domingo, 17 de mayo de 2020

A white, white day


A veces uno llega de pura chiripa a una película que se va a quedar a vivir en uno. A esta me la vendió Ingvar Sigurdsson. Tengo el orgullo de llevar más de una década exponiéndome al cine islandés. Lo subrayo porque muchos llegaron no hace mucho a esa cinematografía y yo quiero lucir mi prosapia sobre los advenedizos.


El hombre tiene una cara difícil, algo muy bueno para un medio que necesita peculiaridades. La cámara de cine es veleidosa, se enamora tanto de la cara apolínea de Brad Pitt como de la inclasificable de Jean Reno. Cuando hablo de caras difíciles siempre tengo que aclarar que no implico feas o desagradables, sino contrarias a las de rasgos regulares, equilibrados, verificables.


Ingvar Sigurdsson tiene ojos claros penetrantes, como si pretendieran hipnotizarte. Una frente ancha que uno siempre asocia a la inteligencia y una quijada fuerte, de esas que uno adivina pueden recibir golpes arteros sin inmolarse. Es alto, medio grandote como todos los de sangre vikinga. Los labios son rectos, de esos que uno equipara a la parquedad. Y la cara tiene el contorno de una máscara.


Ingvar Sigurdsson tiene el espesor de los protagonistas. (El protagonista en algún momento de su carrera por azar, empuje ajeno o decisión propia, asumió el coraje de procurar entretener el tiempo que el cuento necesite). Es un espesor que uno supone de vida bien vivida, de pasados amores desangelados, de lágrimas lloradas con dolor que arraiga, con alegrías plenas de felicidad repentina, de hambres saciados a término, y de anhelos que no define melancolía ninguna. El auténtico protagonista siempre imanta e inclina la vista, la atención a su favor, sin importar con quien esté en escena o lo que sea que pase. Siempre nos importará saber qué siente o cómo reaccione así sea otro el que lleve la batuta de la situación dramática.


Ingvar Sigurdsson, por todo lo enunciado, me “vende” lo que sea. De ahí que como en este caso, me basta identificar su cara en el afiche para comenzar a bajar la película sin ni siquiera atisbar el resumen del argumento, que está ahí para decidirnos a seguir o a apartarnos.


La película se abre con un paisaje neblinoso en el que poco se distingue y un epígrafe bello como la poesía verdadera: “En esos días cuando todo es blanco, y no hay ninguna diferencia entre la tierra y el cielo, entonces los muertos pueden hablar con nosotros que todavía estamos vivos”. Y lo firma un tal Anónimo, que es el autor más representativo de cualquier cultura, porque somos todos.


A continuación la cámara seguirá un auto que apenas se vislumbra entre la niebla, algo que no vemos hace que el auto se desbarranque. Allí viene el título: Un blanco, blanco día sobre fondo negro y pasamos adonde, después veremos, transcurre gran parte de la trama: ¿unas barracas?, ¿unos depósitos?, ¿unos silos? Vemos como cambian según las estaciones, los años, los dueños. El montaje es seductor, pero largo. Lo suficiente como para que me ponga  a asociarlo con el peor Terrence Malick, el de El árbol de la vida (en mi modesta opinión, mamma mia, ¡qué bodrio!), una película artificiosa que nos martilla hasta la desesperación que debemos entender la historia sobre un trasfondo metafísico. Esta también resalta que lo que vaya a pasar está sujeto a la Naturaleza, al Tiempo, al Espacio, al Destino, etc. No hay muchos modos de expresar esto, salvo por la pretenciosidad de un montaje, que puede ser preciosista o muy aburrido.


No planto y me voy, porque Ingvar Sigurdsson y su personaje todavía no han aparecido, pero percibo que le está exigiendo demasiado a mi admiración, que está agotando mi paciencia.


