viernes, 19 de septiembre de 2014

El gran impostor



Me cuesta atravesar el día. Es un campo minado. Como en las viejas películas de guerra, en el próximo minuto daré el paso que desatará el clic de la bomba, que no me matará, o sí, porque me enviará a un mundo desconocido que me desconcierta. Y no me embarga la angustia o la tristeza sino la desazón, que es peor, ya que no hay lloro que la cure. Como siempre, o como nunca, necesito una película que me haga pasar la hora, que me lleve al puente que cruce este río de cocodrilos. Busco frenéticamente en el índice del disco duro un título, un título, hay tantos. El gran impostor me salva. Nada como una mentira para mitigar una verdad. Vi El gran impostor una vez y bastó para que me quedara en la memoria. Era chico, eso lo explica, la memoria era entonces más fresca y más permeable. La vi en la tele, no en el cine, la popularidad de Tony Curtis decrecía, pero no agonizaba. El pelo era suyo y no el entretejido o la peluca de después. Cuando la vi, quizá ya no era el ídolo de matiné, pero su nombre aun fulguraba en la marquesina sin ninguna lamparita quemada. Recuerdo que me desesperó que mintiera tanto, que fingiera saber tantas cosas que no sabía. Ahora buscaba recrear esa misma desesperación. Vivir mucho es recrear. Sucumbir al recuerdo para no morir del todo.


Tony Curtis hace de Ferdinand Waldo Demara, un hombre que cree que jamás será querido por lo que es, sino por lo que haga o represente. Y como no tiene paciencia para terminar ningún estudio, se hace pasar por integrante consumado de distintas profesiones. La penúltima profesión que finge es la más difícil y la que más suspenso crea: cirujano (la última que muestra la película es la de maestro, con la que se puede mentir como si nada, más de un colega lo hace y se sale con la suya, y después se dice que el crimen no paga…).


Esta amable comedia de 1961 conserva la levedad, no exenta de matices, que la hace deliciosa. La dirigió Robert Mulligan, que al año siguiente pasaría a la historia por llevar al cine Matar a un ruiseñor.


Tony Curtis fue un gran comediante y padeció la maldición de todos los comediantes, no ser tomado en serio hasta hacer drama. En su caso fue con El estrangulador de Boston (Richard Fleisher, 1968) y cuando en el fatídico para nosotros 1976, dirigido por Elia Kazan en sus cinco minutos opacó hasta el mismísimo Robert De Niro en El último magnate. Pero era en la comedia en la que brillaba sin par. Aquí rebosa de “fisicalidad” como el mejor Belmondo. (Fisicalidad, mala traducción neologista de physicality, palabra que usamos para describir a los actores que no solo hablan con las palabras, sino también con los gestos, con el cuerpo).


Y el día pasa sin tropiezos. Mayores. Termino el chocolate con mucho cacao que me regaló Susana. También termino el exquisito whisky, convenientemente escocés, que me regaló Marina y me acuesto. Perrito (que desde hace unos días se llama Perrito P en homenaje a Karina K) se hace un bollo a mi lado y sueña con que es un mastín. Y yo sueño que no sé lo que sé.

Un abrazo, Gustavo Monteros

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