jueves, 29 de junio de 2017

Después de la tormenta

Confieso que me daba un poco de miedo ver esta película. Por algún lado había leído que su director, Hirokazu Koreeda, dijo que este film partía de la premisa "No todo el mundo puede convertirse en lo que desea ser." Y como pertenezco al 99, 99% de los hombres que no somos George Clooney… No es que hubiera querido ser George Clooney, pero ser celebrado, sexy, bien pensante y universalmente simpático y rico como George no hubiera estado nada mal.


Mi temor se fundamentaba más que nada en el hecho comprobado de que el cine de Hirokazu Koreeda tiene una forma única de conmocionarme, confrontarme e interpelarme. Y no es que se proponga hacer eso conmigo o que yo lo deje, pero es lo que termina por pasar. Su cine es, por sobre todo, generoso, amable e inteligente. De la manera más insidiosa posible de ser inteligente, que es la de plantear una situación y observarla, sin juzgar, ni presumir, con la convicción de que lo que se ve a simple vista es apenas un reflejo de lo que se oculta, de lo que se arrastra, de lo que está pendiente. Y es su generosidad la que termina por desarmarnos, porque no se pone en semi dios, en yo sé todas las respuestas, sino que acompaña a sus personajes como si conociéndolos más, se conociera mejor él, y nosotros, claro, de paso.


En estos días en que la tragedia se vuelve farsa con quitas de pensiones a viudas y tullidos, a deudas a cien años, de desarme de ciencia y malintencionada desinformación perpetua, no andaba con ganas de que encima me preguntaran cómo había llegado a no ser lo que quise ser, de modo que me sumergí en esta película, como en una rambla que usan los perros para descomer, con el sigilo de no pisar caca, no iba a dejar que me conmoviera o que me llevara a estados emocionales inauditos. No, nada  de eso, me iba a mantener a distancia. Y me fue bastante bien, mantuve mi postura hasta la mitad de la película, entonces una imagen cualquiera, de un paseo en autobús, me bañó de belleza, porque esa misma generosidad y esa misma amabilidad para no juzgar personajes, las usa Hirokazu Koreeda para ver la belleza que hay en lo simple, en dos trenes que se cruzan, en la luz que se derrama sobre un árbol, y no lo subraya, no es que transforme lo que ve en imagen de almanaque, no, es, como explicarlo, la generosidad, la amabilidad, de las que ya hablé las que lo hacen ver así, todo tan simple, y comunicarlo.


Esta vez convivimos con Ryota (Hiroshi Abe), un hombre alto y flaco que anda rondando la cincuentena, que supo escribir una primera novela, La mesa vacía, que levantó algo de polvareda, que le dio un premio y una carrera promisoria, que no se está cumpliendo, ya que no hubo una segunda, hace poco murió su padre y aunque no le guste, se parece demasiado a él, por la afición al juego, por vivir empeñando cosas o por pedir plata prestada, tiene un hijo de unos 10 años, al que quiere mucho, pero casi no ve, tiene un trabajo de detective privado, que dice que es temporal y que lo ejerce solo como investigación de ese mundo, aprovecha esta experiencia para espiar a su exmujer que está muy cerca de olvidarlo con una relación nueva que se solidifica día a día, está también su madre (Kirin Kiri) que se pregunta si no tiene que aceptar que morirá en ese departamento chiquito en el que iba a vivir por un tiempito que se extendió hasta ahora, casi media vida, y está también la hermana, que le va mejor económicamente,  pero que hace que su madre con la magra pensión que tiene le pague las clases de patín artístico a su hija, y que no quiere que el hermano novelista vuelva a usar el pasado como fuente de sus libros, porque no le pertenece por entero solo a él, que ella y los demás también son y están en ese pasado, está también el compañero detective, que es muy solidario con Ryota y uno no puede dejar de preguntarse por qué, porque uno es así de jodido como espectador, y no es de aceptar así porque sí la admiración, el compañerismo o el amor. Y la tormenta del título, es un tifón que anda dando vuelta, el número 23 o el 24 de ese año, y será la excusa para que algunos de estos personajes se reúnan  y acepten lo que ya no puede corregirse.


