jueves, 1 de febrero de 2018

Detroit: Zona de conflicto

Las películas testimoniales siempre dialogan con nosotros (bah, todas lo hacen, pero las testimoniales más). En los escasas y breves períodos de justicia social o de seguridad jurídica para los de abajo, las vemos con la sonrisa de lo que creemos superado para siempre (la ingenuidad, de tan voluntariosa, bordea siempre la estupidez) y en los momentos oscuros (como estos que de nuevo nos apremian) las vemos como un aviso que llega con atraso o como la advertencia que siempre se queda corta. La derecha se supera siempre en sus desmanes, sabe desmarcarse de la piedad porque poderosos medios propagandísticos (llámense diarios, radios, televisión, internet, redes sociales y cuantos inventos a venir haya) siempre la protegen y los tontos de siempre, mezcla de fachos innatos y adquiridos, eligen creerle, darle a su eterna cuádruple moral no el beneficio de la duda sino la convicción suicida, en política no se muere una vez, se muere cada vez que se vota al establishment.


Detroit no debería llamarse Detroit: Zona de conflicto sino Lo que pasó en el Hotel Argiers durante los disturbios de Detroit una infausta noche de julio de 1967. (Me salió medio un título de Lina Wertmüller por lo largo, pero en fin, siempre hay un modelo que seguir).


Kathryn Bigelow (Near dark/Cuando cae la oscuridad, 1987, Blue steel/Testigo fatal , 1989, Point break/Punto límite, 1991, Strange days/Días extraños, 1995, The weight of wáter/El peso del agua, 2000, K-19: The widowmaker, 2002, The hurt locker/Vivir al límite, 2008, Zero Dark Thirty/La noche más oscura, 2012) es una directora que maneja bien el suspenso, la tensión, el salvajismo, la crueldad, sin los tremendismos de los golpes bajos habituales y sin los embellecimientos de los justificadores del fascismo, más bien con el nervio justo de lo que golpea, de lo que deja cicatriz, de lo que no se olvida.


La película comienza casi como un cuento de hadas, que nos introduce en este Detroit al que los cambios sociales, políticos y sobre todo económicos dejaron al borde del estallido social. Zaffaroni dice que el estallido llega cuando menos se lo espera, que se lo anuncia, sí, pero se presenta por un por qué pequeño, inaudito, inesperado bah. En esta historia, llega por una razzia policial a un antro de drogas, juego, sexo y alcohol, que se hace por una cadena que no puede romperse, por la puerta delantera y no por la del costado, como sería aconsejable. El resto es historia y dentro de esa historia está lo que pasó una noche aciaga en el hotel Algiers.


Después de ponernos en circunstancia histórica, el filme nos describe los personajes que intervendrán de un lado y del otro del hecho atroz. Policías y civiles, y algunos militares, más algunos vigilantes privados coincidirán en este hecho de sangre, que no está del todo claro (se aclara por ahí que los hechos fueron reales, pero que quedan muchos puntos suspensivos en cuanto al cómo y por qué se desarrollaron así, que el guión llenó dichos puntos suspensivos con la lógica del talento de los que intervinieron (el guión es de Mark Boal), eso la salva, gracias a Dios, de la biopic habitual estúpida de todas las semanas, que presume saberlo todo y nos aburre a fuerza de una estupidez tras otra).


Lo que vemos por momentos se vuelve muy angustiante porque le encontramos un correlato directo con lo que ocurre en este mismo instante afuera del cine protector, en que nos hallamos. A las fuerzas de seguridad, llámenselas policía, gendarmería, policía militar, provincial, municipal o como corno se prefiera, nunca , pero nunca de todos los jamases, debe dársele carta blanca, piedra libre, rienda suelta y siempre, pero siempre de todos los siempres se debe educar, fomentar, influir por hipnosis si no queda más remedio, el respeto al congénere y si es distinto más, que comprenda, para empezar a hablar, que ser blanco no le da derecho sobre las otras razas, que ser cristiano no le da derecho sobre las otras religiones, que ser heterosexual no le da derecho sobre las otras elecciones sexuales, y que portar un uniforme no le da NINGÚN  derecho sobre los que no lo portan. Y que quede claro que cada vez que alguien diga los derechos humanos esto o las garantías sociales aquello es un facho irredento, que merecería ser reeducado hasta que aprenda sus errores. Porque hay muerte cada vez que dicen eso, y los muertos siempre los ponemos nosotros, los de abajo, los que creemos que las razas, credos, elecciones sexuales no deben discriminarnos, porque todos contribuimos a la belleza de este mundo. Pero, claro, hay lecciones que no se aprenden nunca o tardan en aprenderse.


En resumen, una película ineludible para los que nunca la verán y menos la incorporarán si decidieran verla. El problema no es la venda, las anteojeras sino la elección de tener esa venda, esas anteojeras a como dé lugar, porque lo otro es dejar de lado prejuicios y mentiras que, por alimentarles la vida entera, ya no pueden dejar. Los demás, véanla con cuidado, es lo que sabemos, con el dolor de siempre.

Gustavo Monteros


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