jueves, 25 de mayo de 2017

Noticias de la familia Mars

Siempre que puedo, aclaro que no hago críticas, si no crónicas en las que más que juicios de valor de algún tipo, cuento mi relación con las películas que veo. Respecto de esta película de Dominik Moll, separaré lo que hubiera escrito de no haberme molestado un aspecto de la misma de lo que me molestó al punto de descubrir que tengo mis límites para el humor negro.


Hubiera arrancado con algo así: Philippe Mars (François Damiens), aunque no lo sabe más que vivir, subsiste. En el día de su cumpleaños 49, su exmujer, una periodista televisiva, que debe viajar a Alemania a cubrir una crisis de Merkel, le pedirá que se haga cargo por un par de semanas, quizá también más tiempo, de los hijos que tienen en común, Sarah (Jeanne Guittet) de 15 años y Grégoire (Tom Rivoire) de 11. Ese mismo día, en el trabajo, su jefe le pedirá que controle y supervise a Jérôme (Vincent Macaigne) un programador de computación como él, pero muy volátil e impredecible. Y como Philippe tiene problemas para establecer límites dirá que sí. Jérôme se revelará como un paciente de hospital psiquiátrico, del que terminará por escapar para instalarse en casa de Philippe, a la que más tarde traerá a otra compañera de la institución de la que escapó, Myrima (Léa Drucler) de la que está enamorado.


Hubiera seguido más o menos así: Noticias de la familia Mars (Des nouvelles de la planète Mars, en el original) de Dominik Moll (recordado por estos pagos por Harry, un amigo que te quiere bien (2000) que no en poco contribuyó a la fama de Sergi López) es una comedia melancólica que se vuelve brillante y punzante en más de una oportunidad. Progresa asestándole a su protagonista una acumulación de tribulaciones a cual más asfixiante, hasta que su paciencia y su capacidad de aguante comiencen a agrietarse. Para el constante interés que despierta, no en poco contribuye el sólido elenco, pródigo en talento y simpatía.


Y sin duda no hubiera mencionado la subtrama que habría de alterarme y que haría que siempre recuerde a esta película. No hubiera hablado de la misma, porque no es central y porque agrega color, y mejor no mencionar los aspectos que suman, para que generen sorpresa cuando se los descubra en la película. Resumir el argumento de una película es también un ejercicio de ocultamiento, cuanto más se deje afuera, mejor, porque provocarán quizá más disfrute. Solo que esta vez… Hagamos una cosa, si están decididos a ver la película, saltéense los párrafos que siguen y vuelvan a ellos, después de haberla visto. Si creen que no la verán o no les importa demasiado saber detalles relevantes de la misma, sigan leyendo, sepan, claro, que un spoiler se avecina.


Philippe tiene una hermana, Fabianne (Olivia Côte) una artista plástica rebautizada Xanaé, quien por un viaje a Bruselas le pide que se ocupe de su perro, el que puede verse en el afiche. El perro en cuestión es uno de los más insoportables que se hayan visto en el cine y le depararán a Philippe no pocos problemas. En un momento límite, bueno, más bien un punto de inflexión, Philippe establecerá un punto de no retorno con dicho animal y lo revoleará desde la baranda de un puente para que se ahogue en el Sena. Es un truco de cámara que no necesita el aviso aquel de que no se lastimó a ningún animal durante el rodaje, es más hasta se puede adivinar las manos que ponen a salvo al antipático perro, pero a mí, no sé, no me resultó un gag gracioso, todo lo contrario, me pareció innecesario, un paso en falso del director y del coguionista, Gilles Marchand, porque en lo particular, a partir de ese momento, Philippe dejó de despertarme simpatía y ya no me importó lo que el resto del metraje tenía para depararle, ya no me interesaron más ni él ni sus amistades, ni su vecino, ni el resto de su familia, por mí podría barrerlos la nube hongo que no me desataría ni la más ligera de las compasiones. Puede que a otra gente el gag no le moleste, lo disfruten, les parezca gracioso, conmigo no fue así, me demostró que tengo un límite en el humor, que no soy tan amplio como creo. No me preocupó en lo más mínimo, como con la postura política que hace rato adopté, me honra estar de este lado.  


