Ritchie también extrema la cuerda del homoerotismo. No se hagan cruces, todo es simbólico, entre ellos todo sigue tan casto como siempre, pero esta vez claramente parecen una pareja mal avenida en la forma y bien avenida en lo esencial. Se coquetean, se celan, se tiran ingeniosidades. Son lo más parecido a Cary Grant y Rosalind Russell en His girl Friday que se haya visto en años. Sherlock sigue siendo el chico más listo de la cuadra, pero ahora Watson no le va a la zaga en malicia e intencionalidad. Más que tocar el violín, ahora lo rasca. Es como el equivalente para el detective de la pelotita de goma que al apretarse, distiende y ayuda a concentrarse. De la droga ni se habla, no es necesario. La presencia de Robert Downey Jr. lo dice todo. El actor trae consigo la mística de su turbulento pasado de drogas. Y sus poderes de observación acentúan más lo fantasioso que lo lógico.


El maridaje de Guy Ritchie y Hollywood ha probado ser muy conveniente para ambos. Ritchie pone sus juegos de acelerar o desacelerar sus fotogramas al máximo, la precisión quirúrgica del montaje sonoro, el gusto por ser cool y Hollywood le brinda toda la potencia de su parafernalia técnica. Gracias a Dios no se les dio por la pavada del 3D, pero le dan a la digitalización con alma y vida. Lo irónico de la digitalización es que cuanto más avanza, más se parece a los telones pintados que se usaban en los montajes teatrales a fines del siglo XIX.


La historia ronda por las misteriosas sectas milenarias estilo Dan Brown, pero la anécdota es secundaria. Importan más los personajes y los jueguitos de la puesta en escena que los vericuetos del argumento. El archienemigo de toda la vida, Moriarty, aparece en las sombras y preanuncia la continuación, que será bienvenida, porque esta presentación les abre un buen crédito.


Robert Downey Jr y Jude Law se divierten y contagian. El gran Eddie Marsan es el torpe Lestrade y Mark Strong, de sugestiva caripela, es el malo de turno. Rachel McAdams y Kelly Reilly son las bellas de la velada. En lo personal me quedo con la morocha McAdams.


Un retorno que no será la mar de glorioso, pero que si es muy gozoso.

Un abrazo,

Gustavo Monteros

Buenas costumbres

Noel Coward es mi hombre orquesta favorito. Dedicó su vida a entretener. Fue actor, director de cine y de teatro, comediógrafo, dramaturgo, guionista, novelista, compositor y unos cuantos etcéteras más. Gozó de muchísimo éxito. La facilidad con que prodigaba sus talentos no contribuyó a que se lo tomara en serio. Pero un día, gracias al teatro del absurdo, la corriente comenzó a cambiar. Alguien notó la influencia de la arquitectura de sus diálogos en Esperando a Godot de Beckett, y Harold Pinter no sólo lo eligió uno de sus dramaturgos favoritos sino que puso a escena varias de sus obras. La muerte lo sorprendió en plena ola de valoración crítica, no creo que esto le haya importado mucho, le interesa más la popularidad y el amor del público.


Y es de esos autores en quienes hasta la peor de sus obras es recompensadora e intrínsecamente divertida. Digo esto porque Easy virtue, título original del film y título de la obra en la que se basa no es uno de las mejores trabajos de Coward. Sin embargo tiene conflictos, situaciones y diálogos por los que más de un mediocre guionista del Hollywood contemporáneo vendería a su madre.


Es una comedia de costumbres que contrasta la hipócrita y moribunda aristocracia británica que seguía ignorando los efectos de la Primera Guerra Mundial y la pujante Norteamérica camino a convertirse en el nuevo árbitro mundial. Un imperio muere y otro nace. Conflicto semejante se hilvana nada más ni nada menos que en una comedia de suegras.

Sí, el bebé de mamá (Kristin Scott Thomas) se casó con una impúdica yanqui (Jessica Biel). Habrá sorpresas, vueltas de tuerca y a la larga algo de sinceridad.


