viernes, 31 de marzo de 2017

El peso de la ley

Voy a hacer una excepción. En alguna crónica pasada declaré que no escribiría sobre películas argentinas porque no perdía la esperanza de participar de alguna y no quería que, llegado por fin el caso, se me reprochara un comentario trasnochado. Pero hoy hablaré de El peso de la ley con libertad y sin renuencias por la sencilla razón que no tengo nada malo que decir de ella.


La veo en una función del Espacio Incaa en el cine Gaumont de Buenos Aires, de cara a la Plaza Congreso. Es en la sala 1 que parece inmensa para albergar a la cincuentena de espectadores que somos. Terminada la proyección se da una tímida salva de aplausos, que se vuelve cálida porque nos sumamos casi todos. Camino a la salida, escucho que una espectadora le preguntaba a la chica, que había entrado con escoba y palita para adecentar otra vez el lugar, si alguna vez la sala se había llenado con esta película. A la señora le resultaba increíble que una película tan buena no convocara multitudes.


Camino del subte, que me llevará a Retiro, repaso mentalmente las reviews que leí sobre la película. Desacuerdo fervientemente con ellas. Una vez en casa, entro a la página argentina equivalente a Rotten Tomatoes, o sea, que rejunta todas, o casi todas, o más o menos todas las críticas publicadas sobre tal o cual film. Veo que los mismos motivos derivan en elogios o descalificaciones. Ratifican mi creencia de la inutilidad de las críticas. Lo mejor que uno puede hacer es describir lo que la película nos despertó y confiar que esto le sirva como orientación a los probables espectadores. Ponerse por encima de lo se ve y levantar el dedito para calificar o bajar línea es tan anacrónico como un dinosaurio en la Revolución Francesa.


El peso de la ley, como su título lo indica, viene de abogados y sus casos. Y es el debut como director del actor Fernán Mirás. En una nota del diario La Capital de Mar del Plata hallo lo siguiente (quien habla es el coguionista Roberto Gispert): “La historia la escribimos con Fernán, está basada en un expediente real, que utilicé para recibirme (de abogado) y cuyo hecho ocurrió en un pueblo del interior”, agregó Gispert, quien contó que el filme se sostiene “en el humor negro” para narrar una historia que ocurre en 1983, a poco de que termine la dictadura cívico militar. “No caímos en mostrar hechos escabrosos ni escatológicos, es un filme sobre las luchas intestinas que se viven en el poder judicial”, agregó Gispert. (…)  Según el coguionista, motivó el filme un expediente que, de tan absurdo, los abogados se lo pasaban entre ellos como un chiste. Pero hubo personas que padecieron las decisiones de ese expediente, seguramente por las condiciones sociales a las que pertenecían.


De un lado tenemos a Gloria Soriano (Paola Barrientos), una abogada a la que le toca defender al Gringo (Daniel Lambertini) acusado de violar al idiota del pueblo, Mamfredo (Fernán Mirás), la fiscal del caso Mercedes Rivas (María Onetto) fue profesora de Gloria. El expediente es casi un chiste de mal gusto de tan precario y prejuicioso. Darío Grandinetti será el juez, personaje comprometido en el caso por más de un aspecto.


Los detractores del film insisten con que el tratamiento del tema es enfático, los personajes está subrayados y que el contenido es discursivo. Los defensores damos vuelta esos argumentos y decimos que no hay énfasis sino voluntad de claridad, no hay personajes subrayados sino caracterizaciones claras y que el contenido no es discursivo sino elocuente. Eso sí, todos coincidimos en que la historia es muy atrayente y que las actuaciones son excelentes.


Yo, ya es obvio, milito en las filas de los defensores de un film, que me pareció lisa y llanamente el mejor que he visto este año hasta la fecha. Por su audacia, por sus logros, por su historia, por volver inolvidables a sus personajes. (Y porque antes de los títulos finales reconocí las locaciones necochenses utilizadas)


En resumen, asúmase como juez de este film impar y emita sentencia. (Se exhibe en el Cinema Paradiso en solo dos horarios, uno muy cómodo: 18:40 y otro no tanto: 23:05, incluso a pesar de esta incomodidad, no se lo pierda)


Gustavo Monteros

jueves, 23 de marzo de 2017

Dos noches hasta mañana

Decía la vieja canción de Dave Ellingson y Kim Carnes:

Love comes from the most unexpected places (El amor llega de los lugares más inesperados)/
In someone's eyes you've never met (en los ojos de alguien que no conocías)/
Who wants to get to know you (y que quiere conocerte)/
In someone's smile you can't forget (En una sonrisa que no puedes olvidar)/
And if the music plays on in your mind (Y si la música suena en tu cabeza)/
Take all the love that you can find (Apodérate del amor que halles)/
And if love takes you in (Y si el amor te engaña)/
Take all the love that you can find (Apodérate del amor que halles)/
And hope it comes again (Y cruza los dedos para que vuelva)

Y algo así les pasa a Caroline y Jaakko. Caroline (Marie-Josée Croze) es una arquitecta que está de paso en la ciudad de Vilna, capital de Lituania por un trabajo. Su vuelo de regreso a París parte a la mañana siguiente. En el bar del hotel cruza miradas y sonrisas con Jaakko (Mikko Nousiainen) quien se acercará a su mesa y comenzarán una noche de juegos, tragos y sexo. Pero la casualidad, el azar, el destino o la pura coincidencia harán que el aeropuerto se cierre por una nube de cenizas volcánicas y que deba permanecer en Vilna un día y una noche más.


