jueves, 27 de octubre de 2016

El hombre perfecto

No hay que robar zapatos / sin saber correr primero, decía la canción de Carlos del Peral y Jorge Schussheim que cantaba Nacha Guevara en los tiempos del Instituto Di Tella. Parafraseándola podría decirse: No hay que robar manuscritos / sin saber escribir otra novela. O sin saber lidiar con los chantajes y revelaciones que trae publicar con nombre propio una novela escrita por otro.


En Un homme idéal (2015) de Yann Gozlan, Mathieu Vasseur (Pierre Niney) es un joven novelista sin suerte, su esforzado trabajo ha sido rechazado por una respetable editorial. Se gana la vida como peón de una empresa de mudanzas. Un día la empresa recibe el encargo de desarmar una casa en la que un viejo inquilino ha muerto. Salvo algunos muebles, deben tirar todo lo que encuentren, ropa, papeles, enseres, etc. Entre los papeles, Mathieu encuentra un diario de las luchas de Argelia, que bien puede leerse como una novela. Copia este manuscrito y lo envía con su nombre a otra editorial, distinta de la que lo rechazó, para probar suerte. Sorpresa, hay verdadero interés de que firme con ellos un contrato. No se necesita ser muy perspicaz para suponer que será saludado como un grande de las letras francesas.


Esto del robo de manuscrito corre el peligro de convertirse sino en un género al menos en tendencia. En el 2012, los directores Brian Klugman y Lee Sternthal en The words (apodada por estas tierras Palabras robadas) contaron cómo un autor bloqueado, el bueno de Bradley Cooper, hallaba por casualidad un manuscrito perdido con una historia de amor en tiempos de la segunda guerra y decidía publicarlo con su nombre. En algún momento se le presentaba el verdadero autor, el legendario Jeremy Irons, y la cosa se ponía espesa.


Y si en Palabras robadas todo derivaba para el lado de la parábola del autoconocimiento, la retribución, la expiación o la capacidad de vivir en la mentira (Jeremy le decía  a Bradley la frase matadora de que “todos tomamos decisiones, lo difícil es vivir con ellas”, por ejemplo), en El hombre perfecto la historia se inclina por el viejo y querido thriller. Llegado este punto, se puede presumir de erudición y dejar caer al pasar, como quien no quiere la cosa, los nombres de Alfred Hitchcock y Patricia Highsmith (en realidad, obviedades a evitar cada vez que hay un poco de suspenso o un personaje miente).


Mathieu debe enfrentar unos cuantos demonios que le aparecen. El director Yann Gozlan juega muy bien sus cartas, porque a pesar de unas cuantas crueldades y bajezas que Mathieu comete, nuestra simpatía siempre está con él. Deseamos que se salga con la suya. Simpatía y deseo que le debe no poco a la caracterización de algunos personajes y a una pertinente planificación.


El cine francés ha propuesto desde siempre protagonistas masculinos que se apartan del típico atlético carilindo (Jean-Paul Belmondo, Yves Montand, Daniel Auteuil, Vincent Lindon, Gérard Depardieu, Vincent Cassel, Mathieu Amalric, Jean Rochefort, Philippe Noiret, Michel Piccoli, Lino Ventura, Jean Reno, Fabrice Luchini, Jean-Pierre Bacri, Dominique Pinon, Michel Blanc, entre muchos otros). Pierre Niney se inscribe en esa tradición. Por bromear hasta podríamos decir que es un identikit hecho de actores argentinos, tiene ojos parecidos a los de Sergio Surraco, mira como Pablo Rago y es incluso más flaco que Juan Minujín. Bromas al margen, sabe ganarse la atención y justifica el protagonismo concedido. Se lucen también Ana Girardot, André Marcon, Valéria Cavalli, Thibault Vinçon y Marc Barbé como el siniestro chantajista.


No será el mejor partido para una chica casadera ni la opción más confiable para que nos cuide la casa en vacaciones, pero este supuesto Hombre perfecto ofrece durante 100 minutos una más que atendible compañía.

Gustavo Monteros 

jueves, 20 de octubre de 2016

¿Qué invadimos ahora?

Michael Moore esta vez parte de una humorada: los altos mandos militares le consultan sobre qué países invadir a continuación. Comienza entonces una gira europea por distintos países a los cuales se les puede “robar” una idea.


