Diego Armando Maradona (1960-siempre)
jueves, 26 de noviembre de 2020
domingo, 17 de mayo de 2020
A white, white day
A veces uno llega de pura chiripa a una
película que se va a quedar a vivir en uno. A esta me la vendió Ingvar
Sigurdsson. Tengo el orgullo de llevar más de una década exponiéndome al cine
islandés. Lo subrayo porque muchos llegaron no hace mucho a esa cinematografía
y yo quiero lucir mi prosapia sobre los advenedizos.
El hombre tiene una cara difícil, algo muy
bueno para un medio que necesita peculiaridades. La cámara de cine es
veleidosa, se enamora tanto de la cara apolínea de Brad Pitt como de la
inclasificable de Jean Reno. Cuando hablo de caras difíciles siempre tengo que
aclarar que no implico feas o desagradables, sino contrarias a las de rasgos regulares,
equilibrados, verificables.
Ingvar Sigurdsson tiene ojos claros
penetrantes, como si pretendieran hipnotizarte. Una frente ancha que uno
siempre asocia a la inteligencia y una quijada fuerte, de esas que uno adivina
pueden recibir golpes arteros sin inmolarse. Es alto, medio grandote como todos
los de sangre vikinga. Los labios son rectos, de esos que uno equipara a la
parquedad. Y la cara tiene el contorno de una máscara.
Ingvar Sigurdsson tiene el espesor de los
protagonistas. (El protagonista en algún momento de su carrera por azar, empuje
ajeno o decisión propia, asumió el coraje de procurar entretener el tiempo que
el cuento necesite). Es un espesor que uno supone de vida bien vivida, de
pasados amores desangelados, de lágrimas lloradas con dolor que arraiga, con
alegrías plenas de felicidad repentina, de hambres saciados a término, y de anhelos
que no define melancolía ninguna. El auténtico protagonista siempre imanta e
inclina la vista, la atención a su favor, sin importar con quien esté en escena
o lo que sea que pase. Siempre nos importará saber qué siente o cómo reaccione
así sea otro el que lleve la batuta de la situación dramática.
Ingvar Sigurdsson, por todo lo enunciado, me
“vende” lo que sea. De ahí que como en este caso, me basta identificar su cara
en el afiche para comenzar a bajar la película sin ni siquiera atisbar el
resumen del argumento, que está ahí para decidirnos a seguir o a apartarnos.
La película se abre con un paisaje neblinoso en el que poco se distingue y un epígrafe bello como la poesía verdadera: “En esos días cuando todo es blanco, y no hay ninguna diferencia entre la tierra y el cielo, entonces los muertos pueden hablar con nosotros que todavía estamos vivos”. Y lo firma un tal Anónimo, que es el autor más representativo de cualquier cultura, porque somos todos.
A continuación la cámara seguirá un auto que
apenas se vislumbra entre la niebla, algo que no vemos hace que el auto se
desbarranque. Allí viene el título: Un
blanco, blanco día sobre fondo negro y pasamos adonde, después veremos, transcurre gran parte de la trama: ¿unas barracas?, ¿unos depósitos?, ¿unos
silos? Vemos como cambian según las estaciones, los años, los dueños. El
montaje es seductor, pero largo. Lo suficiente como para que me ponga a asociarlo con el peor Terrence Malick, el
de El árbol de la vida (en mi modesta
opinión, mamma mia, ¡qué bodrio!), una película artificiosa que nos martilla hasta
la desesperación que debemos entender la historia sobre un trasfondo
metafísico. Esta también resalta que lo que vaya a pasar está sujeto a la
Naturaleza, al Tiempo, al Espacio, al Destino, etc. No hay muchos modos de
expresar esto, salvo por la pretenciosidad de un montaje, que puede ser
preciosista o muy aburrido.
No planto y me voy, porque Ingvar Sigurdsson
y su personaje todavía no han aparecido, pero percibo que le está exigiendo
demasiado a mi admiración, que está agotando mi paciencia.
Finalmente su silueta se recorta en el montaje, está convirtiendo uno de los barracones en una casa, después veremos estas escenas de transformación de la casa, desde adentro, de cerca. A la larga, el montaje acaba y a través de ventanas mellizas vemos a Ingvar Sigurdsson que le habla a alguien que se recorta en la otra ventana. Los dos están sentados. Corte al interior y sabemos que Ingvar Sigurdsson hace un personaje que se llama Ingimundur, que el hombre enfrente suyo es un psicoterapeuta, y que Ingimundur es policía, abuelo y viudo,
Y que esos son los tres ejes en los que
girará su historia, que es la de la película. Que sea policía le permitirá
forzar una situación clave, que sea abuelo de una nieta luminosa a la que
quiere como a su propia vida evitará que algunas decisiones sean drásticas, y
que sea viudo (y reciente) gravitará en su aflicción que no acepta ni supera.