Todo es muy simple, Hirokazu Koreeda, a quien aprendimos a admirar por su De tal padre, tal hijo, observa, solo observa, y como sin querer ahonda, y como es lógico se pone profundo, y sabio, y a la salida de su película uno es como el pariente cercano de todos sus personajes, y como también casi sin querer nos vimos en ellos, nos volvemos más sabios, y más felices, con una ligera melancolía, porque, bueno, no todos podemos ser George Clooney.


Gustavo Monteros

jueves, 22 de junio de 2017

Yo, Daniel Blake

Daniel Blake (Dave Johns) es un carpintero de 59 años en obras de construcción. Un reciente ataque al corazón lo ha dejado “temporariamente”, según su médico, fuera de su trabajo, lo que “supuestamente” lo autoriza a pedir una pensión por incapacidad. Digo “supuestamente” porque el sistema se emperra en no concedérsela, aunque tenga todos los méritos para merecerla. La película contará su lucha para acceder a lo que le pertenece por derecho sin perder la autoestima en el camino. En una de las oficinas que visita, defenderá a Katie (Hayles Squires) madre soltera con dos hijos pequeños, Daisy (Brianna Shann) y Dylan (Dylan McKiernan), recién llegados de Londres a Newcastle, ciudad donde transcurre la acción. Eso será el comienzo de una relación de amistad entre ellos. Daniel también contará, aquí y allá, con la solidaridad de su vecino China (Kema Sikazwe) y de un excompañero de trabajo (Shaun Prendergast).


Yo, Daniel Blake ganó la Palma de Oro en el festival de Cannes, edición 2016. La dirigió el octogenario maestro del realismo social Ken Loach, y sin duda, a pesar de sus discutibles cortedades, se convertirá en una referencia ineludible de un momento político-social. Así como todavía vemos Ladrones de bicicletas y analizamos el por qué de su anécdota, en años venideros se seguirá desmenuzando los pormenores detrás de las políticas sociales de Yo, Daniel Blake.


Cuando hablo de cortedades (para mí no son tales ni por asomo) me refiero a que es una pieza de combate, que muchos, para desprestigiarla, la tildarán de panfletaria. Ojo, no lo es jamás, pero sería necio no reconocer que tiene un objetivo claro, la crítica y modificación de un sistema que transforma personas en números y que lo hace con la pretensión de echarlos del circuito de protección social. Otros, también para menospreciarla, dirán que sus personajes son demasiados puros y poco complejos, sin ese toque de los tres elementos atribuibles a los pobres, resumidos en el título de la obra maestra de 1976 de Ettore Scola, Feos, sucios y malos. No, los personajes de Loach son más bien todo lo contrario, lindos (más por nobleza que por belleza), limpios y buenos (más en el sentido de solidaridad y compromiso que en el de la bondad religiosa).


La película no es neutral y yo tampoco. A los que recién se acercan a estas crónicas, les digo que nunca votaré, avalaré o toleraré políticas neoliberales. El capitalismo puede ser cruel, pero es la Madre Teresa al lado del neoliberalismo, que con un cinismo atroz sume en el hambre y la pobreza a generaciones enteras y las justifica por la necesidad de lograr inversiones que garantizarán en un lejanísimo futuro un bienestar improbable, mientras que en el presente solo promueven la desigualdad, la concentración de riqueza y la fuga de capitales. Y después resulta que los corruptos son los populistas distribucionistas…


Digo esto porque esta película llega con envidiable oportunidad a dialogar con las idas y vueltas (vueltas por verse, porque con la promesa de una revisión hay poca o ninguna vuelta) de las decisiones de la actual ministra de Desarrollo Social, Carolina Stanley (siempre hay que memorizar el nombre de los impiadosos) de recortar las pensiones por discapacidad. Dialoga también con el prejuicio, retroalimentado por los medios de comunicación hegemónicos, de que no hay que asistir a los necesitados (aquello de que no hay que dar pescado sino enseñar a pescar). Es una pena que quienes deben ver esta película, no la verán porque huyen de todo lo que cuestiona su zona de confort.


Los que la vean, corroborarán lo que significa pelear con el hambre y la miseria mientras se lucha por no perder la dignidad, por como dice claramente Daniel Blake en un escena, “cuando te quitan la dignidad, estás acabado”.


