Uno no tiene diálogo con todo el mundo, pero si uno
dice que le gusta el cine, se espera que sepamos todo de todos los géneros. Un
despropósito. El cine no es el fútbol. Tiene miles de juegos, no miles de
posibilidades de un solo juego. El arte, cinematográfico o el que sea, debe
estar asociado siempre al placer. Y a la sinceridad, claro, si no el placer
verdadero no existe. Si no me gusta el cine de terror, por ejemplo, por más
buena voluntad que ponga, seguirá sin gustarme.
Pero empecemos por el principio, aunque sea un poco
tarde para una declaración de principios, como decía una tía de mi infancia:
nunca es tarde cuando la dicha es buena. Siempre que puedo ratifico que no hago
críticas sino crónicas. La diferencia radica en que cuando uno critica, tarde o
temprano, se cae en la tentación de juzgar (lo que no está tan mal per se) y (lo
que es peor e irredimible) de dictaminar
lo que la película debería ser, según una determinada perspectiva ética o
estética, y no lo que la pobre película es, para bien o para mal. En resumen,
uno se pone por encima de la obra que “juzga”. Uno viene antes que la obra que
se critica. Las creencias del crítico son más importantes que la obra en sí. Entonces
la crítica, más que echar luz sobre la obra, celebra el ego del crítico. Yo
prefiero recuperar (o intentarlo al menos) el asombro que sentía cuando comencé
a frecuentar los cines. Procuro contar lo que la película me provoca. Claro,
como pasé frente a una pantalla más horas de las aconsejables, detecto ya casi
todos los entrecruzamientos de los elementos puestos en juego para contar una
historia. Y me sofreno cuando siento que me pongo sentencioso, mi idea del
placer no es imponerme, sino compartir la alegría o la decepción que me desata
ver un film.
La sinceridad es innegociable. De un lado y otro de la
pantalla. El artista debe ser sincero, pero el espectador también. Si algo nos
deja afuera, nos deja afuera y listo. Por más excelso que sea. Y si algo nos
involucra, nos involucra. Por más tramposo que sea. La manipulación es lícita
en el arte. Claro, tampoco hay que ser iconoclasta por deporte o de café. Decir
por ejemplo que Robert De Niro es un palurdo glorificado es, perdón, una
sandez. Quien haya pasado su vida en una isla desierta, sin haber visto
actuación alguna, ve actuar treinta segundos a De Niro y sabe que el hombre es
un actor nato indiscutible. La iconoclasia para hacerse notar está bien en la
adolescencia, o para levantarse a alguien, haciéndose el que no está con la
manada, pero como toda impostura debe abandonarse cuando se debe ser sincero.
Y ya que hablamos de sinceridades y manadas, el otro
inconveniente a sortear es el fascismo cultural. Hay nombres con suerte que
alcanzan rápido el Olimpo, a veces con poca o ninguna justificación. Alguien
les puso el sambenito de genios, los demás repicaron y uno debe hacer la
genuflexión. No necesariamente, si no nos parece el genio que predican, no
debemos dejarnos llevar por la corriente, y decir lo que sentimos con
amabilidad y firmeza. Decir algo así como: tal o cual creador no es para mí, no
tengo diálogo con él, a mí su obra no me involucra en lo más mínimo, puede que
sea un genio, pero no percibo su genialidad, por ahí es una falencia mía, no
sé. No nos queda otro camino, nos lo debemos, si no hay sinceridad, no hay
placer. Y ante una obra de arte no hay orgasmos fingidos.
Todo esto viene a cuento, como preámbulo, a esta
confesión: el cine de Aleksandr Sokurov no es para mí y creo que nunca lo será.
Francofonía es su paseo por el Louvre
como El arca rusa lo fue por el
Hermitage. Para mí, pocas horas fueron tan largas en un cine como las del arca rusa. Displacer absoluto. Y la
convicción creciente de que era un bodrio entre bodrios, cuando a la salida
gente que se había aburrido grandemente, moviéndose y jugando con sus celulares
que por entonces no eran tan sofisticados como los de ahora, declaraban: qué
maravilla, qué profundidad. Salvo la proeza de que estaba resuelta en una sola
toma, no veía qué otra cosa destacar. En cuanto a la vastedad de sus ideas, me
parecieron tan abarcadoras como un pronóstico meteorológico.
Como Sokurov es un número puesto, un nombre
establecido, un genio santificado, los críticos se hacen pis ante cada opus.
Como los perros cuando uno llega, sin discernir si venimos de gala, mal entrazados,
de buen talante o de pésimo humor. El no discernir hace que se vea como
brillante una obviedad, que no le perdonarían a otro. En alguna parte del
metraje de Francofonía dicen que hay
un barco que transporta cuadros valiosos a merced de una tormenta, y se perfila
la comparación entre el barco y el museo, como que el museo es también un barco
perdido en la tormenta de los tiempos. Y ¿cómo califican los críticos esta
imagen?: de una gran profundidad. ¡Muchachos!, recapaciten un segundo, esa idea
es tan profunda como una palangana. Y si en El
arca rusa, aparecían Catalina y un filósofo que bien podría ser Voltaire,
aquí discurren Napoleón y Marianne, la del gorro frigio, la representante de
los valores de la Revolución Francesa, los famosos y nunca bien ponderados
Libertad, Igualdad, Fraternidad. Y el eje de la “anécdota” parece ser el choque
entre el director del Louvre y el militar alemán a cargo de la preservación de
las obras de arte durante la ocupación nazi. Ah, esta vez el montaje es
“picadito” y el trámite dura solo 88 minutos.
En fin, que yo no sea capaz de disfrutar de este paseo
por el Louvre, no quiere decir que la película sea mala o que carezca de
valores estimables. El diagnóstico es que, al menos yo, soy inmune a la
genialidad de Sokurov.
Gustavo Monteros