Finalmente su silueta se recorta en el montaje, está convirtiendo uno de los barracones en una casa, después veremos estas escenas de transformación de la casa, desde adentro, de cerca. A la larga, el montaje acaba y a través de ventanas mellizas vemos a Ingvar Sigurdsson que le habla a alguien que se recorta en la otra ventana. Los dos están sentados. Corte al interior y sabemos que Ingvar Sigurdsson hace un personaje que se llama Ingimundur, que el hombre enfrente suyo es un psicoterapeuta, y que Ingimundur es policía, abuelo y viudo,


Y que esos son los tres ejes en los que girará su historia, que es la de la película. Que sea policía le permitirá forzar una situación clave, que sea abuelo de una nieta luminosa a la que quiere como a su propia vida evitará que algunas decisiones sean drásticas, y que sea viudo (y reciente) gravitará en su aflicción que no acepta ni supera.


Ingvar Sigurdsson me vende lo que sea, ya lo dije, lo que agradezco, porque me subyuga con este personaje que acumula presión, tensión y no libera. Y me mantiene en vilo, presente en la historia y me permite surfear el pesado armado del trasfondo metafísico cuando aparece (primero como una sucesión de planos fijos del resultado del accidente del inicio, con números que identifican cada detalle porque se trata de una escena ¿del crimen?, a investigar, esta parte no es tan molesta, como sí lo es la siguiente, espaciada, por suerte, por desarrollos de la trama, y que consiste en un programa infantil que ve en la televisión la nieta de 10 años, y que muestra una misión en ¿la Luna?, que ha fallado y que hace que el astronauta se angustie y grite parrafadas sobre el destino, la vida y la muerte, con efectos y actuación de teatro infantil, es decir, todo muy agigantado y gritado, no es una escena muy larga, pero a mí se me hizo eterna, porque yo ya tenía ganas de gritar: ¡Sí, ya entendí!, nuestra historia, la de Ingimundur, la nuestra, la que sea, es minúscula y se juega contra la eternidad, la nada, el todo.


Pero, por suerte, para mí, el protagonista era Ingvar Sigurdsson, que por anteriores trabajos me vende todo, entonces seguí con el derrotero de su personaje Ingimundur y llegué por fin al momento en que ya no se contiene y desata lo que lleva adentro y lo que él hace, lo que su personaje hace se me vuelve inolvidable, porque él, yo, todos perdimos algo alguna vez y nos costó asumir que lo que estaba ya no está más, que pasó a recuerdo, y que los recuerdos duelen al principio, aunque después consuelan porque nos dicen que lo vivido no fue en vano y que no se irá mientras tengamos memoria o deambulemos la tierra, el tiempo, la divinidad o la nada, ¡sí, ya entendí director y guionista Hylnur Palmason, el cuento se recorta contra lo metafísico!, no me lo recalques más, dejame que Ingvar Sigurdsson y su Ingimundur lleguen a su día blanco, blanco, blanco, que vos, él, yo, todos tuvimos.

Gustavo Monteros



viernes, 15 de mayo de 2020

Programa doble: Un detective curioso - El halcón negro



Ningún adolescente solitario que hubiera leído un libro de Raymond Chandler o Dashiell Hammett volvía a ser el mismo. Quedaba marcado de por vida con el amor al noir más puro y excelso. Y si con los años, el tal adolescente se inmiscuía en los caminos del arte, en algún momento sentía que tenía que exorcizar ese temprano amor en la recreación, la copia, la parodia o la burla.


Desde mediados de los sesenta hasta bien entrados los ochenta, hubo una ola de reformulaciones del noir clásico de los cuarenta. Y se erigieron dos cumbres irremontables, en cine: Chinatown (1974, Roman Polanski, con guión de Robert Towne) y en la novela (gracias a Dios nos tocó a nosotros) Triste, solitario y final (1973) de Osvaldo Soriano.


Y en medio de esa ola, en 1975 los estudios hollywoodenses concretaron dos proyectos similares en estilo e intención (para no quedarse atrás, se copian y así todo viene de a dos o tres): unas comedias de detectives privados a la manera de los de Chandler / Hammett. Una un poco más lograda que la otra, aunque ambas fallidas.