Ingvar Sigurdsson me vende lo que sea, ya lo
dije, lo que agradezco, porque me subyuga con este personaje que acumula
presión, tensión y no libera. Y me mantiene en vilo, presente en la historia y
me permite surfear el pesado armado del trasfondo metafísico cuando aparece (primero
como una sucesión de planos fijos del resultado del accidente del inicio, con
números que identifican cada detalle porque se trata de una escena ¿del
crimen?, a investigar, esta parte no es tan molesta, como sí lo es la siguiente,
espaciada, por suerte, por desarrollos de la trama, y que consiste en un
programa infantil que ve en la televisión la nieta de 10 años, y que muestra
una misión en ¿la Luna?, que ha fallado y que hace que el astronauta se
angustie y grite parrafadas sobre el destino, la vida y la muerte, con efectos
y actuación de teatro infantil, es decir, todo muy agigantado y gritado, no es
una escena muy larga, pero a mí se me hizo eterna, porque yo ya tenía ganas de
gritar: ¡Sí, ya entendí!, nuestra historia, la de Ingimundur, la nuestra, la
que sea, es minúscula y se juega contra la eternidad, la nada, el todo.
Pero, por suerte, para mí, el protagonista
era Ingvar Sigurdsson, que por anteriores trabajos me vende todo, entonces seguí
con el derrotero de su personaje Ingimundur y llegué por fin al momento en que
ya no se contiene y desata lo que lleva adentro y lo que él hace, lo que su
personaje hace se me vuelve inolvidable, porque él, yo, todos perdimos algo alguna
vez y nos costó asumir que lo que estaba ya no está más, que pasó a recuerdo, y
que los recuerdos duelen al principio, aunque después consuelan porque nos
dicen que lo vivido no fue en vano y que no se irá mientras tengamos memoria o
deambulemos la tierra, el tiempo, la divinidad o la nada, ¡sí, ya entendí
director y guionista Hylnur Palmason, el cuento se recorta contra lo metafísico!,
no me lo recalques más, dejame que Ingvar Sigurdsson y su Ingimundur lleguen a
su día blanco, blanco, blanco, que vos, él, yo, todos tuvimos.
Gustavo Monteros
viernes, 15 de mayo de 2020
Programa doble: Un detective curioso - El halcón negro
Ningún adolescente solitario que hubiera
leído un libro de Raymond Chandler o Dashiell Hammett volvía a ser el mismo.
Quedaba marcado de por vida con el amor al noir más puro y excelso. Y si con
los años, el tal adolescente se inmiscuía en los caminos del arte, en algún
momento sentía que tenía que exorcizar ese temprano amor en la recreación, la
copia, la parodia o la burla.
Desde mediados de los sesenta hasta bien entrados los ochenta, hubo una ola de reformulaciones del noir clásico de los cuarenta. Y se erigieron dos cumbres irremontables, en cine: Chinatown (1974, Roman Polanski, con guión de Robert Towne) y en la novela (gracias a Dios nos tocó a nosotros) Triste, solitario y final (1973) de Osvaldo Soriano.
Y en medio de esa ola, en 1975 los estudios
hollywoodenses concretaron dos proyectos similares en estilo e intención (para
no quedarse atrás, se copian y así todo viene de a dos o tres): unas comedias
de detectives privados a la manera de los de Chandler / Hammett. Una un poco
más lograda que la otra, aunque ambas fallidas.
Peeper
(Un
detective curioso, 1975) gira alrededor de Leslie C. Tucker (Michael Caine)
un inglés que a fines de los cuarenta se gana la vida en Los Ángeles como
investigador. Una noche le aparece en su oficina/dormitorio un perseguido
(literal) cliente, Anglich (Michael Constantine) que le pide ubique a una hija
que años atrás dejó en un orfanato, porque quiere entregarle un dinero que se
ganó. Tucker terminará desovillando enredos que incluye a dos hermanas, Ellen
(Natalie Wood) y Mianne (Kitty Winn) y otras ramificaciones familiares.
Caine, desentendido de hacer un acento
americano, fluye encantador y devuelve la entrada a puro talento. Por lo que
fuera, no era un buen momento para Wood, a pesar de un profesionalismo irreprochable,
se la adivina tristona, opaca, sin el brillo que le supo dar a comedias como Penélope (Arthur Hiller, 1966) o La carrera del siglo (Blake Edwards,
1965)
The black bird (El halcón negro, David Giler, 1975) es
contemporánea a los tiempos en que fue producida o sea transcurre en los
setenta. A Sam Spade Jr (George Segal), hijo del Sam Spade de El halcón maltés (John Huston, 1941,
según novela de Hammett, of course) le ofrecen pagarle una gran suma si
encuentra y entrega el famoso pajarraco negro sobre el que giraba la acción de
la novela clásica y de la posterior película (también clásica). A Sam Junior la
oferta le parece sospechosa y se pone a investigar qué puede haber detrás. En
la trama terminará por aparecerle una femme fatale de ascendencia rusa, Anna
Kemidov (una deliciosa Stéphane Audran). En un elenco variopinto sobresalen
Lionel Stander y Signe Hasso, gloriosa en su falsamente remilgada experta en
lenguas antiguas.
