El pulso (Cell,
2016) es de esas películas ante las cuales uno se pregunta… ¿para qué?, ¿por
qué? O sea, ¿para qué la hicieron?, ¿por qué salió tan mal? La idea no es mala
(quizá ninguna lo sea, lo que cuenta es lo que se hace con ellas). Se basa en
una novela de Stephen King, en la que el prolífico novelista expresa su odio
por los telefonitos. Al menos el que sentía en 2006, ahora no sé, puede que se
haya reconciliado con la telefonía celular. Tecnofobias aparte, su
resentimiento en el papel era bueno, en celuloide no tanto.
En el aeropuerto de Boston, un soleado día, Clay
Riddell (John Cusack) un autor de novelas gráficas, alejado de su familia,
física y sentimentalmente, atestigua como una extraña descarga, llamada luego
“el pulso”, fríe (y no es una metáfora) los cerebros de los que están usando un
celular en ese preciso momento, quienes se transforman en una especie de zombis
(sin el maquillaje mantecoso de los que pululan por The walking dead) y que pasan a atacar con inusitada violencia a
los que no “evolucionaron”. En su accidentada salida del aeropuerto, Clay se
topa primero con Tom McCourt (Samuel L Jackson) un conductor de subtes, después
con Alice (Isabelle Fuhrman), una vecina, y más tarde, ya en plena huida, con
Charles Ardai (Stacy Keach) un director de escuela y el único alumno que le
queda, Jordan (Owen Teague). Después, claro, aparecerá más gente, pero ese es
otro cantar.
Como en toda historia de supervivencia, los personajes
más que tener un retrato, un perfil, ostentan solo un rasgo colorido, una
pulsión. Y por no tener desarrollo psicológico alguno dependen de ese matiz
para despertar empatía. A decir verdad, aquí, poca o ninguna según el caso. La
historia avanza a los tropezones y se subraya un defecto que sobresalía en la
novela, los personajes sacan conclusiones sobre lo que pasa con los “cambiados”
de la nada, porque sí, o porque algo hay que elucubrar.
John Cusack (también productor) y el gran Samuel L
Jackson hacen uso y abuso de su carisma para disipar un poco el tedio… sin
vencerlo del todo. Stacy Keach, figura señera de los setenta, aporta nostalgia
por su glorioso pasado. Y el casi niño Owen Teague lucha por hacerse de un
rincón en el cine.
Dato curioso: el mismísimo Stephen King es
co-guionista de este desaguisado. ¿Por qué, querido Stephen?, ¿qué necesidad
había?
Lo único que quizá subsista sea la escena de la
“transformación” con gente que convulsiona, que echa espuma por la boca, descerraja
balazos, acuchilla, reparte golpes contundentes por las cabezas, cosas así, más
la perla del policía que muerde el perro (policía, claro) que lo acompañaba en
la primera escena. No es particularmente ridícula, pero con buena voluntad es
risible.
Dirigió Tod Williams (The adventures of Sebastian Cole, 1998, Una mujer infiel/The door in the floor, 2004, buen dramón con Jeff
Bridges, Kim Basinger y Elle Fanning, Actividad
Paranormal 2, 2010)
Para ver en una desolada, lúgubre y lluviosa tarde de domingo en la que las únicas opciones son esta película o un documental semiótico sobre la vacuidad de los discursos de Mauricio Macri.
Gustavo Monteros
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