Peeper (Un detective curioso, 1975) gira alrededor de Leslie C. Tucker (Michael Caine) un inglés que a fines de los cuarenta se gana la vida en Los Ángeles como investigador. Una noche le aparece en su oficina/dormitorio un perseguido (literal) cliente, Anglich (Michael Constantine) que le pide ubique a una hija que años atrás dejó en un orfanato, porque quiere entregarle un dinero que se ganó. Tucker terminará desovillando enredos que incluye a dos hermanas, Ellen (Natalie Wood) y Mianne (Kitty Winn) y otras ramificaciones familiares.


Caine, desentendido de hacer un acento americano, fluye encantador y devuelve la entrada a puro talento. Por lo que fuera, no era un buen momento para Wood, a pesar de un profesionalismo irreprochable, se la adivina tristona, opaca, sin el brillo que le supo dar a comedias como Penélope (Arthur Hiller, 1966) o La carrera del siglo (Blake Edwards, 1965)




The black bird (El halcón negro, David Giler, 1975) es contemporánea a los tiempos en que fue producida o sea transcurre en los setenta. A Sam Spade Jr (George Segal), hijo del Sam Spade de El halcón maltés (John Huston, 1941, según novela de Hammett, of course) le ofrecen pagarle una gran suma si encuentra y entrega el famoso pajarraco negro sobre el que giraba la acción de la novela clásica y de la posterior película (también clásica). A Sam Junior la oferta le parece sospechosa y se pone a investigar qué puede haber detrás. En la trama terminará por aparecerle una femme fatale de ascendencia rusa, Anna Kemidov (una deliciosa Stéphane Audran). En un elenco variopinto sobresalen Lionel Stander y Signe Hasso, gloriosa en su falsamente remilgada experta en lenguas antiguas.


Ambas películas están atravesadas por el fantasma de Humphrey Bogart. No olvidemos que corporizó a los dos detectives emblemáticos de Hammett y Chandler. Hizo a Sam Spade en El halcón maltés y a Philipe Marlowe (la creación de Chandler) en Al borde del abismo (The Big Sleep, Howard Hawks, 1941).


En Peeper / El detective curioso no hay créditos iniciales sino que un actor personificado de Bogart le dice a la platea el título y los nombres que cubren los rubros principales. En The Black Bird / El halcón negro, George Segal es tan esmirriado como Humphrey y la actriz (Lee Patrick) que hace de secretaria es la misma que hizo igual rol (Effie Perine) en El halcón maltés del 41.


Ambas comedias no llegan a buen puerto. Peeper es un poco más coherente, más cohesionada que The Black Bird que es irremediablemente deshilachada, ilógica, incongruente.
Al margen de la importancia de los actores, ¿qué hace que estas comedias no sean desestimadas y a otra cosa? Los diálogos, que son chispeantes, ocurrentes, ingeniosos, verdaderamente brillantes. David Giler, Gordon Cotler y Don Mankiewicz firman los de The Black Bird y W.D. Richter, según novela de Keith Lautner los de Peeper. El “bantering” la devolución de réplicas es irresistiblemente irónico en casi todos los casos.


Cuando repasamos la carrera de George Segal durante los setenta nos sorprende que no haya defendido después su status de primera figura. Era normal que con el paso del tiempo, los protagonistas jóvenes resignaran su preeminencia y pasaran al reparto, pero al extenderse el promedio de vida y la entereza que lo acompaña, Jack Lemmon, Paul Newman, Walter Matthau, Robert Redford, Michael Caine, Alan Arkin, Donald Sutherland o Christopher Plummer mantuvieron en su otoño su cargo de estelaridad y si bien participaron en ciertos proyectos como secundarios, no dejaron de ser protagonistas. Otros, como Elliott Gould o George Segal, en cambio, un buen día pasaron a los repartos y no volvieron a estar antes del título. Elecciones que se hacen. A veces por necesidad, otras por convicción.


