jueves, 23 de octubre de 2008

La flauta mágica

El cine se lleva bien con la ópera. No es de extrañar, son parientes cercanos. Sí, el cine es el hijo bastardo del teatro, la novela y la ópera. Cada vez que nos machacan con una melodía dulzona procurando emocionarnos o arrancarnos alguna lágrima, toda vez que el contrabajo ominoso anuncia que los problemas se avecinan, cuando la música chirriante denuncia la presencia del tiburón asesino o que Anthony Perkins matará en la ducha a Janet Leigh, siempre que la marcha triunfal saluda la presencia del héroe, cuando la escena adquiere una espectacularidad grandiosa con cientos de extras en desfile o en batalla, si el escenario es tan amplio que se necesita más de una mirada para abarcarlo, en el momento en que Meryl Streep se permite una emoción extraordinaria y llora con profunda congoja en la camioneta porque Clint Eastwood se va de su vida para siempre, cuando Robert DeNiro toma a lágrima viva la cabeza perforada de Christopher Walken en el final de El Francotirador, se nota clara la influencia de mamá ópera.

En sus escasas apariciones en la pantalla grande, la ópera lució oronda, magnífica y aseñorada. Francesco Rosi (Carmen), Joseph Losey (Don Giovanni) y Frédéric Mitterrand (Madama Butterfly) la llevaron a los escenarios naturales en los que transcurren sus argumentos. Franco Zeffirelli (La travista, Otelo) la retrató en su opulenta artificiosidad.

La flauta mágica de Mozart se cimienta en la fantasía para elaborar una metáfora que habla de la superación de los males para lograr la hermandad del hombre. Dicha fantasía posibilita la multiplicidad de lecturas y La flauta mágica ya tuvo la suerte de llegar dos veces al cine. Ingmar Bergman no ahondó en la metáfora, pero (teatrero como pocos) la aprovechó para celebrar la teatralidad y el poder de la imaginación. Puso a la luminosa hija (una adolescente por entonces) que tuvo con Liv Ullman a ver una representación y dejó que la imaginación de la joven jugara con la puesta en escena, modificándola a su antojo. (La primera escena es inolvidable, los músicos tocan la obertura y la cámara toma la cara de la hija y del resto del público que la acompaña. Los rostros reflejan la expectativa que se tiene ante un espectáculo que se ansía ver. ¡Gracias, Ingmar! Bergman no tenía una opinión muy halagüeña del género humano, pero creía que el teatro era algo que hacíamos bien.)

Kenneth Branagh habla en esta versión de la superación de los conflictos bélicos y pone como punto de partida la lucha de trincheras de la Primera Guerra Mundial.
Su concepción es audaz, imaginativa, bella y espectacular.

Si nunca se han aventurado en el mundo de la ópera, esta película es una excelente posibilidad introductoria, aunque algunas aclaraciones son necesarias.

La ópera es una forma antigua de entretenimiento y exige una canal de acceso. Se dice que disfrutarla es un gusto adquirido, no natural ni espontáneo. Ante cualquier expresión musical contemporánea, uno accede directamente y se deleita o la detesta de inmediato. Pero uno no se expone a casi tres horas de música de otro tiempo y la aprecia instantáneamente. Para empezar, es mucha música toda junta; para seguir, a veces las modulaciones de sus partes son muy sutiles (al oído no entrenado le parece tres horas de lo mismo) y para finalizar, está cantada a toda voz (a los gritos dirá el oído no iniciado) y en idiomas extranjeros. Familiarizarse con ella requiere paciencia, constancia y la intuición de que tanto trabajo deparará recompensa. Algunos quedan a mitad de camino y dicen: esto no es para mí. Otros llegan hasta el final y la aman para toda la vida.

Gustar de sus arias destacadas no demanda mayor esfuerzo. Son como los hits de un álbum contemporáneo (¡si hasta podemos bailar con el brindis de La traviata o con La donna è mobile de Rigoletto!) Pero seguir un argumento teatral musicalizado y cantado en una lengua desconocida puede resultar árido y desalentador. (Al comienzo de mi iniciación en la ópera más de una vez me pregunté: ¿qué le pasará a esta gente?) Además, aunque los operómanos puristas me tilden de bárbaro, apóstata o blasfemo, diré que no contribuye a ganar nuevos adeptos que a menudo en las óperas haya largos pasajes de relleno que no dicen nada y son reiterativos y muy poco creativos.

Es que en los tiempos pasados, no se iba a la ópera exclusivamente a escuchar música. Era también un rito de sociabilidad. Se iba a mostrarse, a afianzar vínculos comerciales, a ratificar una posición social, a concertar matrimonios, a lucir galas y joyas. Sabedores de que eso pasaba, consciente o inconscientemente, los compositores no se esforzaban por crear tres horas de música imperecedera. Mostraban chispazos de genio entre parrafadas de cháchara musical como acompañamiento a las desviaciones de atención y a las conversaciones en voz más o menos baja del público. Pero la tradición sacralizó al compositor y no se permitió nunca la revisión crítica del material.