Ambas películas están atravesadas
por el fantasma de Humphrey Bogart. No olvidemos que corporizó a los dos
detectives emblemáticos de Hammett y Chandler. Hizo a Sam Spade en El halcón maltés y a Philipe Marlowe (la
creación de Chandler) en Al borde del
abismo (The Big Sleep, Howard
Hawks, 1941).
En Peeper / El detective curioso no hay créditos iniciales sino que un
actor personificado de Bogart le dice a la platea el título y los nombres que
cubren los rubros principales. En The
Black Bird / El halcón negro, George Segal es tan esmirriado como Humphrey y
la actriz (Lee Patrick) que hace de secretaria es la misma que hizo igual rol
(Effie Perine) en El halcón maltés
del 41.
Ambas comedias no llegan a buen
puerto. Peeper es un poco más
coherente, más cohesionada que The Black
Bird que es irremediablemente deshilachada, ilógica, incongruente.
Al margen de la importancia de los
actores, ¿qué hace que estas comedias no sean desestimadas y a otra cosa? Los
diálogos, que son chispeantes, ocurrentes, ingeniosos, verdaderamente
brillantes. David Giler, Gordon Cotler y Don Mankiewicz firman los de The Black Bird y W.D. Richter, según novela
de Keith Lautner los de Peeper. El
“bantering” la devolución de réplicas es irresistiblemente irónico en casi
todos los casos.
Cuando repasamos la carrera de
George Segal durante los setenta nos sorprende que no haya defendido después su
status de primera figura. Era normal que con el paso del tiempo, los
protagonistas jóvenes resignaran su preeminencia y pasaran al reparto, pero al
extenderse el promedio de vida y la entereza que lo acompaña, Jack Lemmon, Paul
Newman, Walter Matthau, Robert Redford, Michael Caine, Alan Arkin, Donald
Sutherland o Christopher Plummer mantuvieron en su otoño su cargo de estelaridad
y si bien participaron en ciertos proyectos como secundarios, no dejaron de ser
protagonistas. Otros, como Elliott Gould o George Segal, en cambio, un buen día
pasaron a los repartos y no volvieron a estar antes del título. Elecciones que
se hacen. A veces por necesidad, otras por convicción.
Cuando uno se reencuentra con Segal
en un reparto, cuesta reconocer al rey del cartel y de la boletería de antaño.
Sin embargo, se lo ve cómodo y feliz, que a la larga es lo único que importa.
Gustavo Monteros
jueves, 14 de mayo de 2020
Programa Triple - De la part des copains - Juggernaut - La jaula
Siempre me divirtió su título original en
francés: De la part des copains
(Terence Young, 1970) sobre todo por la palabra “copains” (amigos), por como
resuena en la boca. Que una película de Charles Bronson tenga un título en
francés no es nada raro, dado que fueron los franceses los que lo hicieron una
estrella internacional con Adiós al amigo
(Adieu l’ami, Jean Herman, 1968), en
la que compartía cartel con Alain Delon.
Siempre me divirtió que la protagonista
femenina fuera Liv Ullman. Si bien su nombre quedará asociado al de Ingmar
Bergman por siempre jamás en la historia del cine a partir del 66 y Persona, Liv ambicionaba ser una
estrella popular y aceptaba lo que le parecía que la ubicaba en esa dirección,
de ahí el contraste extremo entre lo que hizo para Bergman y lo que Hollywood
le dio. Como sea ver en el mismo fotograma a una musa bergmaniana y a un
forzudo de cara difícil que llegó a la fama pisando la cincuentena me divierte,
son encuentros inesperados, asociaciones imprevistas, festines suculentos para
un espectador que se precie de tal.
Eso sí, no es raro que el jefe de los malos
sea James Mason, por entonces este precursor de De Niro o de Bruce Willis, en
cuanto a elección de proyectos, aceptaba lo que le ponían delante, y si era
como en este caso en locación, mejor. (Beaulieu-sur-Mer, Nice, Alpes-Maritimes,
Francia) Asolearse en la costa francesa incluso por trabajo se asemejaba a una
vacación.