Cuando uno se reencuentra con Segal en un reparto, cuesta reconocer al rey del cartel y de la boletería de antaño. Sin embargo, se lo ve cómodo y feliz, que a la larga es lo único que importa.

Gustavo Monteros

jueves, 14 de mayo de 2020

Programa Triple - De la part des copains - Juggernaut - La jaula


Siempre me divirtió su título original en francés: De la part des copains (Terence Young, 1970) sobre todo por la palabra “copains” (amigos), por como resuena en la boca. Que una película de Charles Bronson tenga un título en francés no es nada raro, dado que fueron los franceses los que lo hicieron una estrella internacional con Adiós al amigo (Adieu l’ami, Jean Herman, 1968), en la que compartía cartel con Alain Delon.


Siempre me divirtió que la protagonista femenina fuera Liv Ullman. Si bien su nombre quedará asociado al de Ingmar Bergman por siempre jamás en la historia del cine a partir del 66 y Persona, Liv ambicionaba ser una estrella popular y aceptaba lo que le parecía que la ubicaba en esa dirección, de ahí el contraste extremo entre lo que hizo para Bergman y lo que Hollywood le dio. Como sea ver en el mismo fotograma a una musa bergmaniana y a un forzudo de cara difícil que llegó a la fama pisando la cincuentena me divierte, son encuentros inesperados, asociaciones imprevistas, festines suculentos para un espectador que se precie de tal.


Eso sí, no es raro que el jefe de los malos sea James Mason, por entonces este precursor de De Niro o de Bruce Willis, en cuanto a elección de proyectos, aceptaba lo que le ponían delante, y si era como en este caso en locación, mejor. (Beaulieu-sur-Mer, Nice, Alpes-Maritimes, Francia) Asolearse en la costa francesa incluso por trabajo se asemejaba a una vacación.


La trama es la típica aventura de disrupción del refugio protector y venganza. Joe Martin (Bronson) tiene un yatecito que lleva turistas a pescar. Está casado con Fabianne (Liv Ullmann), madre de una chica de 10 años, Michèle (Yannick Delulle) y parece haber dejado su oscuro pasado atrás. Pero, claro, se sabe, nadie huye de su pasado, este es más volvedor que el reflujo. El de Joe reaparece corporizado en la figura del Capitán Ross (James Mason) y su banda (Michel Constantin, Luigi Pistilli, Jean Topart y Jill Ireland). Entonces habrá secuestros, extorsiones, cambio de lealtades, códigos volátiles y noblezas impensadas.


El veterano (incluso por entonces) Terence Young dirige con brío, sostiene el suspenso y desata una empatía duradera por todo lo que cuenta. El hombre tenía oficio y talento, combinación imbatible para el género, porque si la intuición se apaga, queda la experiencia.


Hay algo medio Hemingway en estas desventuras de cofradía de hombres, en la que la mujer puede participar, siempre y cuando se talle digna de pertenecer, si no será una cocinera, limpiadora, cuidadora de niños, un adorno útil de la masculinidad rampante. Aquí Liv Ullmann, y no hay spoiler al respecto, da la talla y sin perder femineidad le planta cara a cualquiera. 


Como se ve en el afiche que esto acompaña, en inglés se la conoció como Cold Sweat (Sudor frío), aquí se la estrenó como Los visitantes de la noche, pero como ya había varias con ese título, se la reestrenó como Los compañeros del diablo. Cosas de los distribuidores.








Tengo la sensación de no haber visto Juggernaut, salvo escenas sueltas en las tardes de los cinco canales de mi infanto-adolescencia. Es un film de Richard Lester de 1974 sobre un ataque a un trasatlántico que va de Londres a Nueva York. No es un atentado terrorista sino el de un resentido ex desarmador de explosivos que planta bombas para exigir un rescate millonario. La empresa está dispuesta a pagarlo, el gobierno inglés no. El capitán es Omar Sharif, los expertos en desarmar bombas son, entre otros, Richard Harris y David Hemmings. Un joven Anthony Hopkins es un policía con su mujer y sus hijos a bordo. Roy Kinnear es quien está cargo de los entretenimientos en el barco. Un joven Roshan Seth es un camarero indio y Freddie Jones, que entonces estaba por todos lados, es uno de los sospechosos. Shirley Knight es el angustioso interés romántico del capitán. E Ian Holm es la cara visible de la compañía dueña del barco.