Stephen Elliot se revela como un director poco apropiado para dirigir esta comedia. Le pone garra, arte y oficio, pero nunca termina de hallar el tono correcto. Y ése es el problema fundamental de esta comedia de Coward. Camina constantemente en el filo del drama y de la comedia y debe seguir allí sin desbarrancarse ni para un lado ni para el otro. Kristin Scott Thomas, Colin Firth (que ya se luciera en otro Coward llevado al cine: Relative values con la gran Julie Andrews) y Kris Marshall (el mucamo) tocan la cuerda correcta. La hermosa Jessica Biel y los demás jóvenes miembros del reparto se esfuerzan, corporizan sus personajes, y redondean buenos trabajos, pero no llegan nunca a jugar la comedia en el estilo correcto.


A pesar de estos reparos, creo que merece verse. Aunque más no sea por la agudeza y rapidez de los diálogos. Delicias así ya no abundan.


Ah, la bellísima canción del comienzo es de Noel Coward. Devolvámosle el piropo que él le endilgaba a medio mundo: Si no existieras, habríamos tenido que inventarte.

Un abrazo,
Gustavo Monteros

viernes, 15 de enero de 2010

La joven Victoria

Desde los tiempos de Shakespeare (y quizá antes si incluimos la tragedia griega) el público sintió debilidad por las historias de las testas coronadas. Era una posibilidad de espiar la intimidad de los poderosos y de disfrutar del pageantry (la pompa, el boato, el esplendor del lujo). (Sí, antiguamente las obras con reyes eran como el equivalente de la comedia musical tradicional, mucha gente, mucho vestuario, mucho cambio de escenografía, el sinónimo del gran espectáculo).

El cine recurrió a los reyes con el mismo propósito y el público respondió con igual morbo. Se generó prácticamente un subgénero: el drama histórico regio. Se trata de melodramas que endiosan más que denostan a algún miembro del club real.

La joven Victoria de Jean-Marc Vallée cumple con todos los requisitos del subgénero. La infancia triste de la niña poderosa encerrada en su jaula de oro, las intrigas palaciegas, la costosa ascensión al trono, el enamoramiento del príncipe azul, y dificultades varias para poner un punto final en algún momento más o menos feliz. Todo para que nos convenzamos de que nuestra suerte no es tan mala si se la compara con el sufrimiento de los poderosos (algo así como Los reyes también lloran).

Es una buena película, pero su principal mérito, la mesura, es también su trampa. Estos films caen generalmente en dos categorías, que podríamos llamar: la del ad libitim; la libertad de mandar la precisión histórica por el inodoro y armar un drama romántico y desmesurado (como en Elizabeth (1998) y Elizabeth: The Golden Age (2007) de Shekhar Kapur) y la del de profundis o sea ahondar en el período histórico para ver qué verdad reveladora puede desentrañar (como en Nicholas and Alexandra (1971) de Franklin J. Schaffner o la bellísima miniserie The Lost Prince (2003) de Stephen Poliakoff).

Hasta dónde puedo recordar de lo aprendido en Historia de Inglaterra en la facultad, Jean-Marc Vallée se atiene fielmente a los hechos, pero a su exposición correcta y bienintencionada le falta pasión. Lo que no quita que su película se siga con atención y entretenga todo el tiempo.

El elenco, integrado en su mayoría por actores ingleses, es impecable. En las academias de arte dramático inglesas debe de haber una materia que se llame Aristocracia, Nobleza o Realeza, porque los actores “respiran” los conflictos de los hombres de encumbrada prosapia como si fueran de sangre azulísima y nacido en cunas de oro, cosa que doy fe que no es así por haber espiado en sus biografías.

Pero quien más contribuye al espectáculo es Emily Blunt como Victoria. Se merecía el gran protagónico en cine que ya había disfrutado en televisión y teatro. Más que nada recordada como la primera asistenta de Meryl Streep en El diablo viste a la moda, la Blunt vuelve hipnótica a Victoria. Es hermosa, intensa, misteriosa y una gran actriz, a pesar de su juventud. Y… el talento es el talento. Hay una escena de “sueño” en la que Emily mira a la cámara, o sea nos mira a nosotros, y entramos en una perturbadora y seductora intimidad con ella. Un momento inolvidable.