Si bien esta película escrita y dirigida por el finlandés Mikko Kuparinen trabaja con intensidad el símil de verdad y realismo, abreva en la fantasía romántica del amor inesperado que define las relaciones en conflicto que arrastramos o que nos enfrenta a aspectos nuestros algo adormecidos, por no decir negados.


Para que la historia funcione es necesario que desarrollemos una instantánea empatía con los personajes, a través de los actores, claro. Yo, al menos, lo hice de inmediato y entré y viví con ellos los vaivenes y vericuetos de una relación que termina por poner negro sobre blanco el amor rengo que ella arrastra o la soledad luminosa que el éxito de él oculta.


En resumen, si alguna vez elucubraste adónde te llevaría esa mirada o aquella sonrisa de lxs extrañxs si hubieran dejado de serlxs y te hubieras relacionado con ellxs, este film te ofrece una agradable respuesta a esa inquietud.


Gustavo Monteros

jueves, 16 de marzo de 2017

Elle: Abuso y Seducción


Elle: abuso y seducción de Paul Verhoeven es tanto una comedia de humor negro, un psicodrama (lo que en algún momento llamamos estudio de personajes), una sátira de la burguesía, un policial de venganza, una comedia de costumbres y unas cuantas cosas más.


Paul Verhoeven (RoboCop, 1987, El vengador del futuro, 1990, Bajos instintos, 1992, Showgirls, 1995, Invasión-Starship Troopers, El libro negro, 2006) es ante todo un provocador, un satirista a la vieja usanza, así que descoloca y mucho, tan poco acostumbrados estamos a la sátira punzante, como las del Buñuel del Discreto encanto de la burguesía, 1972, El fantasma de la libertad, 1974 o Ese oscuro objeto de deseo, 1977. A lo que voy es que nos sorprendería menos si viniéramos de una seguidilla buñuelesca.


Michèle (Isabelle Huppert) es violada en la primera escena y su respuesta es inaudita. Es la más inteligente manera de informarnos a qué deberemos atenernos de ahí en más. Verhoeven dinamitará todos nuestros conceptos bienpensantes de temas álgidos como la violencia de género, el feminismo o el rol de la mujer. Nos incomodará, nos escandalizará (si el amarillismo que nos domina nos dejó un resto de sensibilidad), nos apabullará. Es una de las películas más inusuales que tendremos la suerte de ver. Nunca sabremos muy bien dónde estamos parados, adónde se dirigirá la trama, en qué vericuetos nos meterá, qué salvedades morales tendremos que enfrentar.


Michèle es un personaje multifacético, es una empresaria de éxito, una amiga, una hija, una madre, una amante, una vecina y una vengadora. Cada uno de estos roles dispara una subtrama, de superficie elegante y luminosa y de trasfondo sucio y barroso. A propósito no daré más detalles, no para evitar espoilear sino para no condicionar las sorpresas, que son muchas.


Isabelle Huppert leyó Oh..., la novela de Philippe Djian, en que se basa el film, y supo que tenía un papel ideal para ella, por eso se la acercó al productor y sugirió que Verhoeven debía dirigirla. El productor y Verhoeven llevaron el proyecto a los Estados Unidos con la aspiración de Nicole Kidman como la protagonista soñada. Ante el poco eco encontrado, regresaron a Francia y a Huppert, quien asegura no sentirse traicionada por el paseo estadounidense de su productor y director, quizá por creer que el personaje le estaba destinado.


Huppert hace una de las actuaciones más destacadas de la historia del cine y no exagero en lo más mínimo. Deslumbra a cada paso del camino con cada pequeño gesto, con cada inflexión de la voz, por cada movimiento que encara. Comienza por hacer lo opuesto a lo que hacen casi todos los actores, nos empuja afuera, no quiere empatía, quiere que nos distanciemos de su personaje, que permanezcamos alejados y cuánto más nos empuja, más queremos acercarnos, estar con ella, disfrutar de su libertad de acción. Huppert nos  informa que nada de lo que sucede es casual, accidental, que cada desvío desafiante de los temas o argumentos socialmente aceptados son a propósito, y que hacemos bien en sentirnos interpelados porque esa es la intención que ella y el director se traen a simple vista y bajo la manga. Y si se ve la película otra vez (yo voy por la segunda) su actuación deslumbra más todavía, porque uno comienza a comprender la cantidad de pliegues que le imprime a su criatura, que es tanto un ser humano como un monstruo. Ella es la película, pero la película no es ella, de ahí que uno pueda sentirse disgustado por el film y fascinado por lo que ella hace.