La trama es la típica aventura de disrupción
del refugio protector y venganza. Joe Martin (Bronson) tiene un yatecito que
lleva turistas a pescar. Está casado con Fabianne (Liv Ullmann), madre de una
chica de 10 años, Michèle (Yannick Delulle) y parece haber dejado su oscuro
pasado atrás. Pero, claro, se sabe, nadie huye de su pasado, este es más
volvedor que el reflujo. El de Joe reaparece corporizado en la figura del
Capitán Ross (James Mason) y su banda (Michel Constantin, Luigi Pistilli, Jean
Topart y Jill Ireland). Entonces habrá secuestros, extorsiones, cambio de
lealtades, códigos volátiles y noblezas impensadas.
El veterano (incluso por entonces) Terence
Young dirige con brío, sostiene el suspenso y desata una empatía duradera por
todo lo que cuenta. El hombre tenía oficio y talento, combinación imbatible
para el género, porque si la intuición se apaga, queda la experiencia.
Hay algo medio Hemingway en estas desventuras de cofradía de hombres, en la que la mujer puede participar, siempre y cuando se talle digna de pertenecer, si no será una cocinera, limpiadora, cuidadora de niños, un adorno útil de la masculinidad rampante. Aquí Liv Ullmann, y no hay spoiler al respecto, da la talla y sin perder femineidad le planta cara a cualquiera.
Tengo la sensación de no haber visto Juggernaut, salvo escenas sueltas en las
tardes de los cinco canales de mi infanto-adolescencia. Es un film de Richard
Lester de 1974 sobre un ataque a un trasatlántico que va de Londres a Nueva
York. No es un atentado terrorista sino el de un resentido ex desarmador de explosivos
que planta bombas para exigir un rescate millonario. La empresa está dispuesta
a pagarlo, el gobierno inglés no. El capitán es Omar Sharif, los expertos en
desarmar bombas son, entre otros, Richard Harris y David Hemmings. Un joven
Anthony Hopkins es un policía con su mujer y sus hijos a bordo. Roy Kinnear es
quien está cargo de los entretenimientos en el barco. Un joven Roshan Seth es
un camarero indio y Freddie Jones, que entonces estaba por todos lados, es uno
de los sospechosos. Shirley Knight es el angustioso interés romántico del
capitán. E Ian Holm es la cara visible de la compañía dueña del barco.
Es un film muy entretenido, de gran suspenso,
con la lógica de la catástrofe inminente. El magnífico elenco está a la altura
de sus antecedentes y al revés de muchas películas contemporáneas, entendemos
que es lo que está pasando todo el tiempo, sin un montaje confuso que ensucie
el desarrollo.
Tengo la sensación de no haber visto La jaula (La cage, 1975) y sí, la vi. Me quedó la sensación, porque cuando
deambulaba los años setenta, me topaba con la cola (hoy tráiler) de esta
película a menudo y no llegaba nunca a verla. (Terminé por verla en el auge del
videoclub, pero persistió en mi memoria la sensación de que no la había visto,
una excusa quizás para buscarla y volver a verla.)
Su director Pierre Granier-Deferre era muy
popular en los setenta con películas en las que participaban estrellas
contemporáneas del cine francés de entonces como Alain Delon, Sidney Rome,
Ottavia Piccolo, Romy Schneider, Jean-Louis Trintignant o Philipe Noiret y
estrellas míticas de siempre como Yves Montand, Simone Signoret o Jean Gabin.
Se dice que su mejor película es El gato
(Le chat, 1971) en la que según
novela de Georges Simenon, Simone Signoret y Jean Gabin conformaban un
matrimonio de adultos mayores, como se dice ahora, que se odiaban a más no
poder, suele pasar.
En La
jaula también casi toda la acción pasa por dos personajes. Ingrid Thulin
(bella y luminosa como el primer día, aunque por entonces pisaba la
cincuentena), una escritora de novelas policiales citaba en su casa de los
suburbios parisinos rodeada de un gran parque, envidiable y aislada de los
demás vecinos, a su ex pareja, Lino Ventura, un desarrollador inmobiliario con
la excusa de la venta de dicha casona señorial. Ingrid hace caer a Lino en una
trampa (literal) y lo encierra en un calabozo que improvisó en el sótano. Lo secuestra
para que piense y le diga por qué no pudo amarla y rompió la relación. El argumento
es de Jack Jacquine, con diálogos de Pascal Jardin y el propio director. La
idea (que puede parecer disparatada) y los diálogos (que pueden parecer absurdos)
son más profundos de lo que parece y redondean una película rara y atendible.
Al final terminé por hacerme un programa
triple como el de los cines de cruce de mi infanto-adolescencia. Pasé una tarde
de lo más agradable. No es poco para el encierro de cuarentena.
Gustavo Monteros
martes, 12 de mayo de 2020
Dos pícaros con suerte - Tres no hacen pareja
Netflix sube Smokey and the bandit (Dos pícaros
con suerte, Hal Needham, 1977) y como alguna vez fui un chico con ojos de
matiné, me pongo a verla con anticipada nostalgia. Es el debut en la dirección
de quien fuera y seguirá siendo un doble de riesgo y como cumple aquello de que
es mejor hablar de lo que se conoce, el resultado sorprende por su solidez.