Gustavo Monteros

El esgrimista

El esgrimista (Miekkailija en el original, 2015) es una sorpresa. Por suerte agradable. Se trata de una película estonia, coproducida por Finlandia y Alemania. Como es de rigor, con casi el 99, 9 % de las películas actuales, se basa en una historia verdadera. Aunque al menos esta vez no pretenden contarnos vida y milagro de sus personajes, sino centrarse en una peripecia de vida de su protagonista, que le trajo gloria y castigo casi por partes iguales.


Endel Nelis (Märt Avandi) es un esgrimista campeón, que en 1952 debe huir de Leningrado, porque están a punto de descubrir un secreto de su pasado que lo enviaría de seguro a Siberia. Regresa, entonces, a su ciudad natal en Estonia, Haapsalu, donde lo espera un puesto de profesor de educación física en la única escuela del lugar. El director (el antagonista, un personaje que se desmarca de la caracterización que se intenta dar de él, más que nada porque en la vida real la maldad y el resentimiento escapan a veces en su profundidad a los límites de la ficción) le hará la vida imposible. A Endel no le quedará más remedio que recurrir a lo que más sabe, la esgrima. Y será toda una sorpresa que los chicos se interesen por esta disciplina que parece obsoleta o arcaica. Pero la paradoja radica en que termina por mostrar y compartir los saberes que debía ocultar, lo que en plena purga stalinista tiene un precio a pagar.


Eso sí, seamos sinceros, este film de Klaus Härö siembra en el mismo campo fértil en que ya cosecharon los Rockys, los Karate Kids, y otros cuantos beisbolistas, basquetbolistas, futbolistas, y tenistas, o sea la vieja y querida historia del patito feo deportista que llega a cisne campeón, o si se prefiere la Cenicienta de liga menor que se queda con el trofeo Príncipe. Solo que esta vez la excusa argumental es la esgrima.


La pone a salvo del cinismo de la industria, la elegancia de la realización, la nobleza de su elenco, la singularidad de la historia y la convicción de la guionista y su director de estar contando una hazaña deportiva que merece conocerse, por lo que costó en dicha y desdicha.


Touché.

Gustavo Monteros


jueves, 18 de mayo de 2017

Perfectos desconocidos

Paolo Genovese (Una famiglia perfetta, 2012, Tutta colpa di Freud, 2014, Sei mai stata sulla luna?, 2015) ejerce la comedia popular, no la que se inscribe en la tradición de la Commedia all’italiana que directores como Mario Monicelli, Luigi Comencini, Nanni Loy, Pasquale Festa Campanile, Ettore Scola, Pietro Germi, Antonio Pietrangeli, Dino Risi, Steno o Lina Wertmüller hicieron famosa en el mundo entero, sino más bien la que se emparienta con el exitoso teatro burgués de la segunda mitad del siglo XX (burgués no en sentido marxista de la palabra, bueno, o casi, también, sino más bien según la definición de la Real Academia Española que reza: integrante de la clase media acomodada)


Tanto se identifica con este estilo que, si bien este film tiene un guión como Dios manda, no es difícil imaginarlo en una versión teatral. No solo en el estilo se entronca con el teatro de “diversión para antes de la cena”, asimismo el tema elegido es favorito en esta línea teatral: el del desenmascaramiento, amable, de hipocresías varias. Apela, es obvio, a nuestra curiosidad chismosa, ver x tipo de personajes en una compostura moral determinada, para después contemplarlos sin dicha protección, algo que podríamos definir como un strip-tease ético. Como ejemplo se me ocurre un título antediluviano, muy representado en la televisión de mi infancia como tragicomedia divertida y profunda, Cena de matrimonios del dramaturgo español Alfonso Paso, otro ejemplo, más cercano en el tiempo, es la taquillerísima Brujas de Santiago Moncada, también español. Sí, hablamos del tan preciado y rendidor “lavado de la ropa sucia” en un comedor o living lujosos.