En un reportaje para The Guardian, Huppert poco menos que camina por los techos ante la sugerencia de que su personaje encarne algún tipo declaración de principios o que la película aspire a tal o cual mensaje. Con mucho acento francés afirma que el film es una fantasía destinada a incomodar al espectador que cree tener verdades reveladas sobre cómo son algunos temas. Eso está cumplido con creces. Más allá de algunas resoluciones magistrales, no sé si me gusta esta película tan atrevida, que de todos modos considero de visión imprescindible porque Huppert hace algo antológico de lo que se hablará durante generaciones.

Gustavo Monteros

Silence


En mi modesta opinión, que no tiene por qué ser compartida por nadie, de todos los Scorsese que conviven en la carrera de Martin Scorsese director, el  que menos me gusta y menos revisito (por no decir jamás) es el religioso. Por censuras varias llegamos tarde a La última tentación de Cristo, 1988, y cuando la vimos lucía antigua, superada, parecía Los diez mandamientos de Cecil B De Mille reversionada por el Pier Paolo Pasolini de El evangelio según San Mateo, o sea desprovista de luz, color y magnificencia, era un tedio que solo Willen Dafoe y Barbara Hershey hacían soportable. Kundun, 1997, en cambio, era todo luz, color y lujo, pero más seca que hueso que da la luz mala e igual o más aburrida que la mencionada antes, uno se tenía que pellizcar cada cinco segundos y decirse que era una profunda exploración religiosa para no caer en el sopor que nos acuciaba. La que le siguió, si bien no se la incluye entre las religiosas-religiosas, igual indagaba sobre Dios, el destino, la culpa y demás, Vidas al límite (Bringing out the dead, 1999) esa en la que Nicolas Cage subrayaba su natural cara de vagina afligida, obra que podría figurar entre las interesantes-pero-no-logradas del currículum de ambos. Y como no hay dos sin tres, llega Silence para integrar, hasta la fecha, una trilogía religiosa, sabrá Dios si hay más y se conforma una tetralogía, y otra y una pentalogía, después quizá una hexalogía, una heptalogía, una octología, una enealogía o nonalogía, una decalogía y así sucesivamente.


Silence se basa en una novela de 1966 del autor católico japonés Shūsaku Endō, que ya fuera llevada al cine por Masahiro Shinoda con el mismo título en 1971, y hasta hay quien dice que también por João Mario Grilo porque su The Eyes of Asia de 1994 se nutriría en esta novela.


Estamos en 1639, dos sacerdotes portugueses, Rodrigues (Andrew Garfield) y Garupe (Adam Driver) llegan a Japón en busca de su mentor, Ferreira (Liam Neeson) quien no solo habría dejado de difundir la fe católica sino que también habría apostatado al abrazar el budismo y que incluso viviría amancebado con una japonesita. El cristianismo católico sobrevive a duras penas una persecución oficial, igual de cruenta que la Santa Inquisición, quienes se nieguen a renegar del credo son quemados vivos, crucificados hasta ahogarse con las mareas, o colgados boca abajo con una herida precisa que los desangra gota a gota.


Scorsese no es Scorsese al divino botón, aquí filma con la amplitud de un despojado David Lean, su puesta en escena es siempre creativa, elocuente, grandiosa. El guión peca de demasiado declamativo, algo que es casi de rigor en las disquisiciones religiosas o filosóficas. Dos problemas graves preocupan a los fieles seguidores de Scorsese, entre los que me cuento, uno, el relato no fluye con naturalidad, tropieza una y otra vez con una solemnidad, con una pretenciosidad, con una autoconsciencia de importancia, que poco ayudan para involucrarnos con lo que sucede en pantalla, salvo las escenificaciones de los martirologios que conmocionan con su salvajismo, el resto nos aburre más que misa en latín.


Y dos, los protagonistas, Andrew Garfield no tiene madera de estrella, no puede sostener nuestra atención, carece de brillo, de presencia, de recursos, por más que angustie su cara de niño no pasa nada, en Hasta el último hombre, 2016, de Mel Gibson o en su El sorprendente Hombre Araña, 2012, de Marc Webb le iba mejor porque estaba rodeado de carismáticos e inflado de efectos especiales, aquí no hay ni una cosa ni la otra. Su coequiper, Adam Driver, tiene cara y cuerpo como para estar en El entierro del conde de Orgaz de El Greco, y ahí se acaba su contribución a la imaginería religiosa, como Andrew Garfield, su atractivo estelar va de poco a nulo. Uno comienza a rezar que aparezca Liam Neeson de una buena vez y le dé espesor, presencia, interés al cuento.