Ojo, no nos confundamos, es una pieza industrial concebida como mecanismo para
ganar dinero, pero está hecha con cariño y oficio, bah, entendimiento del
oficio y para los parámetros de hoy en día (que “salga con fritas”) se
parangona al cine arte. Dicho esto sin ánimo de chiste. El cine comercial de
los setenta a la fecha ha involucionado mal, tanto que los productos
comerciales de dicha época se agigantan.
Smokey and the bandit que trajo secuelas y imitaciones se basa en la lógica de la persecución que
se origina en este caso en la apuesta de si Bandit (Burt Reynolds) y el
camionero Cledus (el cantante y compositor de country music, Jerry Reed) son
capaces de transportar una carga de cerveza para una fiesta en tiempo récord
atravesando varios estados y burlando las restricciones policiales.
En el camino habrá gags, personajes
cómicos caricaturescos, rotura de patrulleros, peleas a puños y chicas rotundas
de remera apretada. Rol que por entonces podía cubrir Sally Field con gran
autoridad física. Sally no siempre fue la madre noble y sufrida, es más, tuvo
tantas carreras como la protagonista de la canción de Sondheim “I’m still here”.
Sondheim viene a cuento porque se lo menciona. Sally es una bailarina de línea
que casi llega a Broadway y Stephen es su innovador favorito.
Sally aquí es una novia fugitiva,
cuyo novio abandonado (el musculoso Mike Henry, que en los sesenta fuera
Tarzán) busca recuperarla con la ayuda de su padre, el comisario Buford T (el
inmenso Jackie Gleason, que tuvo también tantas carreras como para cantar su
versión de “I’m still here”)
Esta es la primera colaboración
Sally Field-Burt Reynolds, que fueron pareja estable un ratito e intermitente
siempre que podían. Sally declaró y declara a los cuatro vientos que siempre lo
quiso y Burt, mientras tuvo parejas celosas, no lo gritó tanto pero lo demostró
siempre. Y la química off-stage se comprueba on-stage para beneficio público.
Reynolds se hizo eterno en el 18 y casi
todos los obituarios destacaron su talento de partener de actrices impares en
tren de comedia, a saber, la mencionada Sally Field, más Goldie Hawn, Liza
Minnelli, Candice Bergen, Julie Andrews, Jill Clayburgh y Madeline Kahn, entre
otras. Como pocos grandes caballeros del cine (Omar Sharif y Hugh Grant entre
los más conspicuos) sabía dar lugar a que su coprotagonista brillara. No
encuentro por ninguna parte, la que es con Goldie Hawn, Best friends (Amigos íntimos
se llamó aquí) y que dirigió el maestro Norman Jewison en el 82. Pero sí hallo
en la red otra de mis favoritas, Starting
over.
Starting over
(conocida aquí como Tres no hacen pareja)
fue dirigida por otro maestro, Alan J Pakula, en 1979 y aquí Burt comparte
cartel con Jill Clayburgh y Candice Bergen. Se basa en una novela de Dan
Wakefield, con guión de James L Brooks, sí, el autor y director de La fuerza del cariño (1983), Detrás de las noticias (1987), Mejor…imposible (1997) y Spanglish (2004).
En Starting over (Recomenzando, sería su traducción literal) Phil
Potter (Reynolds, of course) es un autor de artículos para revistas que se
distribuyen gratuitamente en los aviones que intenta cortar lazos con su
exmujer, la cantautora Jessica Potter (Candice Bergen). Si bien el matrimonio
está terminado, la cosa no es fácil, todavía hay buen sexo entre ellos y las
facturas no terminaron de pasarse y pagarse. A instancias de su hermano,
Michael (Charles Durning) y su mujer Marva (Frances Sternhagen) inicia relación
con la maestra Marilyn Holmberg (Jill Clayburgh), que arrastra sus propias batallas
sentimentales perdidas y que terminará por pagar los platos rotos de Phil y
Jessica.
