jueves, 9 de febrero de 2017

La razón de estar contigo




Dije por ahí que los críticos se volvieron obsoletos por la ausencia de los grandes maestros. Y sí, es lo que creo. Fueron los grandes maestros los que establecieron con sus obras los parámetros críticos, los que ensanchaban las fronteras con sus logros, los que postulaban, hasta con sus yerros, las reglas para dividir lo bueno de lo malo, el bodrio de lo sublime. Esta edad de oro del cine duró desde fines de los veinte hasta fines de los setenta. Por entonces los maestros comenzaron a morir, para los ochenta eran pocos los que quedaban en actividad. Sus pocos herederos persisten, pero pierden en la estadística, de cada diez que había, queda uno.


Por los ochenta, Hollywood ya era dominada por completo por los productores. Ya no importaba tanto contar buenas historias para atraer al público, bastaba con sabérselas vender. El arte del buen contar se sustituyó por el mercadeo. El cine pasó a ser eso que transcurre mientras se degluten pochoclos.


Cuando los grandes maestros dominaban la Tierra y uno preguntaba ¿cuál es tu película favorita?, se obtenía por respuesta el título de alguna obra maestra. Te decían cosas como Ladrones de bicicletas, Los cuatrocientos golpes, Rocco y sus hermanos, El séptimo sello, La guerra gaucha, El ciudadano, Piso de soltero, o Bienvenido Mr. Marshall, y si tenían gustos más populares te largaban La diligencia, El tren, El puente sobre el río Kwai, Vértigo, Zorba, el griego, Z, La novicia rebelde o Mi bella dama.


Hoy, más veces que no, cuando preguntás por la película favorita de tu interlocutor/a, obtenés como respuesta el título de algo que se puede llamar película porque viene en ese formato y la exhibe algún dispositivo proyector. Un producto de un gran estudio,  hecho sin arte y con menos gracia que, generalmente por el carisma de alguna estrella, se hace simpático y destacable del resto.


¿Se puede amar un producto hollywoodense ramplón y tontón? Y sí, si conecta con alguna necesidad básica o un aspecto de nuestra formación o carácter. Y para no dármelas de superior, me pondré como ejemplo.


De entre las mascotas, soy persona-perro, ojo, persona-perro a secas, no persona-perro y persona-gato. Me gustan mucho los perros y como desde siempre fui medio afecto carenciado (de todas las artes performáticas… ¡estudié actuación!), el cariño canino nunca me viene mal. De modo que tengo inclinación y debilidad por las películas con perros. No tanto de esas en las que hablan y de tan antropomórficos son casi humanos. No, esas en las que no dejan de ser perros.


De modo que La razón de estar contigo apunta a un grupo al que pertenezco, el de los perreros.


Parte de una buena idea (se basa en una novela, casi una rareza entre tanta biografía y hechos reales). El alma de un perro se reencarna en varios ejemplares de distintas razas porque busca el sentido de su existencia. No sé cuántas historias habrá en la novela, en la película hay cuatro. Y la primera y la última se relacionan. La idea puede que sea buena, pero las historias elegidas para contarla son de pedorras a diarreicas. Los personajes son planos, tan interesantes como cortarse las uñas, las cosas que les pasan generan tan poca emoción que, en comparación, esperar el ascensor es una aventura épica.


Y sin embargo, ahí estaba yo, feliz como chico en calesita, llorando a mares cuando les acontecía algún revés y navegando en la congoja cuando los golpeaba alguna desgracia. (Creo que desde De los Apeninos a los Andes (Folco Quillci, 1959) que vi cuando estaba en Primer Grado no lloro tanto con una película). Y no me importaba nada que fuera mala, que tuviera un exceso de violines, que la fotografía fuera primorosa y que cuando la pegaba en algo fuera a lo sumo cursi. No, porque por fin el nuevo y estercolero Hollywood vendía una baratija que estaba dispuesto a comprar.


Dirigió Lasse Hallström que alguna vez supo hacer cosas buenas como Mi querido intruso (Once around, 1991) o ¿A quién ama Gilbert Grape?, 1992, y que después despuntó solo profesionalismo y que depende de un material más o menos respetable, La pesca del salmón en Yemén, 2011 o El viaje de diez metros, 2014, para hacer algo decente.


No importa, como les decía, yo estaba ahí, feliz con mi película de perros.


La vida de los perros, bah, de los animales en general, cambió mucho desde que existen las asociaciones contra el maltrato animal, aunque se los sigue envenenando, ahorcando, despellejando, pateando, abandonando. Y a pesar de todo, el perro sigue siendo el humanista imbatible de siempre, queriéndonos, acompañándonos, esperándonos, recibiéndonos como si viniéramos de la guerra cada vez que entramos. Y no se rinde, no para hasta que estamos, sino felices, al menos bien y no entiende que nos enrollemos tanto cuando se puede estar mejor, solo uno con el otro, comiendo, jugando o durmiendo. A algo de eso, descubre el alma del perro de la película que es su razón. Eso sí, si alguna vez llega a triunfar la filosofía canina se acaba el capitalismo, a lo sumo quedarán las empresas gastronómicas o la industria de la alimentación en general. Su carpe diem es absoluto, un humano, otros perros (optativo), comer y dormir.


En resumen, La razón de estar contigo es un producto bodrioso de toda bodriez para cualquier ciudadano serio y respetable al que no le gustan las mascotas, pero para los que amamos los perros una delicia a disfrutar.

Gustavo Monteros


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