Pobre Scorsese, terminar con Andrew Garfield y Adam Driver, él que tiene ciclos con algunos de los más grandes actores que han existido, De Niro, Di Caprio, Daniel Day Lewis en un par, y en solo una vez  por ahora, estrellas como Jack Nicholson, Jerry Lewis, Nicolas Cage, Tom Cruise o el inolvidable Paul Newman. Mientras se elaboraba este proyecto, algo que tomó muchos años, se barajaron nombres como los de Daniel Day Lewis, Benicio del Toro, o Gael García Bernal como posibles participantes de esta aventura creativa. Otra cosa hubiera sido con ellos o con cualquier otro de la guía telefónica. Otro detalle, en tiempos en que se apunta a un verosímil más certero (como por ejemplo la serie The Americans en la que los personajes rusos hablan en ruso, con su correspondiente subtítulo, claro), que estos supuestos portugueses se traben cada vez que tengan que decir Ferreira suena a que practicaste poco, y eso que es solo una palabra que debieron aprenderse, no a leer Saramago en voz alta, recitar poemas de Pessoa o cantar fados. No se trata de que te den solo el protagónico, también hay que poner huevo y sudar la camiseta. La empatía a despertar no crece en los árboles, ni se da con tener cara bonita o interesante, hay que seducir a la cámara con lo que se tenga. Y si no se tiene nada, se construye algo. En cine si el protagonista no tiene hambre de gloria, la película está en serios problemas y nuestro interés también. Ante cualquier arte, aburrirse en más fácil que interesarse.


Eso sí, no hay que ser injusto con los actores japoneses que hacen una faena maravillosa. El flaquísimo Yōsuke Kubozuka es Kichijiro, un equivalente de Judas para el padre Rodrigues. Yoshi Oida es Ichizo, el jefe del primer pueblo que visitan los sacerdotes, sobre cuyas espaldas cae una pesada decisión. Issey Ogata es el fatigado y hastiado Inquisidor, que mira casi con desdén y abulia los tormentos que infringe. Y last but not least, para nada en absoluto, el traductor que hace Tadanobu Asano, un viscoso divertido como pocos, de esos personajes que seducen en la pantalla con su humor y sus dobleces, pero que son letales en la vida real. Un verdadero actor de cine el señor, no como los dos bodoques que protagonizan.


Terminada la película, uno comprende que la borgeana victoria secreta final está mejor contada que la bergmaniana angustia por el silencio de Dios. 


Más allá de los reparos, es un Scorsese, o sea, más temprano que tarde hay que verlo, aunque sea una vez, que Scorsese no es Scorsese al divino botón.


Gustavo Monteros
Todanobu Asano

jueves, 9 de marzo de 2017

Jackie

Quizás yo no sea el mejor candidato para hablar de Jackie de Pablo Larraín, pero intentémoslo al menos.


Jackie se estructura a partir de la entrevista que le hizo el periodista Theodore White (Billy Crudup cubre este personaje, que sabrá Dios por qué, aquí se lo llama a secas El Periodista) el 29 de noviembre de 1963 para la revista Life. Jackie no es la típica película biográfica, no, es más bien un retrato artístico de una personalidad en un trance muy difícil y determinante de su vida. Este retrato se vertebrará también en la recreación del especial para televisión de 1962: Una visita a la Casa Blanca con la Sra Kennedy. Y es de capital importancia también el diálogo que tiene con un sacerdote (John Hurt). Todo girará acerca de los prolegómenos al atentado a John Fitzgerald Kennedy, la ejecución del mismo, sus consecuencias y los preparativos y realización de sus honras fúnebres.


No hay una linealidad, el guión va para adelante y para atrás en un acotado marco de tiempo, apenas un mes, como mucho, pero el juego es de una claridad meridiana, siempre sabemos en qué momento estamos. El modelo narrativo usado no es el de las cajas chinas, ni el de los espejos enfrentados, sino más bien, aquel que se llama el del espejo roto, cuyos fragmentos van reflejando aspectos distintos de la realidad  elegida. Y esta vez, es la partitura la que da cohesión al todo. No es una banda sonora intrusiva, no, introduce, acompaña, celebra. Tiene los instrumentos típicos, los infaltables violines, por ejemplo, pero es de una creatividad inusual. Sin ser tan rara como la de Jonny Greenwood para Petróleo Sangriento (There will be blood, Paul Thomas Anderson, 2007) no se recuesta en el típico colchón de compases melifluos. Pertenece a la compositora Mica Levi, un nombre a tener en cuenta y seguir.


Larraín logra un film particularmente impecable en su elegancia, la dirección de arte, el maquillaje y vestuario son de una gran belleza. El tono elegíaco sumado a la luminosidad de los ambientes va creando de a poco una atmósfera onírica, no, más que onírica, sonambulesca. Comunica con contundencia ese estado de melancolía, extrañeza, sensibilidad y agudeza que da la pérdida de un ser querido. Nos mete en ese estado de tristeza irremediable y de tranquilizantes asimilados.


Y se vuelve atrapante cuando abreva en los detalles. Por ejemplo, el momento en que le toman juramento a Lyndon Johnson (John Carroll Lynch) y comprobamos como ella pierde el centro de la escena y cómo lo resiente. Y los vericuetos, las idas y vueltas de las pompas fúnebres, más la tozudez de Jackie de no cambiarse el traje ensangrentado hasta llegar a la Casa Blanca. Y sobre el final, la utilización de la última canción del musical Camelot de Loewe - Jay Lerner, cantada por Richard Burton que dio origen al mito.