Es un film muy entretenido, de gran suspenso, con la lógica de la catástrofe inminente. El magnífico elenco está a la altura de sus antecedentes y al revés de muchas películas contemporáneas, entendemos que es lo que está pasando todo el tiempo, sin un montaje confuso que ensucie el desarrollo.





Tengo la sensación de no haber visto La jaula (La cage, 1975) y sí, la vi. Me quedó la sensación, porque cuando deambulaba los años setenta, me topaba con la cola (hoy tráiler) de esta película a menudo y no llegaba nunca a verla. (Terminé por verla en el auge del videoclub, pero persistió en mi memoria la sensación de que no la había visto, una excusa quizás para buscarla y volver a verla.)


Su director Pierre Granier-Deferre era muy popular en los setenta con películas en las que participaban estrellas contemporáneas del cine francés de entonces como Alain Delon, Sidney Rome, Ottavia Piccolo, Romy Schneider, Jean-Louis Trintignant o Philipe Noiret y estrellas míticas de siempre como Yves Montand, Simone Signoret o Jean Gabin. Se dice que su mejor película es El gato (Le chat, 1971) en la que según novela de Georges Simenon, Simone Signoret y Jean Gabin conformaban un matrimonio de adultos mayores, como se dice ahora, que se odiaban a más no poder, suele pasar.



En La jaula también casi toda la acción pasa por dos personajes. Ingrid Thulin (bella y luminosa como el primer día, aunque por entonces pisaba la cincuentena), una escritora de novelas policiales citaba en su casa de los suburbios parisinos rodeada de un gran parque, envidiable y aislada de los demás vecinos, a su ex pareja, Lino Ventura, un desarrollador inmobiliario con la excusa de la venta de dicha casona señorial. Ingrid hace caer a Lino en una trampa (literal) y lo encierra en un calabozo que improvisó en el sótano. Lo secuestra para que piense y le diga por qué no pudo amarla y rompió la relación. El argumento es de Jack Jacquine, con diálogos de Pascal Jardin y el propio director. La idea (que puede parecer disparatada) y los diálogos (que pueden parecer absurdos) son más profundos de lo que parece y redondean una película rara y atendible.


Al final terminé por hacerme un programa triple como el de los cines de cruce de mi infanto-adolescencia. Pasé una tarde de lo más agradable. No es poco para el encierro de cuarentena.

Gustavo Monteros

martes, 12 de mayo de 2020

Dos pícaros con suerte - Tres no hacen pareja



Netflix sube Smokey and the bandit (Dos pícaros con suerte, Hal Needham, 1977) y como alguna vez fui un chico con ojos de matiné, me pongo a verla con anticipada nostalgia. Es el debut en la dirección de quien fuera y seguirá siendo un doble de riesgo y como cumple aquello de que es mejor hablar de lo que se conoce, el resultado sorprende por su solidez. Ojo, no nos confundamos, es una pieza industrial concebida como mecanismo para ganar dinero, pero está hecha con cariño y oficio, bah, entendimiento del oficio y para los parámetros de hoy en día (que “salga con fritas”) se parangona al cine arte. Dicho esto sin ánimo de chiste. El cine comercial de los setenta a la fecha ha involucionado mal, tanto que los productos comerciales de dicha época se agigantan.




Smokey and the bandit que trajo secuelas y imitaciones se basa en la lógica de la persecución que se origina en este caso en la apuesta de si Bandit (Burt Reynolds) y el camionero Cledus (el cantante y compositor de country music, Jerry Reed) son capaces de transportar una carga de cerveza para una fiesta en tiempo récord atravesando varios estados y burlando las restricciones policiales.


