Marion Cotillard es una actriz prodigiosa. Su belleza
no empalaga, porque no depende de simetrías indiscutibles ni angulosidades
comprobables para deslumbrar. Su apabullante talento no fatiga, porque no
depende de adaptaciones a su personalidad ni asimilaciones a su físico. Su
excepcionalidad la equipara con las grandes divas imperecederas del cine
clásico y su histrionismo único, que no se alimenta de gestos, posturas y
prosodias determinantes, la equiparan a las grandes actrices modernas que
prescinden de artificios y artilugios para proyectar su magia. En fin, que
reencontrarse con la Cotillard es siempre una fiesta, aunque la película sea
mala, cosa que ésta, por suerte, no lo es para nada.
Estamos en la década del cincuenta del siglo pasado en
la campiña francesa. Gabrielle (Marion Cotillard) sufre de los nervios,
subterfugio que ocultaba por aquel entonces la ignorancia de las afecciones
psicológicas. Parece padecer de una aflicción psicosomática y tener
inconvenientes para dar satisfacción a los ardores sexuales. Como suele ser el
caso, se prendará de quién no debe, y su madre, pragmática, como son algunas
personas que viven en contacto con la naturaleza, la casará con un español,
José (Alex Brendemülhl) que trabaja de recolector en los campos de la familia y
que mira a Gabrielle con una deferencia que bien podría transformarse en
afecto. Un aborto espontáneo hará que descubran que la aqueja, el “Mal de
pierres” del título original. Terminará en un hospital de Davos que se
especializa en erradicar dicha enfermedad. Allí conocerá a André (Louis Garrel)
y entonces…
Este trabajo de Marion Cotillard, sobre todo en esto
de chica de campo, aquejada por insatisfacciones sexuales, apasionada, libre y
un poco salvaje, dialoga con uno de los
mejores personajes corporizados por Isabelle Adjani, el de L'été
meurtrier (Verano Mortal, Jean
Becker, 1983), pero mientras que el de Adjani se hundía en la locura y en el
crimen, porque de un policial negro se trataba, este personaje de Cotillard se
dirige hacia la epifanía deslumbradora, porque ésta es una historia de amor.
Nicole Garcia (también actriz, los memoriosos la
recordarán como la protagonista junto a Gérard Depardieu de una de las mejores
obras del maestro Alain Resnais, Mi tío
de América (Mon oncle d'Amérique,
1980)) conduce con autoridad y buen pulso este cuento que se vuelve seductor y
entrañable, más que nada porque se fortifica en hombres que saben amar. En estos últimos tiempos,
generalmente se nos acusa de no comprometernos, de no saber escuchar ni
acompañar, pero a veces también, para contrarrestar tanta falencia, como en
este caso, sabemos amar.
,
Por lo dicho, no es de extrañar que elogie a los
caballeros que secundan a Cotillard, el barcelonés Alex Brendemülhl (que fuera
el Mengele de nuestra Wakolda (Lucía
Puenzo, 2013)) y el parisino Louis Garrel concretan una faena casi a la altura
de la de Cotillard, encomio que puede resultar mezquino, aunque en realidad es
todo un ditirambo.
Otra caracterización notable de Marion Cotillard y una
buena historia ¿qué más se puede pedir para pasar un par de horas más que
agradables en un cine?
Gustavo Monteros
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