En resumen, una de las películas más valiosas que veremos este año. Y a pesar de lo que pueda inferirse en esta crónica, no es triste ni deprimente (bueno, un par de escenas los son y mucho) pero el tono general es el de la alegría que da la lucha, o la preservación de la esperanza, por más recaídas en la desesperación que se tengan, porque la mezquindad, el odio, el prejuicio, están del otro lado, de este está la apetencia de equidad, el sentido de justicia, el dar y no quitarle cosas a la gente.


Gustavo Monteros

jueves, 15 de junio de 2017

El poder de la ambición

“Puede fallar” decía el mentalista Tu Sam para dar suspenso en la previa de alguno de sus trucos más peligrosos. Gold, rebautizada por aquí El poder de la ambición, es una película “fallada” en logros y sobre todo objetivos.


Es de una de esas apuestas calculadas de los hermanos y productores Bob y Harvey Weinstein para cosechar premios en la temporada idem. Se dijeron: pongamos a Matthew McConaughey en otra caracterización “matadora”, si ya adelgazó hasta la extremaunción en Dallas Buyers Club: El club de los desahuciados (Jean-Marc Vallée, 2013) y se alzó con el Óscar al mejor actor del año, que ahora haga la gran DeNiro para El toro salvaje y engorde unos cuantos kilos para que se alce con otro, tomemos una historia real, que es lo que ahora se vende, pero que parezca una novela de tan azarosa, llamemos a un director de prestigio, pero no caro ni inmanejable (Stephen Gaghan que hizo Syriana en el 2005) y como es una historia de dos hombres, en el otro protagónico pongamos a un galán en ascenso, Edgar Ramírez, que además es venezolano y abarcamos de paso al público latino, y así podemos venderla bien y aspirar a más premios para nuestra vitrina de lauros.


Lástima que el resultado esta vez les salió así de premeditado. Todo muy profesional pero sin inspiración y con menos lustre que desván cerrado.


Cuenta la historia de Kenny Wells (Matthew McConaughey) un prospector o sea un señor que anda en busca de hallar yacimientos minerales, petrolíferos o de aguas subterráneas. En su inicio el film lo halla en 1981, en el momento en el que pierde la compañía que le legó su padre, y cuando en plena desesperación decide apostar lo poco que le queda por el geólogo Michael Acosta (Édgar Ramírez) que anda por Indonesia clamando que hay oro en un rincón perdido de su jungla. Peripecia que, tras varias idas y vueltas, derivó en lo que se llamó el escándalo minero, Bre-X de 1993.


Édgar Ramírez dijo en un reportaje que este material tiene algo de las historias y héroes de John Huston, algo que podría conectarlo con El tesoro de Sierra Madre. Con mucha buena voluntad podríamos coincidir. Aunque pareciera que el director Stephen Gaghan nunca vio dicho film ni La reina africana, ni El hombre que quería ser rey, bah, ni ningún otro del maestro Huston. Por aquí o por allá hay un toque Huston y en otros un toque Martin Scorsese a la manera de Buenos muchachos o de El lobo de Wall Street. Pero son tan desganados que parecen involuntarios. Hasta para copiar se necesita talento, cuando un transformista logra parecerse a Marilyn Monroe, a Liza Minnelli, o a Julie Andrews, no le bastó con maquillarse en ese estilo, subirse a tacos o ponerse una peluca, no, detrás hay horas y horas de prueba y error, de búsqueda obsesiva y minuciosa. En el cine a la hora de copiar pasa algo similar. No basta con un “me gusta”, hay que trabajar con ahínco para recrearlo.  Aquí no hay muestra de capacidad ni para crear algo nuevo ni para copiar logros ajenos.


Entonces lo que debió ser una épica de perdedores termina por ser una aventurita de gente que no gana del todo. Matthew McConaughey, panzón y casi pelado, ensaya otra caracterización notable, demasiado esforzada para ser fluida, razón por la cual no obtuvo nominaciones para premios. Es la segunda más esforzada actuación del año, hasta ahora el primer puesto lo ocupa Brad Pitt y la trabajada caracterización (y que tampoco fluye jamás) del general que hace para War Machine/Máquina de guerra. Édgar Ramírez solo se preocupa por lucir robusto y no mal parecido, una opción nada mala ante la nada que es la película.


Para ver en una plataforma de contenidos, tipo Netflix, en una noche de insomnio en la que se acabaron las opciones.


