jueves, 8 de junio de 2017

Dulces sueños


Suelo pelearme mucho con las gacetillas informativas que acompañan los tráileres en las páginas que anuncian estrenos. Me parecen mal traducidas o mal escritas, que informan poco o que incluyen spoilers, que no son claras o que de tan diáfanas no dicen nada. Los muchachos de la calle me dirían que no hay tamaño que me venga bien.


Para contradecirme a mí mismo (una de mis ocupaciones favoritas) la de Dulces sueños (Fai bei sogni, Marco Bellocchio, 2016) no me disgusta, dice: “Turín, 1969. La idílica niñez de Massimo, 9 años, se quiebra por la misteriosa muerte de su madre. El joven se rehúsa a aceptar esta brutal pérdida, incluso si el cura dice que ella ahora está en el Cielo. Años después en los 90s, Massimo, ahora adulto, se ha convertido en un habilidoso periodista. Luego de reportar sobre la guerra en Sarajevo, empieza a sufrir de ataques de pánico. Mientras se prepara para vender el departamento de sus padres, Massimo es forzado a revivir su trauma pasado. Elisa, una doctora compasiva, podrá ayudar al atormentado Massimo a abrirse y confrontar sus heridas del pasado. Este drama italiano está basado en la novela de Massimo Gramellini 'Fai bei sogni'.”


Si son muy estrictos, algunos quizá opinen que contiene demasiada información, que cuenta demasiado. Puede ser, pero con Dulces sueños el argumento es lo de menos, lo que importa es cómo se despliega. Comencemos por lo que tendríamos que haber empezado remarcando. Dulces sueños es la obra más reciente de uno de los pocos grandes maestros del cine vivos: Marco Bellocchio. Por eso digo que el argumento importa poco. Es más, es de esas historias que hemos visto millones de veces, la de la superación de un trauma infantil, la aceptación de que hay heridas que no se cierran nunca, que de tanto arrastrar se aprende a convivir con ellas.


El material de base es una novela autobiográfica que gira cual satélite alrededor del planeta Madre. Sí, la Mamma. Una madre maravillosamente omnipresente que sale de escena intempestivamente, lo que da origen al misterio de cómo y por qué. Por aquellos tiempos a los chicos no se les decía toda la verdad, se les comunicaba versiones alternativas de los hechos, mentiras, bah. Este chico crece con esta “distorsión”, sabe qué algo se le oculta, pero no confronta, no pregunta, hasta que obligado por las circunstancias se ve compelido a enfrentar el “misterio”. Bellocchio no juega a las escondidas con el espectador, pero nos raciona los datos, sabemos más que el niño, y esa poquedad alcanza para que nos arrimemos a la verdad, quizá nos falte algún que otro detalle, pero acertaremos. No, no estamos ante un thriller de misterio, no, es más bien un juego para que acompañemos al protagonista a su revelación final.


Bellocchio, repito, es un auténtico maestro y lo evidencia en cada secuencia, en como usa la luz, la música, el dentro y fuera de cámara. Ya es lo suficientemente sabio (nació en 1939) para saber que el genio no radica en deslumbrar sino en iluminar, en todo el sentido de la palabra, una historia. En desentrañarla para hacerla reveladora y universal. Con una puesta en escena pletórica de logros, el placer de acompañar esta obra de arte se vuelve una dicha continua. Puede que lo que se cuente sea un poco tristón, pero andamos tan huérfanos de excelentes películas que a la larga experimentamos más gozo que piedad.


Su protagonista adulto es Valerio Mastandrea, con quien últimamente he tenido la suerte de familiarizarme (estaba en Perfectos desconocidos, el Paolo Genovese que se estrenó hace poco y lo vi también en Viva la libertad, un Roberto Andò disponible en Netflix) es un señor de cara larga (no triste, sino de caballo) medio parco en un histrionismo (a pesar de su cepa romana) que funciona más por lo que oculta que por lo que muestra, de allí de que cuando llega al estallido, se vuelva más conmovedor incluso (ejemplo, aquí está magistral cuando libera el cuerpo en el baile, y recupera la soltura que tenía de chico). El elenco está a su altura, con una doble participación francesa, las breves pero sustanciosas apariciones de Bérénice Bejo y Emmanuelle Devos.


En dos palabras: im perdible.


Gustavo Monteros

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