Aquí la cosa va así: tres parejas de variopintas profesiones y personalidades se reúnen a cenar, como lo hacen siempre, hay un séptimo comensal que les presentará en esta ocasión a su nueva pareja (algo que al fin de cuentas no ocurrirá). Andan entre el fin de la treintena y la medianía de la cuarentena, y puede que alguno sea más joven o mayor que las edades apuntadas, pero la descripción da una buena idea del corte etario. En esta noche particular hay un eclipse y ya se sabe que los fenómenos astronómicos generan sinceramientos (no hay comprobación científica de que esto ocurra en la realidad, pero en la ficción no hay fenómeno astral que no despierte verdades o provoque enamoramientos), la cuestión es que en la charla surge el inevitable tema moderno de los teléfonos celulares, nuestra dependencia a los mismos y cómo generan un protocolo que atenta contra el disfrute concreto del aquí y ahora. Alguien menciona también que son poseedores y testigos de nuestros secretos y que no podríamos socializarlos sin revelar alguna intimidad vergonzante. Deciden entonces jugar con esta noción, los pondrán sobre la mesa y leerán para todos los mensajes que entren y contestarán, con el altavoz puesto, las llamadas entrantes. Mensajes y llamadas no tardarán en entrar y unas cuantas verdades, algunas bastante incómodas, saldrán a la luz. Y no menos reveladoras serán las reacciones que despierten en todos estos secretos inesperados.


Para que este tipo de comedia funcione como el mentado relojito es necesario que el ritmo no decaiga y que el elenco despierte una inmediata simpatía. Ambos requisitos se cumplen aquí a rajatabla. El armado, o sea el espaciamiento de secretos a descubrir, es eficaz, y Giuseppe Battiston, Anna Foglietta, Marco Giallini, Edoardo Leo, Valerio Mastrandea, Alba Rohrwacher y Kasia Smutniak no serán  Alberto Sordi, Vittorio Gassman, Marcello Mastroianni, Ugo Tognazzi, Nino Manfredi, Sofia Loren, Aldo Fabrizi, Walter Chiari, Stefania Sandrelli, Vittorio de Sica, Monica Vitti, Claudia Cardinale, Carla Gravina, Adolfo Celi, Lando Buzzanca, Gina Lollobrigida, Totò, Renato Salvatori, Giancarlo Giannini o Mariangela Melato, bah, nadie lo será nunca, pero generan interés y empatía.


En resumen, es un remanso más que agradable escuchar hablar en italiano después de tanta película en inglés. Attenti, tampoco verla con mucho apetito, aquí comen bastante y uno no es de palo y evoca sabores, que no en vano es tan famosa la cocina mediterránea.


Gustavo Monteros

jueves, 11 de mayo de 2017

El hijo de Jean

Mathieu (Pierre Deladonchamps) tiene su vida encarrilada. A los 33 años su carrera laboral luce estable y promisoria, y en su vida personal hay una meseta apacible, tuvo un divorcio amable que su hijo de 10 años parece no resentir. Pero, siempre hay un pero fundador, una buena mañana recibe una llamada telefónica desde Canadá, que le dice que su padre (del que no tenía noticias, su difunta madre le decía que fue fruto de una relación casual) ha muerto y que le ha dejado como herencia un paquete. Mathieu decide entonces abandonar París y ver en persona que hay detrás de esta noticia desestabilizadora. Del otro lado del océano, lo espera Pierre (Gabriel Arcand), amigo del padre y que será su cicerone por estos parajes de un nuevo pasado.


Como se ve, estamos ante una dramática peripecia humana. Para que un cuento de esta naturaleza se desarrolle con solvencia se necesita: un buen estudio de personalidades (lo tachamos de la lista, ya que aquí se encuentra), situaciones enriquecedoras que despierten identificación (la empatía famosa) y hagan crecer la historia (tachado también, porque se hallan presentes), alguna que otra sorpresa que condimente bien la narración y la eleve de la amabilidad a un estado que la haga perdurable o al menos más recordable que el promedio de cuentos humanos que consumimos (tachado también, se halla en deliciosas y saludables cantidades), un director sensible y seguro (Philippe Lioret, el de la recordada Welcome, 2009, aporta además una sobriedad y una elegancia que lo alejan de las estridencias y los subrayados, así que tachamos también este ítem de nuestra lista) y por supuesto, actores capaces de hacer asequible y conmovedora esta aventura de descubrimientos no menos trascendentales por lo pequeños, (ítem tachadísimo, porque los dos conductores primordiales de la acción, Pierre Deladonchamps (que pasó a la fama por El desconocido del lago (Alain Guiraudie, 2013) como el veterano canadiense Gabriel Arcand, se muestran pródigos y prodigiosos a la hora de transmitir emoción y de iluminar conductas.