Gustavo Monteros

jueves, 8 de junio de 2017

Dulces sueños


Suelo pelearme mucho con las gacetillas informativas que acompañan los tráileres en las páginas que anuncian estrenos. Me parecen mal traducidas o mal escritas, que informan poco o que incluyen spoilers, que no son claras o que de tan diáfanas no dicen nada. Los muchachos de la calle me dirían que no hay tamaño que me venga bien.


Para contradecirme a mí mismo (una de mis ocupaciones favoritas) la de Dulces sueños (Fai bei sogni, Marco Bellocchio, 2016) no me disgusta, dice: “Turín, 1969. La idílica niñez de Massimo, 9 años, se quiebra por la misteriosa muerte de su madre. El joven se rehúsa a aceptar esta brutal pérdida, incluso si el cura dice que ella ahora está en el Cielo. Años después en los 90s, Massimo, ahora adulto, se ha convertido en un habilidoso periodista. Luego de reportar sobre la guerra en Sarajevo, empieza a sufrir de ataques de pánico. Mientras se prepara para vender el departamento de sus padres, Massimo es forzado a revivir su trauma pasado. Elisa, una doctora compasiva, podrá ayudar al atormentado Massimo a abrirse y confrontar sus heridas del pasado. Este drama italiano está basado en la novela de Massimo Gramellini 'Fai bei sogni'.”


Si son muy estrictos, algunos quizá opinen que contiene demasiada información, que cuenta demasiado. Puede ser, pero con Dulces sueños el argumento es lo de menos, lo que importa es cómo se despliega. Comencemos por lo que tendríamos que haber empezado remarcando. Dulces sueños es la obra más reciente de uno de los pocos grandes maestros del cine vivos: Marco Bellocchio. Por eso digo que el argumento importa poco. Es más, es de esas historias que hemos visto millones de veces, la de la superación de un trauma infantil, la aceptación de que hay heridas que no se cierran nunca, que de tanto arrastrar se aprende a convivir con ellas.


El material de base es una novela autobiográfica que gira cual satélite alrededor del planeta Madre. Sí, la Mamma. Una madre maravillosamente omnipresente que sale de escena intempestivamente, lo que da origen al misterio de cómo y por qué. Por aquellos tiempos a los chicos no se les decía toda la verdad, se les comunicaba versiones alternativas de los hechos, mentiras, bah. Este chico crece con esta “distorsión”, sabe qué algo se le oculta, pero no confronta, no pregunta, hasta que obligado por las circunstancias se ve compelido a enfrentar el “misterio”. Bellocchio no juega a las escondidas con el espectador, pero nos raciona los datos, sabemos más que el niño, y esa poquedad alcanza para que nos arrimemos a la verdad, quizá nos falte algún que otro detalle, pero acertaremos. No, no estamos ante un thriller de misterio, no, es más bien un juego para que acompañemos al protagonista a su revelación final.


Bellocchio, repito, es un auténtico maestro y lo evidencia en cada secuencia, en como usa la luz, la música, el dentro y fuera de cámara. Ya es lo suficientemente sabio (nació en 1939) para saber que el genio no radica en deslumbrar sino en iluminar, en todo el sentido de la palabra, una historia. En desentrañarla para hacerla reveladora y universal. Con una puesta en escena pletórica de logros, el placer de acompañar esta obra de arte se vuelve una dicha continua. Puede que lo que se cuente sea un poco tristón, pero andamos tan huérfanos de excelentes películas que a la larga experimentamos más gozo que piedad.


Su protagonista adulto es Valerio Mastandrea, con quien últimamente he tenido la suerte de familiarizarme (estaba en Perfectos desconocidos, el Paolo Genovese que se estrenó hace poco y lo vi también en Viva la libertad, un Roberto Andò disponible en Netflix) es un señor de cara larga (no triste, sino de caballo) medio parco en un histrionismo (a pesar de su cepa romana) que funciona más por lo que oculta que por lo que muestra, de allí de que cuando llega al estallido, se vuelva más conmovedor incluso (ejemplo, aquí está magistral cuando libera el cuerpo en el baile, y recupera la soltura que tenía de chico). El elenco está a su altura, con una doble participación francesa, las breves pero sustanciosas apariciones de Bérénice Bejo y Emmanuelle Devos.


En dos palabras: im perdible.


Gustavo Monteros