jueves, 26 de mayo de 2016

De cómo procuraré no ver Francofonia



Uno no tiene diálogo con todo el mundo, pero si uno dice que le gusta el cine, se espera que sepamos todo de todos los géneros. Un despropósito. El cine no es el fútbol. Tiene miles de juegos, no miles de posibilidades de un solo juego. El arte, cinematográfico o el que sea, debe estar asociado siempre al placer. Y a la sinceridad, claro, si no el placer verdadero no existe. Si no me gusta el cine de terror, por ejemplo, por más buena voluntad que ponga, seguirá sin gustarme.


Pero empecemos por el principio, aunque sea un poco tarde para una declaración de principios, como decía una tía de mi infancia: nunca es tarde cuando la dicha es buena. Siempre que puedo ratifico que no hago críticas sino crónicas. La diferencia radica en que cuando uno critica, tarde o temprano, se cae en la tentación de juzgar (lo que no está tan mal per se) y (lo que es peor e irredimible)  de dictaminar lo que la película debería ser, según una determinada perspectiva ética o estética, y no lo que la pobre película es, para bien o para mal. En resumen, uno se pone por encima de la obra que “juzga”. Uno viene antes que la obra que se critica. Las creencias del crítico son más importantes que la obra en sí. Entonces la crítica, más que echar luz sobre la obra, celebra el ego del crítico. Yo prefiero recuperar (o intentarlo al menos) el asombro que sentía cuando comencé a frecuentar los cines. Procuro contar lo que la película me provoca. Claro, como pasé frente a una pantalla más horas de las aconsejables, detecto ya casi todos los entrecruzamientos de los elementos puestos en juego para contar una historia. Y me sofreno cuando siento que me pongo sentencioso, mi idea del placer no es imponerme, sino compartir la alegría o la decepción que me desata ver un film.


La sinceridad es innegociable. De un lado y otro de la pantalla. El artista debe ser sincero, pero el espectador también. Si algo nos deja afuera, nos deja afuera y listo. Por más excelso que sea. Y si algo nos involucra, nos involucra. Por más tramposo que sea. La manipulación es lícita en el arte. Claro, tampoco hay que ser iconoclasta por deporte o de café. Decir por ejemplo que Robert De Niro es un palurdo glorificado es, perdón, una sandez. Quien haya pasado su vida en una isla desierta, sin haber visto actuación alguna, ve actuar treinta segundos a De Niro y sabe que el hombre es un actor nato indiscutible. La iconoclasia para hacerse notar está bien en la adolescencia, o para levantarse a alguien, haciéndose el que no está con la manada, pero como toda impostura debe abandonarse cuando se debe ser sincero.


Y ya que hablamos de sinceridades y manadas, el otro inconveniente a sortear es el fascismo cultural. Hay nombres con suerte que alcanzan rápido el Olimpo, a veces con poca o ninguna justificación. Alguien les puso el sambenito de genios, los demás repicaron y uno debe hacer la genuflexión. No necesariamente, si no nos parece el genio que predican, no debemos dejarnos llevar por la corriente, y decir lo que sentimos con amabilidad y firmeza. Decir algo así como: tal o cual creador no es para mí, no tengo diálogo con él, a mí su obra no me involucra en lo más mínimo, puede que sea un genio, pero no percibo su genialidad, por ahí es una falencia mía, no sé. No nos queda otro camino, nos lo debemos, si no hay sinceridad, no hay placer. Y ante una obra de arte no hay orgasmos fingidos.


Todo esto viene a cuento, como preámbulo, a esta confesión: el cine de Aleksandr Sokurov no es para mí y creo que nunca lo será. Francofonía es su paseo por el Louvre como El arca rusa lo fue por el Hermitage. Para mí, pocas horas fueron tan largas en un cine como las del arca rusa. Displacer absoluto. Y la convicción creciente de que era un bodrio entre bodrios, cuando a la salida gente que se había aburrido grandemente, moviéndose y jugando con sus celulares que por entonces no eran tan sofisticados como los de ahora, declaraban: qué maravilla, qué profundidad. Salvo la proeza de que estaba resuelta en una sola toma, no veía qué otra cosa destacar. En cuanto a la vastedad de sus ideas, me parecieron tan abarcadoras como un pronóstico meteorológico.


Como Sokurov es un número puesto, un nombre establecido, un genio santificado, los críticos se hacen pis ante cada opus. Como los perros cuando uno llega, sin discernir si venimos de gala, mal entrazados, de buen talante o de pésimo humor. El no discernir hace que se vea como brillante una obviedad, que no le perdonarían a otro. En alguna parte del metraje de Francofonía dicen que hay un barco que transporta cuadros valiosos a merced de una tormenta, y se perfila la comparación entre el barco y el museo, como que el museo es también un barco perdido en la tormenta de los tiempos. Y ¿cómo califican los críticos esta imagen?: de una gran profundidad. ¡Muchachos!, recapaciten un segundo, esa idea es tan profunda como una palangana. Y si en El arca rusa, aparecían Catalina y un filósofo que bien podría ser Voltaire, aquí discurren Napoleón y Marianne, la del gorro frigio, la representante de los valores de la Revolución Francesa, los famosos y nunca bien ponderados Libertad, Igualdad, Fraternidad. Y el eje de la “anécdota” parece ser el choque entre el director del Louvre y el militar alemán a cargo de la preservación de las obras de arte durante la ocupación nazi. Ah, esta vez el montaje es “picadito” y el trámite dura solo 88 minutos.


En fin, que yo no sea capaz de disfrutar de este paseo por el Louvre, no quiere decir que la película sea mala o que carezca de valores estimables. El diagnóstico es que, al menos yo, soy inmune a la genialidad de Sokurov.

Gustavo Monteros

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