Dos detalles de esta película
quedaron grabados a fuego en mi memoria y los revisito con deleite. Uno involucra
un gag con el famoso y nunca bien ponderado Valium y el otro es que Jessica
(Candice Berger fue nominada para el Óscar como mejor Actriz de Reparto por
esta delicia) compone buenas canciones que describen lo que siente, pero las
canta ¡desastrosamente! (y los signos de admiración son parcos en este caso)
(Candice perdería su Óscar porque justo le tocó competir con una actriz que los
imanta, una tal Meryl Streep que ese año hizo eso de Kramer versus Kramer)
Jill Clayburg no canta, no le hace
falta para lucirse como la mejor. Es más, su actuación aquí le reportó también
una nominación para el Óscar, en su caso como Actriz Principal (fue su segunda
y última, el año anterior la había obtenido por esa maravilla que fue Una mujer descasada (Paul Mazursky,
1978) y con la que nos enamoró por siempre jamás) Lo volvió a perder, por culpa
de Sally Field y su Norma Rae (Martin
Ritt, 1979) (película censurada por su descripción de la política, la dictadura
era “apolítica”, sin comentarios, y que recién pudimos ver junto a muchas otras
en la primavera alfonsinista) Ah, la pobre Jill, al de Una mujer descasada lo había perdido a manos de Jane Fonda (otra
enamorada del Óscar) por su Regreso sin
gloria (Hal Ashby, 1978)
El Óscar como todo premio es una
lotería y puede que Candice y Jill lo perdieran, pero la gloria de su trabajo
se reverdece cada vez que vemos esta película, y los obituarios de Burt no
fueron clementes sino justicieros, si pueden lucirse tanto es porque Reynolds
sabe hacer que su galán las espeje en todo su esplendor. Arte injusto el del
galán, concita suspiros, pero poco reconocimiento crítico. (Si lo sabré yo…LOL,
mucho LOL)
Gustavo Monteros
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lunes, 11 de mayo de 2020
Bad Education - The wizard of lies - La donna della domenica - The night visitor
Bad
education es la historia de una estafa, y como todo
fraude (desprovistas las consideraciones morales, claro) es triste porque
engendra una ilusión que no se sostiene en el tiempo. Y cuando la verdad llega
tiene la contundencia del despojo. Un director de escuela carismático (tanto
que le queda como anillo al dedo a Hugh Jackman) y la tesorera (Alison Janney)
le meten el perro durante unos cuantos años a la Junta Educativa dibujando
gastos millonarios que nadie observa con atención porque los mencionados llevan la escuela a un lugar de preeminencia. Es una película HBO dirigida por Cory
Finley con guión de Mike Makoswsky sobre artículo periodístico de Robert
Kolker.
Me trajo a la memoria otra película de HBO
sobre las consecuencias de otro fraude verídico, The wizard of lies (Barry Levinson, 2017), protagonizada por Robert
De Niro y Michelle Pfeiffer. Esta gran estafa del experto en inversiones Bernie
Madoff fue incluso más dolorosa que la mencionada antes, por la sencilla razón
de que involucró a miles de incautos que perdieron sus ahorros, sus casas, sus
esperanzas.
Las dos, pero sobre todo Bad education me parecen tan buenas que el mejor elogio que puedo
tributarles es decir que se parecen a las películas de los setenta, lo que me
lleva a buscar en mi colección privada filmes hechos en esa década que tengo
olvidados o que me gustaría repasar.
Opto primero por La donna della domenica (La
mujer del domingo, Luigi Comencini, 1975) comedia de misterio en la que el
asesinato de un arquitecto detestable convierte en sospechosos a Jacqueline
Bisset (en la plenitud de su belleza) y a Jean-Louis Trintignant, conspicuos representantes
de la alta burguesía turinesa. El inspector Salvatore Santamaria (Marcello
Mastroianni) debe dilucidar el caso. Entre los vericuetos de la trama sabremos
que el personaje de Trintignant es homosexual y que tiene un joven amante,
Lelio Riviera (Aldo Reggiani). Y si bien la representación de la homosexualidad
responde al principio a los cánones de la época (burla y desprecio al
diferente) de a poco el retrato pierde los tintes caricaturescos y se vuelve
comprensivo y tolerante. Un detalle no menor para una película industrial que
se eleva de la medianía por los nombres involucrados.
Voy después por La noche del crimen (The
night visitor, Laslo Benedek, 1971) thriller de venganza en el que el que
un fornido Max Von Sydow escapaba de una fortaleza convertida en institución psiquiátrica
para plantarles cadáveres a su hermana Liv Ullmann y a su esposo Per Oscarsson.
El veterano inspector Trevor Howard deber resolver el intríngulis. Un cuento
macabro con un final plumífero sorprendente. La película no hace trampa en su
aspecto fundamental y nos detalla cómo es que el personaje de Max Von Sydow se
evade. Como con La mujer del domingo,
los nombres involucrados hacen también que esta película claramente comercial
se destaque y merezca rescatarse del olvido.
En resumen un par de tardes a puro género y
con grandes actuaciones.
Gustavo Monteros
lunes, 30 de marzo de 2020
Al habla
Me voy a tomar unos días para resolver unos problemas literarios pendientes. Lo que no quita que si vemos algo que puede ser de interés lo comentemos, así que estén atentos. Gracias. Mientras tanto conserven la elegancia de un David Niven.