En el camino habrá gags, personajes cómicos caricaturescos, rotura de patrulleros, peleas a puños y chicas rotundas de remera apretada. Rol que por entonces podía cubrir Sally Field con gran autoridad física. Sally no siempre fue la madre noble y sufrida, es más, tuvo tantas carreras como la protagonista de la canción de Sondheim “I’m still here”. Sondheim viene a cuento porque se lo menciona. Sally es una bailarina de línea que casi llega a Broadway y Stephen es su innovador favorito.



Sally aquí es una novia fugitiva, cuyo novio abandonado (el musculoso Mike Henry, que en los sesenta fuera Tarzán) busca recuperarla con la ayuda de su padre, el comisario Buford T (el inmenso Jackie Gleason, que tuvo también tantas carreras como para cantar su versión de “I’m still here”)




Esta es la primera colaboración Sally Field-Burt Reynolds, que fueron pareja estable un ratito e intermitente siempre que podían. Sally declaró y declara a los cuatro vientos que siempre lo quiso y Burt, mientras tuvo parejas celosas, no lo gritó tanto pero lo demostró siempre. Y la química off-stage se comprueba  on-stage para beneficio público.




Reynolds se hizo eterno en el 18 y casi todos los obituarios destacaron su talento de partener de actrices impares en tren de comedia, a saber, la mencionada Sally Field, más Goldie Hawn, Liza Minnelli, Candice Bergen, Julie Andrews, Jill Clayburgh y Madeline Kahn, entre otras. Como pocos grandes caballeros del cine (Omar Sharif y Hugh Grant entre los más conspicuos) sabía dar lugar a que su coprotagonista brillara. No encuentro por ninguna parte, la que es con Goldie Hawn, Best friends (Amigos íntimos se llamó aquí) y que dirigió el maestro Norman Jewison en el 82. Pero sí hallo en la red otra de mis favoritas, Starting over.




Starting over (conocida aquí como Tres no hacen pareja) fue dirigida por otro maestro, Alan J Pakula, en 1979 y aquí Burt comparte cartel con Jill Clayburgh y Candice Bergen. Se basa en una novela de Dan Wakefield, con guión de James L Brooks, sí, el autor y director de La fuerza del cariño (1983), Detrás de las noticias (1987), Mejor…imposible (1997) y Spanglish (2004).




En Starting over (Recomenzando, sería su traducción literal) Phil Potter (Reynolds, of course) es un autor de artículos para revistas que se distribuyen gratuitamente en los aviones que intenta cortar lazos con su exmujer, la cantautora Jessica Potter (Candice Bergen). Si bien el matrimonio está terminado, la cosa no es fácil, todavía hay buen sexo entre ellos y las facturas no terminaron de pasarse y pagarse. A instancias de su hermano, Michael (Charles Durning) y su mujer Marva (Frances Sternhagen) inicia relación con la maestra Marilyn Holmberg (Jill Clayburgh), que arrastra sus propias batallas sentimentales perdidas y que terminará por pagar los platos rotos de Phil y Jessica.




Dos detalles de esta película quedaron grabados a fuego en mi memoria y los revisito con deleite. Uno involucra un gag con el famoso y nunca bien ponderado Valium y el otro es que Jessica (Candice Berger fue nominada para el Óscar como mejor Actriz de Reparto por esta delicia) compone buenas canciones que describen lo que siente, pero las canta ¡desastrosamente! (y los signos de admiración son parcos en este caso) (Candice perdería su Óscar porque justo le tocó competir con una actriz que los imanta, una tal Meryl Streep que ese año hizo eso de Kramer versus Kramer)




