jueves, 25 de agosto de 2016

Testigo de cargo


Si todos los caminos conducen a Roma, la semana pasada me crucé con un  par de detalles que, con exageración, podrían llevarme a decir: todos los caminos conducen a Testigo de cargo. Por un lado, el domingo vería por segunda vez, aprovechando que se presentarían en el Coliseo Podestá, el hermoso musical de Fernando Albinarrate, Ni con perros ni con chicos, protagonizado por Omar Calicchio y Laura Oliva, que cuenta la historia de amor de Charles Laughton y Elsa Lanchester y que incluye un momento en que juegan a improvisar la primera escena de Testigo de cargo. Y por otro, leí por ahí que Ben Affleck protagonizará y dirigirá la remake de esta joya de Billy Wilder. De modo que reverla era casi un mandato cósmico.


Testigo de cargo es, con dignidad y orgullo, una película de género. Es un ejemplo perfecto del courtroom melodrama, es decir un melodrama judicial con jurado, defensor, fiscal y juez, y puesto que transcurre en Inglaterra, los tres últimos llevan blanca y empolvada peluca ruluda, más negra y larga toga. Se basa en una astuta obra de teatro de Agatha Christie, que como todo lo que salió de su imaginación plantea un rompecabezas que se arma y desarma a la perfección. Y por si las virtudes del material original fueran pocas, el sabio director y maestro entre maestros, Billy Wilder, y el experimentado guionista Harry Kurnitz procedieron a enriquecerlo aun más para su versión cinematográfica.


El prestigioso abogado, Sir Wilfrid Roberts (Charles Laughton) se repone de un infarto. Lo deshospitalizaron, pero todavía no le dieron el alta, motivo por el cual está al cuidado de la severa enfermera, Miss Plimsoll (Elsa Lanchester). Brogan-Moore (John Williams) su socio lo consulta sobre un caso que le ha tocado en suerte. A Leonard Vole (Tyrone Power) lo acusan de asesinar a una viuda rica, Emily French (Norma Varden) por dinero. Si no demuestra su inocencia, será ejecutado. Sir Wilfrid, a pesar de su convalecencia, tomará el caso. La esposa de Vole, Christine (Marlene Dietrich) será quien justifique el título de la película.


Como en todo buen courtroom-melodrama, las sorpresas, las revelaciones y los giros abruptos motorizarán la trama con sus idas y vueltas.


Lo primero que apreciamos (y que extrañamos en el cine contemporáneo) es la importancia que cobran y el color que aportan los personajes secundarios. Durante su apogeo, los grandes estudios contaban con un ejército de actores “característicos” que con sus peculiaridades contribuían a garantizar la empatía, pathos o simpatía para sus personajes y para los principales con los que se relacionaban. A veces sellaban el éxito de un proyecto mejor que los rutilantes astros y estrellas. Podían ser mucamas, mayordomos, socios, compañeros de trabajo, jefes de los protagonistas, pero nunca pasaban desapercibidos. Tal era su relevancia que los guionistas se veían obligados a escribir líneas punzantes o concebir situaciones jugosas para explotar sus talentos. Aquí, quien se lleva las ovaciones es Una O’Connor, la sorda mucama de la pobre Sra French. Hoy en día, los secundarios quedan librados a su suerte, de vez en cuando se contrata actores de personalidad definida para que aporten su presencia, aunque nadie se preocupa demasiado para garantizarles buenas líneas o situaciones interesantes.


Como ya dije, Billy Wilder era un maestro entre maestros y sabía como pocos dónde y cómo poner la cámara. Ante todo era consciente del género al que pertenecía la película en la que trabajaba y obraba en consecuencia. El courtroom melodrama lo que expone es que la justicia es maleable y que la verdad en un juicio no importa, importan más las apariencias, lo que puede pasar por cierto, los códigos de la verosimilitud, la lógica del espectáculo en realidad (que con buen cinismo el abogado del musical Chicago, Billy Flynn, expresa en su canción: A la gilada dale circo, dale un lindo show). Es casi un tropo en estas películas mostrar la estatua de la justicia cuando comienzan los procesos judiciales. Billy Wilder cumple con la tradición, pero su estatua está siendo limpiada por un obrero… humanización o desacralización de la diosa si las hay, con esa sola imagen nos dice qué opina de lo que vendrá, una teatralización que hará inclinar la balanza para un lado u otro, según la artificialidad más eficiente.