En resumen, una hermosa historia bien contada. Otra épica de lo pequeño, y no hay contradicción en los términos opuestos.


Gustavo Monteros

Graduación

Christian Mungiu con 4 meses, 3 semanas y 2 días (2007) no solo ganó fama internacional sino que puso al cine rumano en primer plano. Más allá de las inevitables diferencias creativas entre los distintos directores de este cine pujante, un factor común sobresalía. Todos parten de una situación pequeña y reconocible, que al irse profundizando, de a poco, se va cargando de implicancias políticas y sociales. Lo macro contenido en lo micro, que se vuelve más y más revelador, a medida que se focaliza mejor la lupa. O sea la más lograda y envidiable manera de contar un relato. Cargarlo de ecos y significaciones con tan solo detallarlo, ya se trate de algo tan personal e individual como la posibilidad de un aborto o de la decisión de dejar a alguien.


Aquí el cuento se abre con una piedra que rompe el vidrio de un departamento habitado por un médico, Romeo (Adrian Titieni), ansioso porque su hija Eliza (Maria-Victoria Dragus) apruebe el último examen del bachillerato y logre así continuar los estudios en Inglaterra, la madre Magda (Lia Bugnar), se verá más tarde, es una figura secundaria y superada en el presente de Romeo. La piedra que rompió el vidrio prefigura unas cuantas tribulaciones posteriores. Eliza será víctima de un intento de violación que desbastará la difícil tranquilidad necesaria para enfrentar un examen. Romeo quiere que su hija tenga la posibilidad de estudiar en el exterior sí o sí, por ella y también por él, que cumplirá vicariamente lo que no pudo o supo conseguir.


Durante la primera hora y media el relato avanza con seguridad y despierta nuestro continuo interés, pero se cae (esa fue mi sensación) en el desenlace. La última media hora se desbarranca, como si no se supiera concluir con gloria lo que se quería contar, o no se pudiera establecer con certeza qué era lo que se pretendía contar. Las diversas aristas que se fueran perfilando se quedan sin filo. Algunas historias se cierran con las formas caprichosas y gratuitas de algunos thrillers tramposos. Y cuando al fin prima la ética individual versus hasta dónde es capaz de llegar un padre para que sus hijos vivan mejor, el relato luce retorcido, como si lo que hubiera tenido que surgir de él fue reemplazado por algo impuesto por la fuerza.


Mungiu filma con la pericia de un maestro, de allí que uno tienda a dudar de la propia percepción, pero a la salida, cuando uno puede armar con tranquilidad el rompecabezas y fundamentar el análisis, se ve que esta vez los ecos sociales y políticos no surgen de la historia sino que son tirados desde afuera como aquella piedra de la primera escena.


Una decepción luminosa, y no es un juego de palabras, puede que la película no sea tan satisfactoria como se esperaba, pero hay mucho talento detrás, y la experiencia igual recompensa. La equivocación de los maestros es a veces mejor que los aciertos de unos cuantos discípulos poco agraciados.


Gustavo Monteros

jueves, 4 de mayo de 2017

Un momento de amor

Marion Cotillard es una actriz prodigiosa. Su belleza no empalaga, porque no depende de simetrías indiscutibles ni angulosidades comprobables para deslumbrar. Su apabullante talento no fatiga, porque no depende de adaptaciones a su personalidad ni asimilaciones a su físico. Su excepcionalidad la equipara con las grandes divas imperecederas del cine clásico y su histrionismo único, que no se alimenta de gestos, posturas y prosodias determinantes, la equiparan a las grandes actrices modernas que prescinden de artificios y artilugios para proyectar su magia. En fin, que reencontrarse con la Cotillard es siempre una fiesta, aunque la película sea mala, cosa que ésta, por suerte, no lo es para nada.