En el teatro de prosa, ninguna obra de teatro clásica se representa hoy tal como fue escrita o estrenada. Siempre hay una adaptación. Los gustos, los hábitos, las necesidades han cambiado, y el espectador hoy es distinto. Si nos dieran Casa de muñecas hasta con la última coma que puso Ibsen, nos moriríamos de aburrimiento, y lo que Ibsen quiso decirnos no nos llegaría con claridad y contundencia. Al público del siglo XIX era necesario darle lata y tiempo para que comprendiera los conflictos que se le planteaban. Hoy estamos mucho más duchos y captamos más rápido. El radioteatro, el cine y la televisión hicieron que decodifiquemos mucho más velozmente el arte de la representación. Además, toda historia representada ambiciona la popularidad y allana los caminos.

La ópera no pasó ni pasa por similares adaptaciones o modificaciones. Al ir perdiendo popularidad, las clases adineradas la defendieron como si fuera una prerrogativa cultural propia. La preservaron intacta. La convirtieron en un deporte para iniciados, dejando afuera a la mayor cantidad de gente posible. La disecaron. La embalsamaron. Quizá sólo se trató de otro ejemplo del recalcitrante conservadurismo habitual de las clases acomodadas. Así como existe un Romeo y Julieta de Shakespeare según la traducción de Pablo Neruda, Un enemigo del pueblo de Henrik Ibsen según Arthur Miller o Las troyanas de Eurípides según Jean Paul Sartre, no existe un Barbero de Sevilla según tal o cual puestista o director musical.

Perdón, la historia contemporánea registra una excepción. Hace algunos años, Peter Brook montó una Carmen como si se tratara de una obra teatral clásica. Se tomó todas las libertades. Eliminó secciones enteras de la partitura, cambió el orden de las arias y pidió reorquestaciones. Fue un experimento solitario e inútil. Los que la vieron la apreciaron mucho, pero extrañaron la versión acostumbrada que tanto conocían. (Convengamos que con Carmen, Bizet se permitió poca cháchara, lo que acentuaba la audacia de Brook.)

Y así padecemos otra ironía en nuestras vidas. Ahora que vamos al teatro sólo para disfrutar del espectáculo, soportamos estoicamente maratónicas sesiones musicales de la época en que la gente iba al teatro a hacer sociales, negocios o de levante. (Hoy también podemos ir al teatro para hacer estas cosas, pero las hacemos a la entrada, la salida o en los intervalos, nunca durante la representación.) En Amadeus, Milos Forman nos muestra como el público popular vivía la ópera. Esto se ve claro tanto en la escenificación de la bufonada sobre Don Giovanni como en el estreno de La flauta mágica. El público le grita a los actores, se ríe a carcajadas, interrumpe la acción, pide bises. El clima que se vive es similar al que se experimenta hoy en día en un concierto de rock. ¡Qué distinto del envaramiento con que se ve hoy una ópera, con esos códigos estrictos que prohíben la espontaneidad!
Aun si un cantante o los músicos nos emocionan, no podemos expresar nuestro entusiasmo, debemos reprimirnos y esperar la pausa para el aplauso que dicta la tradición. (El purista, como todo fanático, es un poco estúpido.)

Una última cosa, así como la de Bergman estaba cantada en sueco, esta Flauta mágica está cantada en inglés. En la actualidad, en Inglaterra las mismas óperas se cantan tanto en sus idiomas originales como en inglés. A las primeras, se las designa óperas clásicas, a las segundas óperas populares. Traducirlas al propio idioma implica la voluntad de hacerlas asequibles a la mayor cantidad de público, privilegiando la propia cultura y el sentido del espectáculo.

Otro absurdo institucionalizado. Aquí no representamos a Ibsen en noruego o a Chejov en ruso, pero oímos óperas en francés, italiano o alemán, aunque no entendamos un corno de esos idiomas. (Una vez le pregunté a mi profesora de canto, que era una cantante lírica, por qué aquí las óperas no se cantaban traducidas. Muy simple, me dijo, porque los maestros (o sea los directores de orquesta) lo vivirían como una traición a los compositores y a los valores literarios de los libretistas. Sí, todo muy bonito. Ahora bien, el canto lírico exige hacer malabares sosteniendo la emisión en vocales y consonantes, y así el alemán suena como japonés, el francés parece el ronquido de un perro con moquillo, y el italiano suena como el español mal aprendido, y los que dominan a la perfección esos idiomas no entienden ni jota de lo que dicen y les parece que cantaran en kurdo. En cuanto a las virtudes literarias de los libretos, salvo honrosas excepciones, ahora que tanto en las emisiones televisivas como en las teatrales contamos con subtítulos, nos enteramos que en realidad dicen una sarta de obviedades y pelotudeces, que imaginábamos profundas y elocuentes cuando no las entendíamos.)

Los ingleses fueron, son y serán piratas. Pero defienden su patrimonio cultural y su herencia lingüística, por eso las traducen. Saben que lo que viene de afuera puede ser bueno, regular o malo. No tienen complejos de inferioridad ni son cipayos. No dan por sentado que todo lo que viene de afuera es mejor, sólo por el hecho de ser extranjero.

En resumen, si ya gustan de la ópera disfrutarán de esta versión enjundiosa y vital que nos regala Kenneth Branagh; y si no la conocen, atrévanse e insistan. Más allá de los excesos y limitaciones, la ópera cumple con lo que promete y nos da la recompensa de acariciarnos el alma.

Un abrazo,
Gustavo Monteros

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