Sí, se dice que Jackie fue una de las pioneras en comprender la importancia de la televisión y la imagen, que la presidencia de su esposo no tuvo el brillo que ella le adjudicó con sus gestos. Casi sobre el final vemos su máximo triunfo, el de las tiendas que se pueblan con maniquíes vestidos con modelos que copian su estilo. El famoso conjuntito de remerita manga corta y camperita de banlon completado con el collarcito cortón de perlas fue usado por las señoronas con pretensiones de distinción hasta bien entrados los setenta. Y por estas tierras de prosapia latina, desterró en el luto el llanto destemplado por el dolor estoico, con lágrimas para la intimidad y en público un rostro sufrido pero seco.


A pesar de su exposición mediática, Jackie fue siempre un misterio. Y Natalie Portman y Pablo Larraín parecen por momentos develar aspectos del misterio, pero esta operación tapa más de lo que revela. Cuánto más parece abrirse, más se cierra en realidad, más se afirma en los ropajes del ícono, el trajecito, el sombrerito, el peinadito, la carterita, los zapatitos.


Natalie Portman entrega una actuación deslumbrante, hipnótica. Por momentos muy vulnerable, en otros férrea, más todos los estados intermedios. Recrea también con exactitud la forma de hablar de Jackie, que era, claro, la de las mujeres neoyorquinas de clase alta. Confieso que esos susurritos modositos de gatita morronga me sacaron de quicio en un principio, pero después me fui acostumbrando y los acepté. Esta actuación notable de Portman me remitió a la Michelle Pfeiffer en Love Fields / Conflictos de amor donde era una rubia obsedida con Jackie al punto de la imitación maníaca. Comprendo ahora por qué Michelle hablaba como hablaba en esa película. Si existieran los dobles programas, deberían dar Jackie primero y después Love Fields, cubren las mismas fechas desde perspectivas opuestas, en una se vería las intimidades de esta primera dama irrepetible y en la otra cómo el público de la época, en especial algunas mujeres, se identificaban en Jackie hasta la veneración.


Aparte de los ya nombrados, se lucen Peter Sarsgaard como Bobby Kennedy, Greta Gerwig, como su secretaria privada, Richard E Grant, como el asesor en decoración, Beth Grant como la señora de Johnson y Max Casella como el jefe de prensa. El danés Caspar Philipson personifica a John Fitzgerald Kennedy, más una foto que un personaje, no es su demérito, es elección del guión y del director.


Creo que no me fue tan mal, que describí más o menos bien los muchos méritos de este film. Hago esta aclaración porque, como dije por ahí, antes, en algún otro escrito, las biopics (películas biográficas) me tienen harto y encima, confieso, que Jacqueline Lee Bouvier Kennedy Onassis nunca me importó un comino y me pareció, perdón, es sin intenciones de ofender ni discriminar, una pelotuda importante.


Habla maravillas del arte del director Pablo Larraín, del guionista Noah Oppenheim y de Natalie Portman que me interesara y compartiera el dolor de esta mujer que nunca me cayó bien.

Gustavo Monteros


Y ahora un chistecito

Perdón, no lo pude evitar (además Jackie... Chan es un genio)

Monsieur Chocolat


Chocolat, dirigida por el también actor, Roschdy Zem, es una película biográfica (comúnmente llamadas, biopic) que cuenta el ascenso artístico y caída del primer payaso negro de Francia, a fines del siglo XIX y comienzos del XX.


Chocolat cae en muchos vicios habituales de las biopics, esquiva algunos y se anota unos pocos triunfos.


Si bien el título refleja a una sola persona, en realidad es la historia de una relación, la que se da entre el payaso George Footit (James Thierrée, actor de gran prosapia como se verá) y Chocolat (Omar Sy, que se ganó fama internacional con Amigos Intocables, 2011, o Intouchables, en el original de Olivier Nakache y Eric Toledano).


Footit es un Carablanca, o sea en la clasificación de los payasos, el que lleva la máscara de Pierrot, es decir, maquillaje blanco, cejas dibujadas en la frente, pintura roja en los labios, nariz y orejas, y es elegante, orgulloso, autoritario y malicioso. Chocolat será una variante del Augusto, o sea el de la nariz roja, zapatos enormes, maquillaje que combina el negro, rojo y blanco, peluca grotesca y ropa de colores brillantes, y es impertinente, promueve travesuras y desestabiliza al payaso blanco o Carablanca.


Esta información es necesaria, puesto que en los títulos finales nos ratificarán algo que la película ya ilustró ampliamente, y es que Footit y Chocolat revolucionaron el número del Carablanca y el Augusto llevándolo a alturas inauditas.


Insiste como El aviador (Martin Scorsese, 2004) en el flasback pedagógico que nos informa el origen de un trauma (a su favor diremos que el de Chocolat no es tan torpe ni tonto como el del film de Scorsese, quizá porque en Francia la psicología conductista no es el único modelo psicológico en uso). Es casi tan larga como La môme (La vie en rose, 2007) de Olivier Dahan, igual de “ilustrativa” o sea más que contar hechos, los ilustra, como si se tratara de las vidas de los héroes contadas en las historietas de las viejas Billiken y Anteojito. También como dicha película de Dahan, cuenta con grandes actuaciones, eso sí, no llegan a ser tan monumentales como la que Marion Cotillard dio de la Piaf, a lo que voy es que no salvan esta película del montón, como lo hizo Marion con aquel film bastante pobre que la convirtió en estrella internacional. También a favor de Chocolat está que no sea solemne como suelen serlo casi todas las biopics, quizá por tratarse de payasos.