A la regordeta y feucha Victoria de la vida real le hubiera encantado tener la silueta y la cara de la Blunt. No en vano, el cine es un paraíso de la fantasía.

Un abrazo,

Gustavo Monteros

viernes, 8 de enero de 2010

Enamorándome de mi ex

Meryl Streep, como todo grande, desata pasiones abrasadoras u odios furibundos. Saben de qué lado estoy. Procuro escribir sobre sus películas ya que atraviesa un período excelente. Dos amigas, que le tienen tirria, desestiman mi apreciación de Meryl diciendo que es porque le tengo “cariño”. Quisiera que entraran a YouTube y que vieran una detrás de la otra las “colas” de Mamma mía, La duda, Julia y Julie y Enamorándome de mi ex y que luego me dijeran si mi admiración es producto sólo de mi amor. No creo que lo hagan, no por darme la razón sino para seguir detestándola.


Meryl es lo mejor de Enamorándome de mi ex. No hace una caracterización como en Julia y Julie, parte de su persona y de la imagen que proyecta y da una actuación cómica “realista”. Llena cada segundo que está en pantalla con matices, intenciones, emociones, y redondea otra actuación magistral inolvidable. Y que me lo discutan… si pueden.


Lo demás es mérito o culpa de Nancy Meyer, la autora y directora. Nancy ha patentado la fórmula de la comedia bonita, superficial y encantadora que roza temas “importantes” que alientan las fantasías de las mujeres de edad mediana. Su método es hacer que las protagonistas se corran de su vida cómoda por un rato, aprendan algo a través de una relación y terminen más sabias y satisfechas sexualmente. Revitaliza los lugares comunes del género con módica creatividad, escasa gracia y poco cinismo. Pero sus films son destacables y quizá memorables por las oportunidades de lucimiento que reciben sus protagonistas. Cuando se enumeran sus obras es relevante mencionar sus elencos. Lo que ellas quieren (What women want, 2000) Mel Gibson, Helen Hunt, Alan Alda, Marisa Tomei, Bette Midler; Alguien tiene que ceder (Something’s gotta give, 2003) Diane Keaton, Jack Nicholson, Frances McDormand, Amanda Peet; El descanso, el amor no se toma vacaciones (The holiday, 2006) Cameron Diaz, Kate Winslet, Jude Law, Jack Black, Eli Wallach, Edward Burns, Rufus Sewell, su única aventura con gente más o menos joven. Su primer film es el menos personal, un encargo de la factoría Disney: Juego de gemelas (The parent trap, 1998) con Lindsay Lohan, Dennis Quaid y Natasha Richardson. El más interesante quizá sea el que protagoniza Mel Gibson, que casualmente es el que tiene otros guionistas.


En el caso que nos ocupa, el estúpido y obvio título en castellano nos cuenta toda la historia: Enamorándome de mi ex. El título original en inglés, sin ser un dechado de ingenio, es un poco más sutil: It’s complicated (Es complicado).


Es agradable de ver, se sigue con interés y provoca algunas sonrisas. La Meyer hace cine pochoclero para mujeres, el equivalente femenino de los tanques de acción para hombres. De nuevo no se desintegrará en el olvido por la magia de los actores. Como ya dijimos, Meryl está soberbia. Alec Baldwin desempolva su bagaje de trucos, que no son pocos. Lo que llama la atención es el opaco personaje que le tocó en suerte a Steve Martin. Aprovecha, eso sí, para dar una lección de humildad y generosidad. De todos modos, se extraña su luminoso histrionismo, pero ¿quién podría culparlo por aceptar un personaje menor y poco carismático si el precio a pagar es tener todas las escenas con la impar Meryl?