Primero va a Italia, de donde se quiere quedar con el concepto de vacaciones pagas, del aguinaldo, de las licencias por maternidad y de las dos horas para almorzar, prerrogativas que los yanquis no tienen.


En segundo término va a Francia y observa que el menú escolar no solo es balanceado sino rico, sano y nutritivo, celebra el buen uso de los impuestos y la importancia de la educación sexual.


En tercer lugar va a Finlandia, en donde se maravilla (yo, también) de los avances en educación, los alumnos no tienen tareas, asisten a jornadas acotadas y los años lectivos son lo más cortos posibles, ya que han descubierto que cuanto menos se va a la escuela más se aprende, hay verdadera integración social porque la educación (¡Dios los bendiga!) privada no existe (los ricos se preocupan y se comprometen para que la educación pública sea de excelencia) y se procura por sobre todo que los alumnos sean felices. En la felicidad se descubre la verdadera capacidad y potencial que cada alumno posee.


La cuarta escala es en Eslovenia donde la educación universitaria es gratuita (nada que nosotros debamos envidiar… por ahora… (El oficialismo actual propende al arancelamiento.)


El quinto lugar que visita es Alemania, en donde descubre la fortaleza de la clase media, que las jornadas semanales no exceden las 36 horas de trabajo, aunque se les paga por 40, que suscriben a que el trabajo no debe generar estrés y que si lo hace tienen masajes gratis, y que si es grave pueden internarse por un par de semanas en un spa con todo pago por el estado, que los trabajadores participan activamente en las juntas de administración de las fábricas y que exigen medidas que los beneficien continuamente, y que para no repetir los horrores de la Segunda Guerra hacen un culto a la memoria y que buscan la expiación y la reparación por las salvajadas cometidas.


El sexto turno le corresponde a Portugal donde atestigua que el narcotráfico no es un problema y que el consumo y la adicción se han reducido drásticamente porque se despenalizó el uso de drogas y la policía, créase o no, sostiene que la dignidad humana está por encima de todo.


La séptima escala es en Noruega, en donde se detiene en la rehabilitación de los presos (algo que ya sabemos por otras películas, incluso de ficción, las cárceles noruegas, y también las suecas, son más cómodas que donde yo ahora vivo, que están más cerca de la idea de hotel o de barrio con talleres y escuelas que otra cosa), claro, allí la idea es que el delincuente se integre a la sociedad después de cumplida la pena y que se convierta en un buen vecino. La bajísima tasa de reincidencia en el delito dice que no están para nada equivocados.


En octavo lugar se aleja momentáneamente de Europa y recala en Túnez. Allí ve que hay clínicas gratis para mujeres y que el aborto es legal. Comprueba, además, cómo se instauraron y se defienden los derechos de la mujer.


El noveno y último lugar que visita le corresponde a Islandia, donde observa la importancia de la visión femenina en las tomas de decisiones, y ve lo que parece un milagro: desatada la crisis económica suscitada por la especulación, no, subrayo no, no salvaron los bancos y enjuiciaron y condenaron no solo con inhabilitación y multas a los banqueros, sino que además ¡los metieron presos! (aquí el presidente no es solo un especulador comprobado, un contrabandista confeso sino que también un evasor insistente, tiene más cuentas off-shore que cuatro o cinco magnates juntos). El estómago de sus votantes debe ser de acero.


La conclusión lo halla en Alemania y no es novedad para los que lo acompaños en este viaje: como la Dorothy de El Mago de Oz, la solución estaba en sus narices, o en sus zapatos, en el caso de la metáfora elegida. Los yanquis se olvidaron de su Constitución y dejaron que el capitalismo los esclavizara, pero se dan aliento con algo que se probó verdadero, los grandes cambios se pueden hacer de un día para otro, solo basta la convicción política.