El problema principal de Chocolat es primero político y después de punto de vista.


Chocolat en la cima de la fama parece haber olvidado que es negro. Una irresuelta cuestión de papeles lo manda a la cárcel, temible porque por entonces ni había nacido la noción de derechos humanos, bah, la de derechos de cualquier tipo. Allí lo desnudan, lo humillan, lo torturan, lo golpean, más que nada porque los guardias resienten la aberración de ser un negro rico y famoso. Después lo tirarán a una celda, donde está también Victor (Alex Descas) un haitiano preso por difundir ideas políticas opuestas al stablishement. Víctor le hará comprender que su actuación puede verse como una burla al negro ignorante, una aseveración del estereotipo, una ratificación de que el negro no merece más que este retrato indigno y denigrante. Cuando vuelve a ser libre, Cholotat intenta hacer algo para revertir ese lugar común, pero no toma en cuenta que carece de sustento ideológico y que tampoco puede defender su caso sin elocuencia. Hasta ese momento ha vivido hedonísticamente y ni pensaba en los estereotipos humillantes que una vez lo paralizaron. El dinero repentino calma los nervios de los necesitados como pocas drogas. Germinará sí otra idea de Víctor, la de hacer Otelo, pero sin la reversión de los lugares comunes reservados al cómico, negro para peor, probará ser una mala idea.


Esta visión claramente política de la cuestión no es expuesta ni a fondo, ni con superficialidad, es simplemente “ilustrada” como si fuera otro traje, otro auto, otra pieza de mobiliario.


El film tampoco asume el punto de vista de George. No se necesita ser Sherlock Holmes, Hercule Poirot, Jules Maigret o Philip Marlowe, para darse cuenta que George ama a Chocolat, y que nunca lo dirá. Pertenece a la época en que la ambición a la felicidad entre integrantes del mismo sexo que se aman era directamente utópica de tan lejana, y que había quienes preferían morir en silencio, antes que exponerse a un revelación oprobiosa, que consideraban inútil y desesperanzadora. Y sin embargo, como creador y director de los números que hacían, George, al menos en escena, sin ceder su espacio de payaso importante y triunfador, se permitía amar a Chocolat. Puede que ese amor fuera pobre y limitado, pero ese punto de vista podría haberle dado a la película la profundidad que carece.


O ver la historia desde la perspectiva exclusiva de Chocolat. Siglos atrás, Bob Fosse tomó el punto de vista de su retratado, Lenny Bruce, en Lenny y  nos regaló uno de los pilares de las buenas biopics.


Claro, la verdad sea dicha, Chocolat no aspira al arte, es solo un pretexto para explotar y expandir la fama internacional de Omar Sy, dándole otro papel carismático, seductor y de segura empatía. El hombre es una estrella innata, pero hasta las estrellas necesitan de buenas películas para que sus halos prosperen.


James Thierrée es un actor excelente, antes dijimos que tiene una gran prosapia, juzguen ustedes. Es hijo de Victoria Chaplin y Jean-Baptiste Thiérrée, sí, sí, es nieto de Charles Chaplin y Oona Chaplin, biznieto de Eugene O´Neill y tataranieto del gran actor teatral, James O’Neill, o sea fruto de un ilustrísimo árbol genealógico.


En resumen, a pesar de las cortedades mencionadas, merece verse por las actuaciones, por la impecable reconstrucción de época, por la buena banda de sonido y por las maravillosas rutinas payasescas, que entroncan al menos en el cine con una trayectoria que se inicia con Charles Chaplin, Buster Keaton, Harold Lloyd, Douglas Fairbanks padre, Gene Kelly, Burt Lancaster hasta llegar a Jackie Chan, pasando por Belmondo, o sea la del histrión acróbata, que deslumbra siempre.

Gustavo Monteros


En lo profundo del bosque

El planteo inicial me apasionaba porque siempre me pregunté cómo será el fin de la civilización, ya sea en sus variantes brote de zombies, ataque extraterrestre, bomba nuclear que desata el apocalipsis o como en este caso corte de luz que se prolonga para siempre jamás.


