viernes, 21 de abril de 2017

Frantz

Ernst Lubitsch fue uno de los maestros de  la comedia clásica, tan grande fue que se llama “toque Lubitsch” a los momentos en los que el ingenio, la singularidad, la sofisticación y la elegancia elevan a la comedia al campo de lo sublime. Pero como integrante de la producción del Hollywood de la Era de Oro se vio obligado a cultivar todos los géneros. En 1932 aparte de concebir una de sus comedias más destacables Una hora contigo y una de sus obras maestras Un ladrón en la alcoba (Trouble in Paradise), le encomendaron un melodrama antibélico Remordimiento (Broken Lullaby, Canción de cuna rota, en el original). Se basaba en una obra de teatro de  Maurice Rostand, I killed a man (Maté a un hombre). A un francés, Paul Renard (Philips Holmes) le cuesta superar haber matado a un alemán, Walter Holderlin (Tom Douglas) durante un combate hombre a hombre un una trinchera de la Primera Guerra Mundial. En 1919, decide viajar a Alemania y conocer a la familia de la víctima para pedirles perdón. Facilita las cosas que el padre del difunto sea médico, el Dr Holderlin (Lionel Barrymore). Llegado el momento de la verdad, al francés le falta coraje y se hace pasar por amigo. Terminará por desatar el amor de la novia del alemán, Elsa (Nancy Carroll). La guerra “es un monstruo grande y pisa fuerte”, pero aquí no es mostrada en su dimensión épica con una Vivien Leigh caminando entre cadáveres como en Lo que el viento se llevó, sino que se centra en su costado más íntimo, el de los individuos particulares y sus pérdidas.


François Ozon, que ha hecho de la heterogeneidad el rasgo más sobresaliente de su carrera, toma este viejo melodrama de Lubitsch y lo somete a una transformación extrema. Para empezar tiene el coraje de decir que se basa, no en tal obra de teatro o en tal guión, sino en la película de Lubitsch. Otros, por pudor o hipocresía, dicen que recrearán tal o cuál material por este o aquel motivo, nunca que reharán la película que otro hizo antes. Una tontería, una remake es siempre en primer término sobre una película, no sobre una historia. Respeta, eso sí, el punto de partida y el blanco y negro del original. Cambia los nombres, el francés afligido se llama ahora Adrien Rivoire (Pierre Niney), la víctima es el Frantz del título, Frantz Hoffmeister (Anton von Lucke), el padre sigue siendo médico, pero va con el nombre de Hans Hoffemeister (Ernst Stötzner) y la novia del muerto responde al nombre de Anna (Paula Beer).


Ozon ofrece una versión corregida y aumentada. No en el sentido de corregir lo que está mal (a pesar del tiempo transcurrido, aceptados los códigos de la época de su creación, casi nada está mal en el film de Lubitsch) sino de potenciar lo que estaba en ciernes, y aumentar no solo el volumen de los conflictos sino extenderlos para explorar otras posibilidades y otros finales. No en vano el viejo film dura 76 minutos, mientras que el de Ozon dura 113. Y pueden verse uno detrás del otro sin que el de Ozon pierda interés, tan distintos son, a pesar de sus coincidencias.


Durante los primeros 18 minutos, Ozon concreta una película como las que aprendimos a amar en los setenta o de antes con los grandes maestros. La acción avanza a imagen pura, sin subrayados musicales, con sonido natural, o sea sin que nadie nos indique cómo tenemos que sentir, qué emoción manejar de acuerdo a la situación. Pero en el minuto 18 entrará la música, que ya no se irá, y el color, que aparecerá y desaparecerá. Ozon les da más carnadura psicológica a los personajes, ya no están solo dominados por las pasiones demandantes que impulsan a los protagonistas de Lubitsch. Adrien es un narcisista rico y mimado, por lo tanto es un peligro inmenso para una familia que atraviesa un luto. La novia ya no es una personita práctica con gran sentido del sacrificio, no, es una mujer compleja que comprende el poder de la mentira y comienza a usarlo, no bien Adrien confiesa que no es un amigo de Frantz, sino el soldado que lo mató. Nótese que la irrupción del color coincide cuando la mentira, en cuanto fantasía, revive y se fortifica. Aunque, a pesar del atractivo de someter a otros y del color, la fantasía mentirosa es un artificio, no tiene la contundencia de la verdad y se necesita verdad para amar y ser amado, de allí el regreso al blanco y negro.


Como vemos a Ozon le interesan otras cosas aparte del alegato antibelicista, como el poder que da la mentira manipuladora, o en tiempos en los que Europa tiende a cerrar fronteras, hablar también del  temor al extranjero, al que se ve, antes que nada y por sobre todo, como a un enemigo. En Lubitsch, la confesión del francés lleva al final del drama, aquí conduce a otra culminación y a una segunda parte, comandada más por el punto de vista de la novia, que el del francés. Y nos adentramos, entonces, en el más puro y delicioso melodrama de sentimientos, de amores que quien sabe si pueden ser.


Algunas películas nos regalan frases que no nos abandonan y que hacemos nuestras para usar cuando llegue la ocasión ideal. Aquí hay una que a mí en lo particular se me pegó, sabrá Dios quien la pergeño, un guión es una tarea a varias manos, ya estaba en el filme de Lubitsch y Ozon vuelve a usarla, los padres del muerto le pedirán al francés en un momento clave: “No tenga miedo de hacernos felices.”


En resumen, Frantz es un elegante y exquisito film melancólico que merece verse.


Gustavo Monteros

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