jueves, 5 de mayo de 2016

¡Salve, César!



Hubo una vez una ciudad llamada Hollywood que fabricaba literalmente sueños. No contradecía o subvertía la realidad sino que la ensalzaba, la enaltecía, la magnificaba, la embellecía, bah, para que eso que llamamos vida empalideciera ante el contraste. Esa fantasía se llamó cine y ya no existe. Evolucionó, transmutó, se adaptó, pero la magia se perdió. Los hermanos Coen, cinéfilos empedernidos como pocos, homenajean en ¡Salve, César! a ese tiempo en que las películas eran películas.


Estamos a principios de los años cincuenta, en los últimos años de producción en serie de los grandes estudios. Eddie Mannix (Josh Brolin) no solo es el jefe de producción del estudio sino también un fixer, o sea un facilitador de soluciones para diversos tipos de problemas que traen las estrellas o las películas. Atestiguaremos 27 horas de su vida, en las que evita que una estrellita en ascenso empañe su carrera con pornografía, les haga verónicas a dos hermanas periodistas, Thora y Thessaly Tacker (Tilda Swinton) que se dedican a los chismes y que podrían boicotear la película más importante que encaran en ese momento, ¡Salve, César!, una épica con romanos, sandalias y el mismísimo Cristo, empeñándose en contar intimidades de su estrella, Baird Whitlock (George Clooney), hallar el modo de que Deanna Moran (Scarlett Johansson) no sea madre soltera, mediar ante el temperamental director Laurence Laurentz (Ralph Fiennes) desesperado porque le impusieron a la estrella de westerns, Hobie Doyle (Alden Ehrenreich) para que estelarizara una comedia dramática sofisticada que le queda muy por encima de sus posibilidades actorales, y más tarde resolver el secuestro de Baird Withlock a manos de… eso, mejor no contarlo. Todo mientras decide si aceptar el puesto, en apariencia mucho menos conflictivo, que le ofrece una aeronáutica y mientras ve o supervisa filmaciones que incluyen la mencionada comedia dramática sofisticada, un western abiertamente B, una coreografía acuática al estilo Esther Williams, y otra con marineros a la manera de Gene Kelly, con la que Channing Tatum se anota entre los grandes bailarines del cine.


Es la película más amable de toda la carrera de los hermanos Coen, no tiene uno sino ¡dos! personajes “buenos”, el humor va desde gruesos gags y chistes de doble sentido hasta finísimas ironías, y el destino es menos cruel que en otras ocasiones con sus “víctimas”. Por supuesto, como en todo film de los hermanos Coen, está implícita una reflexión sobre si somos hacedores de nuestro futuro o si somos apenas juguetes de los dioses o de un Dios, viejo, barbudo e inmisericorde. Para esto, préstele especial atención a “aquello que se resuelve solo” y la supuesta culpa por hacer lo que gusta.  


Todos los actores, desde las más encumbradas estrellas al último de los extras están magníficos, pero es imposible no destacar las cumbres de histrionismos a las que llega George Clooney y el catálogo de virtudes que exhibe un hasta hace poco desconocido Alden Ehrenreich, el hombre canta, arma su singing cowboy hasta los últimos detalles y hasta ¡hace acrobacias con un lazo!


Por supuesto, también, hay constantes referencias a figuras, directores y películas del cine clásico, para no enturbiar la diversión, hice un glosario aparte, al que se recomienda recurrir una vez vista la película.



En resumen, para los que nos criamos y nos educamos viendo clásicos hollywoodenses en los viejos cines de cruce y la televisión de cinco canales, es de gozosa visión obligatoria. Recuperamos, con toda delicia, los modismos y mañas de aquellos géneros que terminamos por venerar. Para los que no tuvieron nuestra suerte, ¡Salve, César! puede obrar como introducción a una época dorada sobre la que sin duda recibieron nostálgicos peroratas. Además como no hay parodia ni sátira, sino una recreación respetuosa, no se precisa conocimiento alguno para degustar este deleite. La falta de cinismo se nota, por ejemplo, en el número musical de Channing Tatum; se resignifica sobre el final con total naturalidad, porque está hecho con la blancura y la inocencia con que se hacían algunas cosas en aquella época.

Gustavo Monteros

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