Moore, ya es verdad de Perogrullo, simplifica demasiado grandes temas o conflictos para convertirlos en tesis o antítesis de lo quiere probar. Se acepta la salvedad, pero también entretiene, provoca e invita a adentrarse en los temas que enuncia. Aquí hay menos mordacidad que de costumbre porque va al rescate de buenas ideas, más que a la erradicación de males. Para nosotros en interesante ver cómo dialoga con nuestro presente: se ve la primera huelga de mujeres en Islandia, se ve cómo se pretendió acabar con la educación universitaria gratuita en Eslovenia con la propuesta de que los alumnos extranjeros paguen, se ve que la discusión sobre la seguridad en Noruega está tan avanzada que los medios amarillos no pudieron torcer el discurso ni con el caso de un francotirador que mató a 54 chicos que hacían campamento en una isla. La derecha es igual en todas partes, es estrecha, cerrada, prejuiciosa, negacionista, retrógrada e impulsora de odios y violencia. No tiene límites para conservar la jerarquía preestablecida. Da pena (y vergüenza) que halle eco en quienes se perjudican cuando triunfa.

Gustavo Monteros

jueves, 13 de octubre de 2016

Las inocentes



 Polonia, diciembre de 1945. La guerra acaba de terminar. Todos, sin excepción, están heridos, física o espiritualmente. Una joven médica francesa (Lou de Laâge) que en misión de la Cruz Roja atiende solo a franceses se topará con una situación inédita que le exigirá la mayor cautela, un estricto sigilo, la máxima discreción y un absoluto secreto. En un convento monjas polacas, que han sido violadas por las tropas soviéticas, están, ahora, embarazadas. Las inocentes del título. La historia se basa en hechos reales, contados, a su debido momento, por la médica.


Anne Fontaine (Coco antes de Chanel , 2009, Adoration /Madres perfectas, 2013, Gemma Bovery/La ilusión de estar contigo) hace dos películas en una, la primera mucho mejor que la segunda. Durante los primeros 50 minutos deja que la historia se imponga con su sequedad, con su contundencia sin agregados ni subrayados. No hay música incidental, la que se oye es la lógica, si van a un club a bailar es la del grupo del lugar la que se oye, o si estamos en la capilla escuchamos solo el canto de las monjitas. No hay regodeos en la reconstrucción de época ni encuadres preciosistas. La emoción surge con naturalidad. Sin embargo, algo pasó en la sala de edición. Decidieron entonces recurrir a los trucos habituales de la manipulación al público. Comienza la lacrimógena música incidental, se imponen los subrayados, se multiplican las obviedades. Una pena porque la historia tiene una fuerza que no necesitaba adornos. Además el guión se preocupa por dar la mayor cantidad de puntos de vista posibles, ofrecer aristas relevantes y reveladores de los personajes, contrastar por ejemplo el comunismo práctico y ateo de la médica con los fundamentalismos religiosos que padecen algunas de las monjas, no todas, porque las hay también pragmáticas, curiosas o flexibles ante la terrible experiencia que les tocó en suerte. Es muy interesante comprobar cómo el guión ilustra personajes y conductas sin caer en didactismos ni demagogias.


La improbable amistad entre la médica Mathilde (Lou de Laâge) y la monja Mary (Agata Buzek) encuentra en las actrices mencionadas una dinámica tan reveladora como conmovedora. La gran Agata Kulesza (la tía de Ida, Pawel Pawlikowski, 2013) perfila la madre superiora con todos los matices a su alcance, que no son muchos sino casi infinitos. El médico que hace Vincent Macaigne sabe hacerse odiar y caer simpático, a la vez o sucesivamente, un logro nada menor.


En resumen, una historia profunda que a pesar de las concesiones innecesarias al cine habitual de masas se vuelve inolvidable. Muy recomendable.

Gustavo Monteros

jueves, 6 de octubre de 2016

Un traidor entre nosotros

En un principio su novelística se concentró en los soterrados enfrentamientos de la Guerra Fría con sus bandos bien diferenciados, de un lado La Rubia Albión con su socio obligado, el Tío Sam, y del otro La Madre Rusia. Agotada que fue la vertiente, más la caída del Muro de Berlín que volvió obsoleto su mundo anterior, John Le Carré amplió sus horizontes y resaltó las diferentes formas internacionales de la plutocracia que se sobreimponen a las democracias y nos señaló que las compañías farmacéuticas, por ejemplo, nada tiene que envidiarle a las mafias o los carteles narcos, hasta pueden ser incluso más dañinas. Su esquema novelístico comenzó a usar inocentes que quedan en el centro de la puja entre intereses poderosos, generalmente los de la Inteligencia Británica y los antagonistas de turno, mafias varias, lavadores de dinero, empresas armamentísticas, etc.