Ninguna película por buena que sea (y esta vive en la excelencia) sobrevive sin el arte de sus actores. Aquí aunque el cuarteto principal brilla, es Marlene Dietrich la que lo hace con excelsitud, brinda una de sus actuaciones más recordadas. Con toda justicia, el veredicto es unánime: maravillosa.


Testigo de cargo o Witness for the prosecution puede verse en Netflix.


Gustavo Monteros

jueves, 18 de agosto de 2016

El pulso

El pulso (Cell, 2016) es de esas películas ante las cuales uno se pregunta… ¿para qué?, ¿por qué? O sea, ¿para qué la hicieron?, ¿por qué salió tan mal? La idea no es mala (quizá ninguna lo sea, lo que cuenta es lo que se hace con ellas). Se basa en una novela de Stephen King, en la que el prolífico novelista expresa su odio por los telefonitos. Al menos el que sentía en 2006, ahora no sé, puede que se haya reconciliado con la telefonía celular. Tecnofobias aparte, su resentimiento en el papel era bueno, en celuloide no tanto.


En el aeropuerto de Boston, un soleado día, Clay Riddell (John Cusack) un autor de novelas gráficas, alejado de su familia, física y sentimentalmente, atestigua como una extraña descarga, llamada luego “el pulso”, fríe (y no es una metáfora) los cerebros de los que están usando un celular en ese preciso momento, quienes se transforman en una especie de zombis (sin el maquillaje mantecoso de los que pululan por The walking dead) y que pasan a atacar con inusitada violencia a los que no “evolucionaron”. En su accidentada salida del aeropuerto, Clay se topa primero con Tom McCourt (Samuel L Jackson) un conductor de subtes, después con Alice (Isabelle Fuhrman), una vecina, y más tarde, ya en plena huida, con Charles Ardai (Stacy Keach) un director de escuela y el único alumno que le queda, Jordan (Owen Teague). Después, claro, aparecerá más gente, pero ese es otro cantar.


Como en toda historia de supervivencia, los personajes más que tener un retrato, un perfil, ostentan solo un rasgo colorido, una pulsión. Y por no tener desarrollo psicológico alguno dependen de ese matiz para despertar empatía. A decir verdad, aquí, poca o ninguna según el caso. La historia avanza a los tropezones y se subraya un defecto que sobresalía en la novela, los personajes sacan conclusiones sobre lo que pasa con los “cambiados” de la nada, porque sí, o porque algo hay que elucubrar.


John Cusack (también productor) y el gran Samuel L Jackson hacen uso y abuso de su carisma para disipar un poco el tedio… sin vencerlo del todo. Stacy Keach, figura señera de los setenta, aporta nostalgia por su glorioso pasado. Y el casi niño Owen Teague lucha por hacerse de un rincón en el cine.


Dato curioso: el mismísimo Stephen King es co-guionista de este desaguisado. ¿Por qué, querido Stephen?, ¿qué necesidad había?


Lo único que quizá subsista sea la escena de la “transformación” con gente que convulsiona, que echa espuma por la boca, descerraja balazos, acuchilla, reparte golpes contundentes por las cabezas, cosas así, más la perla del policía que muerde el perro (policía, claro) que lo acompañaba en la primera escena. No es particularmente ridícula, pero con buena voluntad es risible.


Dirigió Tod Williams (The adventures of Sebastian Cole, 1998, Una mujer infiel/The door in the floor, 2004, buen dramón con Jeff Bridges, Kim Basinger y Elle Fanning, Actividad Paranormal 2, 2010)


Para ver en una desolada, lúgubre y lluviosa tarde de domingo en la que las únicas opciones son esta película o un documental semiótico sobre la vacuidad de los discursos de Mauricio Macri.


Gustavo Monteros 

viernes, 12 de agosto de 2016

jueves, 4 de agosto de 2016

Matar a un ruiseñor


El tiempo no respeta nada. Es cruel. Arrasa, desbanda, devora. Todo decae, se arruga, se apergamina.  Pierde color, brillo, brío. No hay fuerza, empuje, voluntad que resista. El tiempo tropella, aplana, desluce. Nada queda igual. Nada se parece a como era. Arremete, destruye, apelmaza. No se detiene ante nada. Ni ante las películas.


Sí, las películas envejecen. Como todos, todas, todo. No hablo de los aspectos técnicos, esos envejecen por hora. Ni del tratamiento de las temáticas. El amor será amor, aunque cambien los volados. No, envejecen cuando callan, cuando se secan, cuando ya no tienen nada que decir. Cuando son solo una escenografía ajada, sucia, rota, que apenas se sostiene en pie. Cuando se han muerto y no lo saben. No hay nada más triste. Confundir la muerte con la vida, creer que son lo mismo, no saber. No conjugar la diferencia.