Vayamos al principio. Nell (Ellen Page) una estudiante universitaria y Eva (Evan Rachel Wood) una aspirante a bailarina profesional, viven con su padre, Robert (Callum Keith Rennie) en un hermosa y luminosa casa en medio de un apacible bosque. Un buen día se corta la electricidad (y eso que el ministro de lujo Aranguren, su sinceramiento de tarifas de más del 1000 %, eufemismo oficial del más popular “tarifazo” que ahora se paga ¡mensualmente!, la condonación de deudas millonarias a las compañías eléctricas sin ningún argumento, válido o no, el cero control a los planes de inversión que no se llevaban a cabo antes, que los vigilaban y multaban, imagínense ahora que se “autoregulan”, y demás delicias que los servicios, bajo la revolución de la alegría, nos deparan en nuestra vida cotidiana, no tienen participación en esta odisea)


El tiempo pasa y la luz no vuelve. Como es habitual en estas historias, se desata lo peor de los seres humanos. Es como si la electricidad, con todos los aparatos que soporta, fuera las riendas de la civilización, que sueltas desatan la violencia, el descontrol, el caos del sálvese quien pueda (no sé por qué siempre se da por sentado este escenario, y no el de la supervivencia por la solidaridad, si ya no puedo comprar nada de lo que compraba, porque los supermercados quedaron sin nada y no hay ni producción ni distribución, en una primera instancia, creo que consultaría con los vecinos qué les queda a ellos y les diría qué tengo yo, para ver si compartiendo podemos durar más tiempo, si se mostraran renuentes o mezquinos quizá entonces me pondría agresivo o egoísta, y adheriría al Sálvese quién pueda, pero no de inmediato, como si fuera el único camino, no sé, esa presunción de violencia insoslayable me resulta falsa.


Esta familia de tres (la madre de las chicas murió tiempo atrás) vive aislada y así queda para evitar la disrupción social que se supone se desató en el pueblo. El padre tendrá un accidente y las chicas quedarán a sobrevivir por las suyas. Y entonces comienzo a no entender nada, no porque sea incomprensible, la trama, las situaciones, los personajes son muy sencillos, sino por cómo se desarrolla y se vive todo. En tiempos de tanta consciencia de género comprendo que esta es una película de mujeres, hecha por mujeres, para mujeres y que por no serlo, jamás comprenderé el por qué hacen lo que hacen y elijen lo que elijen.


Jamás creí que fuera a pasarme algo así, siempre consideré tener un costado femenino fuerte, pero a las evidencias me remito, no alcanza. De todos modos creo que es un avance en la causa femenina, en el arte al menos se ha alcanzado una independencia del modelo masculino patriarcal que ya pergeña como en este caso un resultado exclusivamente femenino. Más de una vez, mujeres me han señalado que tal o cual resolución en este policial, en aquel thriller o en esa comedia vulgar les resultaba demasiado boluda, en el más estricto sentido de la palabra, para aprehenderlos desde una sensibilidad femenina. Decían no entender o no querer entender lo que era dictado por un mar de bolas para el supuesto regocijo de quienes ostentaban iguales atributos colgantes. Ahora parece darse el reverso.


En lo profundo del bosque se basa en una novela de Jean Hegland, con guión y dirección de Patricia Rozema (Cuando cae la noche, 1995, Mansfield Park, 1999) y protagónicos de la personalísima Ellen Page y Evan Rachel Wood (que viene de hacerse notar y cómo en Westworld, la serie de HBO).


En el relato hay solo tres hombres que se destacan y que ejemplifican roles muy marcados, tenemos a Robert (el ya mencionado Callum Keith Rennie) como El Padre, a Eli (Max Minghella) como El Novio o La Pareja, y a Stan (Michael Eklund) como El Abusador.


En resumen, para ver en noche de chicas y discutir a la salida, o para ver en pareja heterosexual o con amigos de géneros diversos y solicitar a lxs representantes femeninxs aclaraciones y puntos de vista.


Por favor, sepan perdonar si sueno misógino, no es en absoluto mi intención, solo es ignorancia. Gracias a todos los cielos el mundo avanza.

Gustavo Monteros

jueves, 2 de marzo de 2017

La chica sin nombre - El viajante


Dado que la casualidad de la distribución así lo quiere y las estrenan juntas, hoy me referiré a estas dos películas a la vez, porque tienen más en común de lo que las diferencia. Algo que podría comprobarse fácilmente si hacen con ellas un programa doble y las ven una después de la otra.


Comencemos por sus puntos de partida, que es lo único que podemos contar.


En La chica sin nombre (La fille inconnue, 2016, de Jean Pierre Dardenne y Luc Dardenne), una joven médica, Jenny (Adèle Haenel) junto a su más joven practicante, Julien (Olivier Bonnaud) trabajan después de hora en la salita de un pequeña ciudad belga, Lieja. Él termina el papeleo, ella lo reprende por un comportamiento que tuvo ante un paciente. Suena el timbre, Jenny le ordena a Julien que no vaya al portero eléctrico con cámara a ver quién es, que ya es tarde, que si es importante tocará de nuevo. No hay un segundo timbre. Al día siguiente Jenny sabrá por los policías que la visitan que quien llamaba era una chica negra que apareció muerta cerca de allí y que no saben su nombre. Jenny hará lo que esté a su alcance para averiguar el nombre.