Estamos en la década del cincuenta del siglo pasado en la campiña francesa. Gabrielle (Marion Cotillard) sufre de los nervios, subterfugio que ocultaba por aquel entonces la ignorancia de las afecciones psicológicas. Parece padecer de una aflicción psicosomática y tener inconvenientes para dar satisfacción a los ardores sexuales. Como suele ser el caso, se prendará de quién no debe, y su madre, pragmática, como son algunas personas que viven en contacto con la naturaleza, la casará con un español, José (Alex Brendemülhl) que trabaja de recolector en los campos de la familia y que mira a Gabrielle con una deferencia que bien podría transformarse en afecto. Un aborto espontáneo hará que descubran que la aqueja, el “Mal de pierres” del título original. Terminará en un hospital de Davos que se especializa en erradicar dicha enfermedad. Allí conocerá a André (Louis Garrel) y entonces…


Este trabajo de Marion Cotillard, sobre todo en esto de chica de campo, aquejada por insatisfacciones sexuales, apasionada, libre y un poco salvaje,  dialoga con uno de los mejores personajes corporizados por Isabelle Adjani,  el de L'été meurtrier (Verano Mortal, Jean Becker, 1983), pero mientras que el de Adjani se hundía en la locura y en el crimen, porque de un policial negro se trataba, este personaje de Cotillard se dirige hacia la epifanía deslumbradora, porque ésta es una historia de amor.


Nicole Garcia (también actriz, los memoriosos la recordarán como la protagonista junto a Gérard Depardieu de una de las mejores obras del maestro Alain Resnais, Mi tío de América (Mon oncle d'Amérique, 1980)) conduce con autoridad y buen pulso este cuento que se vuelve seductor y entrañable, más que nada porque se fortifica en hombres  que saben amar. En estos últimos tiempos, generalmente se nos acusa de no comprometernos, de no saber escuchar ni acompañar, pero a veces también, para contrarrestar tanta falencia, como en este caso, sabemos amar.
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Por lo dicho, no es de extrañar que elogie a los caballeros que secundan a Cotillard, el barcelonés Alex Brendemülhl (que fuera el Mengele de nuestra Wakolda (Lucía Puenzo, 2013)) y el parisino Louis Garrel concretan una faena casi a la altura de la de Cotillard, encomio que puede resultar mezquino, aunque en realidad es todo un ditirambo.


Otra caracterización notable de Marion Cotillard y una buena historia ¿qué más se puede pedir para pasar un par de horas más que agradables en un cine?


Gustavo Monteros

El ídolo

El ídolo de Hany Abu-Assad trata algunos aspectos de la vida de Mohammad Assaf, que durante un tiempo gozó de la aprobación y la popularidad que alguna vez tuvo la Selección Argentina-México 86. Ahora bien ¿quién es Mohammad Assaf? Un cantante de gran voz, ganador de la segunda versión de Arab Idol en 2013.


Hany Abu-Assad, el director de Paradise Now (2005) y Omar (2013) manifestó en estas dos películas, más allá de las aristas sociales y políticas, un gusto por el cine popular industrial. Ahora con El ídolo (Ya tayr el tayer, en el original, 2005) se da el gusto de explorarlo a sus anchas.


De no saber que se basa en hechos reales, diríamos que director y guionista se permiten todas las ambivalencias del típico melodrama, a saber, bienaventuranza-desgracia, felicidad-enfermedad, humillación-reparación, sacrificio-redención, vejación-triunfo y desventura-suerte.


Es decir, de no ser cierta la historia de este aspirante a cantante que triunfa apoteóticamente, la acusaríamos de regodearse en los tópicos más ramplones y usados de los melodramas más vergonzantes (hoy, no ayer que eran la usanza obligada) de Libertad Lamarque, tanto en Argentina como México.


Pero a Dios a veces le gusta emular a los más atrevidos guionistas de telenovelas y le da a sus criaturas destinos de contrastes tan fuertes que parecen cuento. No en vano el dicho dice: La realidad supera a la ficción.


Eso sí, como corresponde al melodrama o a la telenovela, todo es llano, directo, sin espesor ni dobleces, se debe aceptar que los buenos son buenos por designio primero y que los fanáticos pueden dar un volantazo porque tienen también corazón.


De todos modos, de puro escasa y nada frecuente, es hermosa la idea de que las diferencias políticas y religiosas puedan superarse por ir detrás de la voz evocadora de un artista único.


Se deja ver, aunque se la puede esperar que llegue al cable, las plataformas de contenidos o las mantas de la calle.


Gustavo Monteros