jueves, 14 de septiembre de 2017

Duro de cuidar

Como bien lo señala el afiche, Duro de Cuidar (The Hitman’s Bodyguard) es una buddy movie, en su variable comedia policial, motorizada por las avenencias y desavenencias de sus protagonistas, tal como lo requiere el género. El bueno de Ryan Reynolds es Michael Bryce, un especialista en seguridad para ejecutivos caído en desgracia. Su ex novia, Amelia Roussel (Elodie Yung, la Elektra de Daredevil y The defenders de Netflix) le pide que la ayude con Darius Kincaid (Samuel L. Jackson) un asesino a sueldo que debe presentarse a atestiguar en un juicio contra Vladislav Dukhovich (Gary Oldman), un feroz dictador bielorruso. Darius aceptó hacerlo para que el amor de su vida, Sonia (Salma Hayek) sea liberada de prisión. La tarea de Michael no será fácil porque un ejército de asesinos quiere callar a Darius para siempre.


Reynolds y Jackson llevan en el negocio lo suficiente para saber que deben complementarse para que la trama fluya y triunfe. Lo hacen a la perfección, a tal grado que hasta sus voces coordinan, cuando uno se pone en bajo, el otro juega de tenor y viceversa. Y así  logran que sean graciosas hasta las líneas nada brillantes, pocas por suerte. Salma está desternillante en un personaje que mezcla su propia latinidad con un toque de Sofía Vergara, que gracias a su Gloria de Modern Family es la reina de las sudamericanas rotundas y estridentes.


Toda película industrial norteamericana contemporánea, las denominadas pochocleras, debería venir con el subtítulo de Welcome to Movieland. Ya ningún film de esa procedencia puede verse como una pieza independiente, es tal el triunfo de la interrelación, de la intertextualidad que no son nada en sí mismas, sino el capítulo de una novela en progreso. Una buddy movie se mide en relación a todas las buddy movies que la precedieron. Tal como mencionamos, un personaje de caricatura pura como el de Salma se mide en relación a todas las latinas pulposas y gritonas que la antecedieron, incluso con algunas que ella misma interpretó. El film pochoclero existe según una lógica sustentada y alimentada en un equilibrio de imposibles, que dimos por posibles en inmensas suspensiones de la incredulidad. Tanto el perfil psicológico de los personajes como sus acciones o sus relaciones poco y nada tienen que ver con lo que llamamos realidad fuera del cine. El cine pochoclo es convención pura que vive dentro de convenciones ultra puras. Ya es un artefacto sofisticado, equiparable a la ópera o al ballet. Mucho debe darse por sentado para aceptar su sistema de signos y seguir una historia.


Es una paradoja que algo tan popular sea, al analizarlo en detalle, un producto de altísima sofisticación. Supongamos por un momento lo imposible: que a alguien que nunca jamás haya visto una película se lo lleve a ver un film pochoclero. No entendería nada. Le parecería delirante que aceptemos como si nada una sucesión de sinrazones y disparates, y ¡que la demos por “reales”! (aunque más no sea en el contexto de la ficción)


Esto me retrotrae a otra paradoja. Cuando comencé a ver cine, o a ser consciente de lo que era cine, allá a fines de los sesenta, el cine arte necesitaba una preparación previa, una advertencia sobre sus signos determinantes, sobre su disrupción de la narrativa tradicional, etc. En cambio, el cine industrial, apegado todavía a la gramática clásica, se explicaba por sí solo, no necesitaba prólogos ni pies de página. Hoy, en líneas generales, es casi al revés (nótese que he aprendido a ser prudente con mis generalizaciones), el cine arte tiende a explicarse por su cuenta, en tanto que el industrial necesita de ejemplos precedentes para ser decodificado.


Se dice que en el fondo somos chicos y que nos gusta que nos cuenten la misma historia. El cine industrial cumple dicho precepto a rajatabla. Siempre nos cuentan lo mismo de la misma manera. La cuestión es que de tanto relacionarse endogámicamente, más que una imagen es un juego de espejos enfrentados.


Filosofadas al margen, Duro de cuidar de Patrick Hughes entretiene con gozosa efectividad. Y como ocurre siempre con las formas que se fosilizan o estandarizan, son los actores los que dan vida a la velada. El trío ya mentado de Reynolds, Jackson y Hayek devuelven la entrada y el tiempo invertido con creces y de paso acrecientan nuestro afecto por ellos. No es poco. Para nada.

Gustavo Monteros

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