Esta vez, los inocentes son una pareja, Perry (Ewan McGregor) y Gail (Naomie Harris) en vías de recomposición de una relación que se sabe dañada y que buscan reencausarla en una paradisíaca Marruecos. La casualidad hace que se topen con un mafioso ruso, Dima (Stellan Skarsgard) que necesita hagan llegar a la Inteligencia Británica un pendrive con información confidencial, que bien podría valerle a él y su familia asilo en Gran Bretaña, algo que deberá negociar Hector (Damian Lewis), que así  podría hacerle pagar a su exjefe, Aubrey (Jeremy Northam) una afrenta muy personal.


A contramano de anteriores logros de Le Carré, la trama no es perfecta. Las motivaciones de algunos personajes tienden a la endeblez extrema, hay giros argumentales que exigen más de un salto de fe y ciertas resoluciones son harto discutibles. En el guión, al menos, el conflicto entre Hector y Aubrey está más vociferado que desarrollado, nunca se entiende demasiado por qué Perry y Gail están tan dispuestos a arriesgarse por Dima y su familia, se vislumbran razones que jamás se explicitan, y demanda una gran suspensión de la incredulidad que gente tan paranoica soslaye que adolescentes y teléfonos celulares van en tándem y ni se les ocurra secuestrárselos o pedirles que no los usen.


El elenco es parejo y efectivo, aunque sobresale el gran Stellan Skarsgard como el patriarca ruso, su labor se agiganta en comparación con lo conseguido en la imperdible serie River que puede verse en Netflix. El contraste entre estos dos personajes tan dispares revela la inmensidad de su talento.


Dirigió con esmero Susanna White de gran experiencia en la televisión, lo que tomando en cuenta la excelencia que alcanzó en los últimos tiempos la ficción televisiva no es poco aval. La trama pasea sus personajes por Marruecos, Londres, París, Berna entre otras atractivas locaciones, algo que siempre suma.


En resumen, si se está dispuesto a ser crédulo y dejarse llevar sin exigir rigores argumentales, entretiene. No es poco, ostenta debilidades, pero no insulta la inteligencia.


Gustavo Monteros

La lección

La lección (Urok, 2014, en el original) de los búlgaros Kristina Grozeva y Peter Valchanov exhibe muchas de la virtudes del cine de autor aunque también muchas de sus falencias.


Como su título lo preanuncia una moraleja está implícita. En las narraciones, las lecciones aprendidas implican siempre una moraleja. Esta puede surgir naturalmente de lo que se cuenta o estar sobreimpresa de antemano a lo que va a narrarse. La lección habita el segundo caso. La historia es prácticamente una tesis a corroborar.


Todo arranca con una docente de inglés, Nadezhda (Margita Gosheva) que debe resolver un robo de dinero en su clase. Como buena docente, se cree imbuida de una moralidad indiscutible y al no denunciarse el autor, organiza una vaquita para restaurarle lo perdido a la víctima. La trama se empeñará en demostrarle que está mal sentirse superior ante quien tiene la necesidad de robar. Para empezar, al llegar a su casa, sabrá que su marido no estuvo pagando la deuda con el banco y van a proceder a rematarle la casa.


Como en muchas películas de autor se prescinde de la banda sonora y la cámara más que seguir acosa a la protagonista. Muchas escenas están trabajadas hasta los últimos detalles, herramientas que nos hace involucrarnos con los que se cuenta. Entre las falencias se hallan las resoluciones caprichosas que exigen una infinita suspensión de la incredulidad, la psicología de algunos personajes que de tan estrambótica requeriría la escritura de nuevos tratados sobre el comportamiento, y el poner en puntos suspensivos los aspectos más inverosímiles, dejando en escena solo sus consecuencias, algo que en el cine comercial se considera vagancia, pero que en el de autor se lo denomina peculiaridad, y el callar razones que solucionarían el conflicto de inmediato, como por ejemplo por qué no decirle a la cajera que exige los tres centavos que faltan el motivo por el que debe hacer la transferencia nimia. Además de abusar del poder de demiurgo que tiene todo creador y someter a sus personajes a atroces arbitrios.


Margita Gosheva es una actriz soberbia y hace congruentes algunas dudosas resoluciones del guión sobre su personaje.


En resumen, sin ser una maravilla, se deja ver, se sigue con interés y promueve más de una bienvenida discusión.

Gustavo Monteros