Jill Clayburg no canta, no le hace falta para lucirse como la mejor. Es más, su actuación aquí le reportó también una nominación para el Óscar, en su caso como Actriz Principal (fue su segunda y última, el año anterior la había obtenido por esa maravilla que fue Una mujer descasada (Paul Mazursky, 1978) y con la que nos enamoró por siempre jamás) Lo volvió a perder, por culpa de Sally Field y su Norma Rae (Martin Ritt, 1979) (película censurada por su descripción de la política, la dictadura era “apolítica”, sin comentarios, y que recién pudimos ver junto a muchas otras en la primavera alfonsinista) Ah, la pobre Jill, al de Una mujer descasada lo había perdido a manos de Jane Fonda (otra enamorada del Óscar) por su Regreso sin gloria (Hal Ashby, 1978)



El Óscar como todo premio es una lotería y puede que Candice y Jill lo perdieran, pero la gloria de su trabajo se reverdece cada vez que vemos esta película, y los obituarios de Burt no fueron clementes sino justicieros, si pueden lucirse tanto es porque Reynolds sabe hacer que su galán las espeje en todo su esplendor. Arte injusto el del galán, concita suspiros, pero poco reconocimiento crítico. (Si lo sabré yo…LOL, mucho LOL)

Gustavo Monteros

lunes, 11 de mayo de 2020

Bad Education - The wizard of lies - La donna della domenica - The night visitor


Bad education es la historia de una estafa, y como todo fraude (desprovistas las consideraciones morales, claro) es triste porque engendra una ilusión que no se sostiene en el tiempo. Y cuando la verdad llega tiene la contundencia del despojo. Un director de escuela carismático (tanto que le queda como anillo al dedo a Hugh Jackman) y la tesorera (Alison Janney) le meten el perro durante unos cuantos años a la Junta Educativa dibujando gastos millonarios que nadie observa con atención porque los mencionados llevan la escuela a un lugar de preeminencia. Es una película HBO dirigida por Cory Finley con guión de Mike Makoswsky sobre artículo periodístico de Robert Kolker.



Me trajo a la memoria otra película de HBO sobre las consecuencias de otro fraude verídico, The wizard of lies (Barry Levinson, 2017), protagonizada por Robert De Niro y Michelle Pfeiffer. Esta gran estafa del experto en inversiones Bernie Madoff fue incluso más dolorosa que la mencionada antes, por la sencilla razón de que involucró a miles de incautos que perdieron sus ahorros, sus casas, sus esperanzas.




Las dos, pero sobre todo Bad education me parecen tan buenas que el mejor elogio que puedo tributarles es decir que se parecen a las películas de los setenta, lo que me lleva a buscar en mi colección privada filmes hechos en esa década que tengo olvidados o que me gustaría repasar.




Opto primero por La donna della domenica (La mujer del domingo, Luigi Comencini, 1975) comedia de misterio en la que el asesinato de un arquitecto detestable convierte en sospechosos a Jacqueline Bisset (en la plenitud de su belleza) y a Jean-Louis Trintignant, conspicuos representantes de la alta burguesía turinesa. El inspector Salvatore Santamaria (Marcello Mastroianni) debe dilucidar el caso. Entre los vericuetos de la trama sabremos que el personaje de Trintignant es homosexual y que tiene un joven amante, Lelio Riviera (Aldo Reggiani). Y si bien la representación de la homosexualidad responde al principio a los cánones de la época (burla y desprecio al diferente) de a poco el retrato pierde los tintes caricaturescos y se vuelve comprensivo y tolerante. Un detalle no menor para una película industrial que se eleva de la medianía por los nombres involucrados.




Voy después por La noche del crimen (The night visitor, Laslo Benedek, 1971) thriller de venganza en el que el que un fornido Max Von Sydow escapaba de una fortaleza convertida en institución psiquiátrica para plantarles cadáveres a su hermana Liv Ullmann y a su esposo Per Oscarsson. El veterano inspector Trevor Howard deber resolver el intríngulis. Un cuento macabro con un final plumífero sorprendente. La película no hace trampa en su aspecto fundamental y nos detalla cómo es que el personaje de Max Von Sydow se evade. Como con La mujer del domingo, los nombres involucrados hacen también que esta película claramente comercial se destaque y merezca rescatarse del olvido.




En resumen un par de tardes a puro género y con grandes actuaciones.

Gustavo Monteros