En El viajante (Forushande, 2016) de Asghar Farhadi (director de la gloriosa La separación, 2011 y del megabodrio El pasado, 2013) Emad (Shahab Hosseini) un profesor de literatura y también actor, está casado con Rana (Taraneh Alidoosti) ambos ensayan una versión de La muerte de un viajante de Arthur Miller. Deben abandonar el edificio donde vivían, porque una excavación vecina, lo ha puesto en peligro de derrumbe. Un compañero de elenco, Babak (Babak Karimi) les ofrece un departamento de su propiedad que acaba de ser desocupado por la inquilina anterior, que ha dejado sus cosas detrás. Se mudan. Una noche, Rana regresa sola al departamento y es atacada. Emad procurará saber quién la atacó y por qué.


Ambas películas son obras de autor.


Ambas ponen puntos suspensivos después del momento que motoriza el relato. Sólo oímos el timbre en La chica sin nombre. Y no vemos el ataque a Rana en El viajante. Dichos puntos suspensivos irán llenándose de a poco, a medida que avanza el relato.


En ambas los personajes femenino principales se lamentan, una y otra vez, no haber recurrido al portero eléctrico. Jenny podría quizá haber evitado el trágico destino de la chica sin nombre. Rana, sin duda, habría evitado ser golpeada físicamente y lastimada psicológicamente. Cuando oyó el timbre, por la hora, supuso que era Emad, no preguntó por el intercomunicador y dejó abierta la puerta, porque iba a bañarse.


En ambas, los personajes deciden no recurrir a la Policía y juegan a ser detectives aprovechándose de los beneficios que otorgan sus profesiones. Jenny es médica y sabe que alguno de sus otros pacientes puede darle información alguna sobre la chica desconocida. Emad, como dijimos aparte de actor, es profesor de literatura y como lo saben todos los que han ejercido la docencia, con un mínimo de curiosidad uno se entera de las actividades que ejercen sus alumnos, si son adultos, y si son niños, los padres de sus alumnos, y a lo largo del tiempo si hay una mínima relación con ellos, uno puede armar una base de datos que puede resultar útil. De todos modos, es llamativo que tanto la película belga como la iraní prescindan de la fuerza policial.


En ambas se logra la confesión del culpable y se busca sino un castigo, al menos un resarcimiento de los hechos brutales.


Ambas, más allá de su cercanía con el policial o el mismísimo thriller, son dramas morales de culpa y castigo.


Ambas echan luz sobre las costumbres de las sociedades que las crearon. Gracias a La chicas sin nombre sabremos que en Bélgica y en Francia, los hospitales no están obligados a denunciar a los inmigrantes indocumentados, si no tienen documentos se los atiende igual bajo el nombre que dicen tener (al menos en el momento de la filmación, después no se sabe, la derecha avanza por todas partes y hace moco los derechos de los ciudadanos, ¡si lo sabremos nosotros, desde que Macri está en el poder, no pasa día en que no perdamos algún beneficio social). Gracias a El viajante, sabremos que, en Teherán, los taxis son comunitarios, o sea hay que compartirlos con hasta tres personas más, o cuatro, según el tamaño del auto. Sabremos también que incluso en los edificios las puertas de entrada de los departamentos, aparte de la usual de madera, tienen una anterior de rejas o rejilla como protección extra. Y cuando vemos la obra que presentan (La muerte de un viajante) si bien no modifican el lugar de la acción original, o sea los Estados Unidos, todos los personajes femeninos llevan cubierta la cabeza, algo imprescindible en esa sociedad, pero sin uso en la norteamericana.


Por último, intentaremos por separado, una valoración crítica.


La chica sin nombre es un traspié en la carrera de los hermanos Dardenne. Luce muy menor ante la anterior, la soberbia Dos días, una noche y lo que es peor se nota demasiado su estilo de cámara en mano, documentalista, con sus planos cortos y nerviosos que parecen querer invadir la intimidad de sus personajes. Se percibe, esta vez, que más que un estilo, es una intervención (para no ser insultantes con personas tan creativas y llamarlo receta) que puede aplicarse a cualquier historia, por mínima e insulsa que sea. No es un desastre, es solo que las implicancias sociales que se desprenden de sus historias no son aquí muy elocuentes y no van más allá de los problemas de comunicación entre las personas. Aunque como siempre con las películas de los Dardenne, está actuada con gran verdad y, aparte de los mencionados, en su bastante extenso elenco, se destaca como el padre de un paciente, Jérémy Renier, veterano de sus filmes, y que por aquí participara en Elefante blanco (Pablo Trapero, 2012).


Asghar Farhadi con El viajante (que acaba de ganar el Óscar a la Mejor Película Extranjera) no llega a las alturas de La separación, pero al menos se redime del insoportable bodrio de El pasado, película tonta y pagada de sí misma como pocas (lo peor que le puede pasar a un director es asumirse como genio, sin ir más lejos remítanse a lo que pasó con la carrera de Almodóvar). Comparaciones al margen, El viajante es una muy buena película, que establece un paralelo con la obra de Miller de la que toma parte de su título. Si en La muerte de un viajante, Miller expresa su desencanto ante el engaño o muerte (si alguna vez existió) del sueño americano, Farhadi pareciera decir que la sociedad a la que pertenece ofrece flancos igual de decepcionantes. Eso sí, Miller es más tajante, Farhadi es más esperanzado en su lectura parabólica.

Gustavo Monteros