Un abrazo,

Gustavo Monteros

Avatar

Cuando le dieron el Óscar por Titanic, James Cameron imitando al personaje de Di Caprio, dijo “Soy el rey del mundo.” No sé si tanto. Pero sin duda es el rey del cine pochoclero. Su influencia es notoria, sus "tanques" abren surcos que después la industria cinematográfica sigue a pie juntillas. Al hombre no le falta talento, sabe contar historias seductoramente, arma puestas en escena elocuentes y construye alguna que otra imagen sugerente. Pero me cuesta tomarlo en serio.


El cinismo no determina mi cautela sino la experiencia de haberme tragado muchos sapos. No desconfío de la popularidad cuando es el resultado natural de lo que se cuenta, pero cuando la ambición de vender entradas a mansalva se privilegia por sobre lo que se cuenta, me saltan todas las alarmas. Para dar ejemplos vernáculos, es la diferencia que va del cine de Campanella al de Gerardo Sofovich. La que va del compromiso con lo que se cuenta y la esperanza de obtener repercusión a la del cálculo de armar cosas seguras y la especulación de poner lo que está probado y gusta.


Salvo Terminator 1 y Mentiras verdaderas, a Cameron las historias le salen remanidas. Avatar no es la excepción. A esta historia la hemos visto 700.000 veces en otras tantas películas.


Un crítico entusiasta, que debe ser muy joven, decía que no se trataba de lugares comunes sino de arquetipos que se entroncaban en el mito. El análisis le cerraba y le quedaba bonito. Podemos también aplicar la teoría lacaniana a una vieja película de Enrique Carreras, la especulación puede quedarnos preciosa, pero no por eso Mi marido hoy duerme en casa será más relevante y profunda.


No ahondaré en el argumento, está perfectamente resumido en la "cola" que se ve por todas partes.


Me detendré en cambio en las contradicciones, que no son las de Cameron sino las de la sociedad yanqui.


La película es antibébica, hace un obvio tiro por elevación a la guerra de Irak que dice que está mal pero muy mal. Todo muy bonito, pero la película está pagada por Fox, estudio presidido por el Sr. Rupert Murdoch, prohombre de la derecha yanqui ultraconservadora. Claro, al Sr. Murdoch le importa un comino que el film ataque lo que él sostiene, siempre y cuando le dé mucho dinero…


El film es muy ecológico, pero para ejemplificar cómo defender a este planeta, crea un planeta virtual que vale 250 millones de dólares.


Tiene también un mensaje anti tecnología, emitido por medio de la tecnología más avanzada del mercado.


Está en contra del imperialismo, pero por patotería de distribución se obliga su exhibición en todas las pantallas del planeta.


Se opone al capitalismo, celebrando el triunfo del capitalismo a través de su inmenso éxito. Los yanquis son así, si su patrioterismo vende, te venden la banderita de rayas y estrellas a más no poder. Y si lo que vende es rasgarse las vestiduras por los errores y los excesos de su patrioterismo, te venden su arrepentimiento. Su sentido moral es cuanto menos cuádruple. Como dice la canción de Chicago: A la gilada dale circo, dale un lindo show.


Todo este revival de ideología hippona-sesentista está expresada en términos tan elementales que ofenderían a un chico de pre escolar.


Se la presenta como la película que cambiará nuestra manera de ver el cine. Márketing puro, Cameron gasta tanta plata que a sus films se los promociona siempre exageradamente. Muchos temen que gracias a los adelantos técnicos con el tiempo se prescinda de los actores. No, por más que estos muppets azules (actores manipulados digitalmente) sean más expresivos que unos cuantos actores y actrices de carne y hueso que son como estatuas con tétano, jamás podremos prescindir de Jim Carrey, Goldie Hawn o quienquiera que sea su comediante favorito. Los muñequitos "recrean" bien a los seres humanos, pero no son humanos.


En resumen, es bella, deslumbrante, entretenida, pero también pueril, zonza, cursi.


Si James Cameron es el rey, no me queda más remedio que ser su súbdito. Lo que nunca seré es su cortesano. Es un gran vendedor de ilusiones, pero de ahí a considerarlo un genio o llamarlo maestro, por favor, seamos serios.

Un abrazo,

Gustavo Monteros