El
precio de un hombre de Stéphane Brizé es una de las observaciones más insidiosas y
arteras (en el buen sentido de la palabra, si es que aceptamos, claro, la
contradicción de términos de que algo que es artero pueda ser bueno) de esa
plaga inmunda conocida como Neoliberalismo. Después de verla, podremos escribir
tesis, tratados, disertaciones sobre sus efectos. Y lo peculiar es que el film
logra esta profundidad a través del más sencillo de los trucos (entendidos como
artilugios artísticos, claro) que puedan concebirse: la observación
pormenorizada de una realidad determinada. No se necesita más, los subrayados
estorbarán, las aclaraciones desentonarán, los agregados redundarán. Basta con
elegir un personaje, ahondar en su entorno, ponerlo en tal o cual situación y
seguirlo en su derrotero, sin incomodarlo ni traicionarlo. ¿Redescubrir la
pólvora subyacente en el realismo craso? Puede ser, aunque aquí es algo más, es
un realismo crítico, dialéctico, militante (pequeño adjetivo de estado para la
izquierda; insulto aterrorizante para la derecha).
Thierry (Vincent Lindon) es
un cincuentón, felizmente casado y padre de un chico con algunas capacidades
diferentes (no hay nada melodramático o de golpe bajo en esto, es solo una
característica elegida, pudo ser esto o cualquier otra) al que un buen día
dejaron en la calle. Sobrevive como puede, por error de la asesoría pública
hizo un curso de capacitación para un probable trabajo y ahora descubren que
fue una pérdida de tiempo. Deberá pedir un pequeño préstamo al banco (este
trámite se transformará en un conflicto de intereses y voluntades, equivalente
a una batalla descomunal en La guerra de
las Galaxias, por ejemplo, y uno desea que no haga lo que la empleada
sugiere). En algún momento, decidirán vender una cabaña de vacaciones (otra
negociación ríspida como pocas). Y obtendrá finalmente un puesto de guardia de
seguridad en un supermercado. Trabajo en el que tendrá que vigilar no solo al
público sino también a los cajeros.
Y aunque la sinopsis que
antecede no lo haga suponer ni por asomo, hay en este film una estructura de
thriller, de suspenso que se va construyendo y que llega a su clímax cerca del
final. Sí, nos intriga todo el tiempo comprobar hasta dónde le llega la
paciencia a este hombre, cuál es el límite que establece para su dignidad,
cuándo es que lo insoportable ya no se puede tolerar más. Y es ahí donde la
observación es más artera y potente, en el miserable cuadro social que
aprendimos a aceptar como normal, lógico, cuando no lo es. Nada que no
conlleve, aunque más no sea una mínima dosis de solidaridad, no puede ser
considerado ya no lógico ni normal sino simplemente humano. La ley del mercado
(tal es su título original) aísla, deshumaniza, destruye los lazos sociales
básicos. ¿En nombre de qué? ¡De la regulación económica! O sea por una fórmula,
una ecuación que favorece o maximiza la ganancia de una empresa, que ya tampoco
es humana, porque es tal la distancia entre los que deciden y los que obedecen,
que ya dicha empresa es más una entelequia, una abstracción. Según un
directorio en Nueva York, que afecta al eslabón de su cadena en Indonesia, por
ejemplo, cuatro pueden hacer el trabajo de diez, no en nombre de la
“eficiencia” sino por la proyección numérica de un rédito vacío. Mayor, sí,
pero que no agrega mucho más a una ganancia ya de por sí descomunal, pero que
respecto a una vida digna para más trabajadores es arrasadoramente destructivo.
Vincent Lindon ganó con toda
justicia el premio al Mejor Actor del Festival de Cannes, 2015, por este
trabajo. Con indiscutible merecimiento, insisto, porque es sobresaliente. Pero
tampoco, la verdad sea dicha, ningún otro actor podría haberla protagonizado.
En este film, actor y rol son intransferibles en su significancia. Vincent Lindon
arrastra como perfil actoral una masculinidad inmanente, que es esencial en
este proyecto. No hablo de un machismo anacrónico, ni digo que Vincent Lindon
sea un neandertal peludo, huevón e impresentable, me refiero, más bien, a que
corporiza un auténtico e incontaminado sentido de la masculinidad. No en vano,
el suspenso de la película deriva de hasta dónde puede llegar la dignidad de un
hombre. De “un hombre”, así, a secas, casi como la suprema representación de
todo lo masculino, sin afeites, ni ying.
Gustavo Monteros
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