Ante las películas que amamos, pasado un largo rato, uno tiene miedo de volver a verlas. Es como ante alguien que amamos mucho y que no volvimos a ver. ¿Queremos de verdad comprobar cómo el tiempo ha deteriorado su cara, quebrado la línea de su espalda, debilitado sus rodillas, le ha puesto opacidades a su pelo, temblores a sus manos, desteñido los ojos, fustigado la voz y castigado las sonrisas? No, en realidad, queremos volver a ver ese alguien y que sea igual a como era, y en el fondo que nosotros seamos como éramos. Queremos vencer al tiempo, que el recuerdo no sea recuerdo, sino ahora. Ahora, ahora. Es triste, no hablo de admitir el error, la derrota, eso se asume fácil. Lo triste es ser juguete del tiempo y saber que nos ha tirado, nos ha dado por inútiles, nos ha olvidado. Eso es lo triste, que el tiempo te olvide. Eso es la muerte.


Vi Matar a un ruiseñor por Canal 9, en la televisión de 5 canales, en un televisor de blanco y negro, claro, una noche perdida de los setenta tempranos. Ya no era un chico, pero no hacía mucho que había dejado de serlo, aunque ya me creía más perspicaz que todos los adultos que me rodeaban, porque tenía la temeridad de tener una vida por delante.


Y me gustó mucho. Quizá sea una película ideal para adolescentes. Uno ve el cuento a través de los ojos de Scout, pero uno se da cuenta de lo que ella no, porque ya no somos chicos, ya somos grandes. Bueno, quizá no, pero adolescentes sí.


Hay dos misterios en la película. El del juicio que tiene al padre de Scout (Mary Badham), Atticus Finch (Gregory Peck) como abogado defensor y el de Boo Radley (Robert Duvall) que vive oculto en la casa lúgubre. Como en un juego, serán testigos del primero, y en peligro, resolverán el segundo.


Esta  película de 1962 se basa en una celebrada y muy popular novela de Harper Lee (se la creía autora de esta sola novela hasta hace un par de años, en que apareció mágicamente un manuscrito perdido, supuestamente escrito antes, aunque de una continuación de la historia, la autora ya muy mayor no podía ser consultada y no hay acuerdo definitivo sobre la certeza de su autoría). Entre otras cosas, es un alegato contra la segregación y el racismo. Dirigió Robert Mulligan (El gran impostor, 1961, Desliz de una noche/Love with a proper stranger, 1963, Verano del 42, 1971, El otro, 1972, A la misma hora, el año que viene, 1978). Le significó por fin el Óscar como mejor actor protagónico a Gregory Peck después de cuatro nominaciones fallidas: Las llaves del reino (John M Stahl, 1944), El despertar/The yearling (Clarence Brown, 1946), La luz es para todos/Gentleman’s agreement (Elia Kazan, 1947) y Almas en la hoguera/Twelve O’Clock High (Henry King, 1949). Técnicamente si bien todo gira alrededor de su personaje, es casi una actuación de reparto, los chicos ocupan la mayor parte del metraje, y más allá de la impecabilidad de su actuación, en el fondo solo Peck podría haber interpretado a Atticus, todo actor arrastra su pasado actoral, las imágenes de actuaciones anteriores, y él traía aparejada toda una prosapia de personajes tan humanos como íntegros. Mary Badham, de 10 años, interpretó a Scout, la auténtica protagonista, no haría carrera y se retiraría después de 6 trabajos a los 14 años. Philip Alford, de 14 años, hizo de su hermano mayor, Jem, tampoco haría carrera, se retiró a las 24 años, después de 8 trabajos. John Megna, también de 10 años hizo de Dill Harris, el vecino amigo de  los chicos que viene a la locación ficcional donde trascurre la historia para pasar las vacaciones. Se dice que la historia tiene fuertes trazos autobiográficos y el personaje de Dill supuestamente se basa, nada más ni nada menos que en Truman Capote. John Megna haría carrera, pero su vida culminaría a los 42 años, sesgada por el SIDA. Boo Radley fue un hito en la carrera de Robert Duvall, sin embargo tuvo que esperar 10 años para quedar indeleble en la memoria del público con su Tom Hagen, el abogado de El padrino (Francis Ford Coppola, 1972).


Matar a un ruiseñor envejeció bien, luce sabia y donosa. Yo, no sé. Quiero creer que sí.


Matar a un ruiseñor/To kill a mockingbird puede verse en Netflix.


Gustavo Monteros