Atentamente
Gustavo Monteros
Atentamente
Gustavo Monteros
sábado, 28 de marzo de 2020
Día 14 - El pantano - Freud - Ozark
Hola, me tomo el fin de semana, pero si tienen ganas de maratonear en Netflix, les dejo estas sugerencias:
viernes, 27 de marzo de 2020
Día 13 - Terremoto - La Falla de San Andrés
Hay películas que cumplen lo que prometen,
que dan lo que se espera de ellas. Si uno ve el afiche o el tráiler de Terremoto: la Falla de San Andrés (San Andreas, Brad Peyton, 2015), sabe de
inmediato que se trata de una película catástrofe, diseñada como vehículo de
lucimiento para Dwayne Johnson (ex La Roca) Y uno, sin ser experto en metalenguajes,
comprende en el acto, antes de ver la película, que volará, o más bien en este
caso se partirá, todo de manera muy espectacular, mientras él no salva al mundo
(a los yanquis se les está haciendo muy difícil vender ese zapallo) sino a su
familia y a otro núcleo familiar adoptado que encontraron por el camino.
Hay dos tramas en realidad, una científica (o
pseudo científica, porque no sé nada del tema) con Paul Giamatti a la cabeza,
que lleva tranquilidad a la platea, porque nos informa que se pueden predecir
con cierta antelación los terremotos, lo que no salvará a todos, pero sí a
muchos. Y la otra trama, claro, tiene a Dwayne ex La Roca Johnson como líder.
Los musculosos en el cine han evolucionado. Desde
los primitivos Maciste, Hércules, Sansón y demás a Jason Momoa y John Cena, hay
toda una parábola de crecimiento. Arrancó Stallone inventándose un par de
personajes icónicos, que desarrolló en sendas sagas. Schwarzenegger, con uno de
los apellidos más difíciles de la historia del cine, se desmarcó del héroe
fisiculturista y probó la comedia y siempre que pudo, dentro de sus notorias
limitaciones actorales, extendió el arco de sus personajes. Hace poco Jean
Claude Van Damme descubrió la infinita gracia de la autoparodia, y así si nos
fijamos en las carreras de cualquier musculoso desde los ochenta hasta ahora,
veremos que algo intentaron para no quedarse en la zona de confort del héroe pétreo
con mejor escote que Hedy Lamarr (antológico chiste de Groucho Marx a propósito
de Victor Mature, compañero de la diva en Sansón
y Dalila (Cecil B de Mille, 1949))
Dwayne está en la penúltima ola (después
vienen los mencionados Momoa y Cena) y ya es toda una estrella consagrada. Aquí
y en otras películas, deseoso de mostrar que no es solo una pila de músculos
sino también un hombre sensible, ¡qué joder! Esto explicaría lo rebuscado del
conflicto que padecen él y su familia, con pasado trágico a superar y esas
cosas. Eso sí es un pilín absurdo que la nueva pareja de la probable futura
exesposa de Johnson sea un egoísta tan mayúsculo y su hermanita tremenda bruja.
Pero, bueno, había que subrayar que la familia original, con sus peores cosas,
es siempre mejor que lo que se pueda conseguir. Bueno, che, es para agrandar al
héroe, no por un conservadurismo a ultranza, no vayas a creer…
Todo avanza según lo previsto, y ahí está el
goce. La comprobación, paso a paso, de lo que esperamos. La realización de
nuestras expectativas. Si se lo piensa un segundo, no es poco. Si lo tomamos
con Filosofía, hay mucha tela que cortar aquí.
Por supuesto no pueden evitar ser patrioteros
y batir banderitas yanquis. Aquí como todo es a lo grande, se despliega una
gigantesca al final con la promesa de la reconstrucción.
En su momento no vi esta película, porque no
tenía ganas de corroborar lo que sabía. Ahora, pandemia mediante, tengo esas
ganas y disfruté corroborando precisamente eso, lo obvio. Por eso el cine
industrial resiste, no solo de grandes maestros se nutre el paladar cinéfilo. Las
papas fritas resisten y resisten, a los malos aceites, a la cuenta de calorías,
a la amenaza de colesteroles, no pueden ser erradicadas. Porque dan lo que
prometen. Antes incluso de llevárnoslas a la boca, sabemos cómo son, a qué
saben. Bueno, esta gran rama del cine es como las papas fritas.
Hasta mañana
Gustavo Monteros
jueves, 26 de marzo de 2020
Día 12 - Milagro en la celda 7
Yedinci
Kogustaki Mucize, o sea, Milagro en la celda 7 en turco, es un melodrama hecho y derecho que
no tiene vergüenza de clamar su esencia a todos los vientos.
Un padre con retraso mental es acusado de un
crimen que no cometió. Su hija de 10 años creerá en su inocencia y lo
defenderá. Las circunstancias son coloridas por demás y son las que le dan
sabor a estas dos horas que se pasan volando, una vez que uno ha aceptado las
mieles y las espinas que el género depara.
Esta película se alista en la tendencia tan
en boga de copiar películas que fueron éxito en alguna cinematografía. Los
ejemplos más destacados de esta moda son, claro, Amigos intocables (Intouchables,
2011, Olivier Nabache y Éric Toledano) con Francois Cluzet y Omar Sy, copiada
por el cine argentino como Inseparables
(Marcos Carnevale, 2016) con Oscar Martínez y Rodrigo de la Serna y que fue
después Amigos por siempre (The upside, 2017, Neil Burger) con Bryan
Cranston y Kevin Hart. Bueno, esta película turca fue originalmente un exitoso
film sur coreano, después un film indio, después un film filipino y después de
ser turco, será un film indonesio. No se descarta que haya otras versiones de
otras nacionalidades.
La que nos ocupa fue dirigida por Mehmet
Ada Öztekin y protagonizada por Aras Bulut İynemli, como el padre y por Nisa
Sofiya Aksongur, como la nena.
Milagro
en la celda 7 está en Netflix y es una opción de entretenimiento
garantizado, si se gusta del melodrama.
Hasta mañana,
Gustavo Monteros
miércoles, 25 de marzo de 2020
martes, 24 de marzo de 2020
lunes, 23 de marzo de 2020
domingo, 22 de marzo de 2020
Día 8 - Virus
Contra lo que pudiera suponerse, cuando
enfrentamos una cinematografía que desconocemos, decodificar una película
popular es más difícil que hacerlo con una de cine arte. Estas últimas están
hermanas por influencias que podríamos considerar cosmopolitas, mientras que
las populares por identificarse con raíces y vertientes de las sociedades que
las producen, son, a pesar de su simplicidad aparente, más misteriosas y
elusivas.
Imaginen por un segundo a un georgiano, o a un
macedonio, o a un tibetano que ve. de repente y sin ninguna advertencia, uno de
los ejemplares de Los bañeros más locos
del mundo. Entendería, claro, algunos chistes chabacanos, las chicas
semidesnudas, pero la lógica de muchas secuencias y las razones del estilo
elegido se le escaparían. Exhibámosle al mismo sujeto una película de
Torre-Nilsson y a los pocos instantes la navegará como un experto y no le
resultará extraña para nada.
Virus (Gamgi, Sung-soo Kim, 2013) es una película
surcoreana de repentina popularidad en Netflix debido a la pandemia que
padecemos. Pertenece clara e indiscutiblemente al cine industrial, es decir
popular, de su país. Arranca como una comedia romántica, enmarcada en un
problema policial y deriva en el cine catástrofe. No tiene nada raro ni
incomprensible, salvo el estilo y algunos saltos en la verosimilitud, que
decodificamos y aceptamos a pesar de su extrañeza, pero que su público original
debe tener muy incorporados.
Por el lado policial, hay un caso de
contrabando de personas en un conteiner, que terminará con un sobreviviente,
poseedor del anticuerpo que devendrá en vacuna, que aliviará la epidemia de
gripe aviar, que también contribuyó a esparcir. Por el lado del romance
tendremos a una médica infectóloga que, por un accidente, conocerá a un bombero
con el que, aunque se nieguen ambos a reconocerlo, tendrán mucha química. Él viene
con un amigo-compañero cómico a cuestas y ella con una hija pequeña a cargo. Se
presume que la nena es angelical, pero es a todas luces insoportable. Con los
chicos en el cine, dicho esto con humor, hay algo fascistoide. Deben caernos
bien por imperativo, aunque sean unos monstruos precoces de comportamientos adultos,
combinados con los berrinches y caprichos propios de su edad.
Como sea, esta nena adorable o
insoportable, según cómo se la vea, se relacionará con el sobreviviente,
contagiándose primero y necesitándolo después para curarse. Mientras esto
sucede a su alrededor se desata la epidemia, que obligará al aislamiento de una
zona que de tan populosa parece una ciudad, y que debe ser cercada, sí o sí,
para salvar a la más populosa Seúl.
La historia tiene muchas
casualidades, demasiadas, para un lugar tan denso poblacionalmente hablando,
algo que debe ser visto como natural por el público original al que está
dirigida. Y el estilo, exacerbado, desmadrado, llevado permanentemente a los
extremos, también debe parecerles natural. Según nuestra óptica habitual es un
poquito excesivo…para decirlo con sutileza.
Una vez instalada la epidemia en el
film rige la lógica del cine catástrofe. Y como las características de este
género nos son familiares y afines, aceptamos las convenciones sin sorpresa ni
protesta.
Virus de tan colorida y
exagerada es atrapante, sobre todo porque por sus exageraciones hace catártico
los temibles efectos de la epidemia, que es el motor mórbido que nos hace
acercarnos a esta película.
Virus puede verse en
Netflix.
Hasta mañana,
Gustavo Monteros
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