jueves, 27 de agosto de 2015

Terapia en Broadway



Peter Bogdanovich de haberse dedicado a las Variedades, sería el perfecto transformista. Sus mejores películas (La última película, 1971, ¿Qué pasa, doctor?, 1972, Luna de papel, 1973) son versiones travestidas de los grandes maestros. Películas resueltas “a la manera de”, “en el estilo de”. Ejercicios extremos de cinefilia que sin duda enorgullecerían a los homenajeados: John Ford, Frank Capra, Howard Hawks, Preston Sturges, Ernest Lubitsch. A Bogdanovich también le gusta mucho el teatro (y tiene mejor gusto que Roman Polanski para llevar obras a la pantalla), en 1992 llevó al cine Noises off de Michael Frayn, una de las mejores comedias jamás concebidas, una auténtica gloria del género, y en 2001 El maullido del gato de Steven Peros, interesantísima y lograda versión de una probable respuesta a la muerte misteriosa de un director de cine mudo acaecida en el yate de Randolph Hearst en 1924, entre los sospechosos estaba nada más ni nada menos que el mismísimo Charles Chaplin. Este gusto por lo teatral viene más que a cuento, tal como lo delata el título que le pusieron por estos lados.


Terapia en Broadway (She’s funny that way, en el original) es un disparate en el mejor sentido de la palabra. Un vodevil, como le decimos por aquí, hecho y derecho, “comme il faut”, o “come Dio commanda”. O una farsa, como se le dice en otros lados, así, a secas.


Los personajes viven en el delirio absoluto. Hay un director de teatro, Owen Wilson, que practica la filantropía con las prostitutas; una call-girl aspirante a actriz, Imogen Poots; un juez obsesionado con la call-girl, el gran Austin Pendleton; un dramaturgo más avezado en obras teatrales que en la vida misma, un tanto desaprovechado Will Forte; la esposa del director teatral, Kathryn Hahn, que no superó del todo una relación anterior con su coestrella: Rhys Ifans, tan promiscuo como enamoradizo aunque listo a sentar cabeza; los incontenibles padres de la call-girl: Richard Lewis y Cybill Shepherd; el padre del dramaturgo, George Morfegen, un detective aficionado; más una pléyade de prostitutas rescatadas por el dramaturgo. Y como joya de la corona, Jennifer Aniston como la peor psicoanalista que pueda imaginarse. Un personaje inolvidable. Un horror de terapeuta.


Y, por supuesto, para no perder las mañas,  es también un acto de cinefilia. El modelo elegido esta vez es el Woody Allen de Small time crooks (Ladrones de medio pelo, en estas latitudes) y otros largometrajes de esa calaña o sea el Woody que abreva en tramas argumentales de filmes clásicos y las entremezcla a pura comicidad. Y hay también un homenaje al inmenso Ernest Lubitsch: Owen Wilson usa como técnica de seducción un monologuito, que puede verse en el  original en los títulos finales, en el que Charles Boyer le habla a Jennifer Jones de ardillas y nueces en Cluny Brown, penúltimo film de Lubitsch. Más la actuación especial de Quentin Tarantino y cameos irreconocibles de Michael Shannon y Tatum O’Neal, entre otros. Ah, y la siempre bienvenida (por híper-talentosa) Illeana Douglas como una mordaz entrevistadora.


Como corresponde al género, es despareja, desprolija, pero también como corresponde al género, desenfadada, desmadrada y delirada. O sea gozosa, alegre y feliz. Nada se disfruta más que un vodevil (o farsa) bien logrado.

Gustavo Monteros

Amadas hermanas



Antes, hace mucho, cuando era más crédulo, me gustaban las películas largas. Eran sinónimo de épica, de grandiosidad, de personajes extraordinarios. Claro, eran los tiempos de David Lean y sus Puente sobre el río Kwai, Lawrence de Arabia, Doctor Zhivago, La hija de Ryan, de Stanley Kubrik y sus 2001, Odisea del espacio, Dr Strangelove o cómo aprendí a amar la bomba, Barry Lyndon o El resplandor, que también duraba lo suyo. Eran los tiempos en que los directores, al margen de sus veleidades artísticas, pretendían contar historias, entretenernos, transportarnos a otras realidades. Ahora me dicen que una película dura más de dos horas y me da un vértigo de aburrimiento, me ataca la idea de que la relación asentaderas-butaca va a ser más ardua que no ganarse la lotería, que me sentiré como Charlton Heston en Ben Hur cuando lo ataban al remo del galeote. Claro, son los tiempos en que los directores, al margen de sus inmensas y vacuas veleidades artísticas, son más propensos a mirarse el ombligo que a contar historias o a entretenernos con algo.


Amadas hermanas (Die geliebten Schwestern, 2014) de Dominic Graf tiene dos cortes, uno de 138 minutos que es el que se exhibe comercialmente y uno de 171 minutos que es el corte del director. Yo no pude elegir y tuve el gusto de ver el corte del director, que es claro el corte comercial más 33 minutos. Minutos que fueron menos trabajosos de lo que pensé en un principio, no diré que se pasan en un suspiro, pero parecen menos que los de un examen en el que no se saben las respuestas.


Narra la relación tripartita que se establece a fines del siglo XVIII entre las hermanas Caroline (Hannah Herszsprung) y Charlotte (Henriette Confurius) con el poeta, dramaturgo, historiador y unos cuantos etcéteras más, Friedrich Schiller (Florian Sletter). O sea que el film participa tanto del género biopic (películas biográficas) que Selma, La teoría del todo y unos cuantos bodrios más me enseñaron a odiar con ahínco como del costume drama (film de época), que al menos nos permite entretenernos en la reconstrucción de ambientes y vestuarios, cuando el tedio arrecia.


La primera hora interesa, los personajes tienen sus aristas y hay un narrador en off que nos remite de inmediato a Las dos inglesas (Les deux Anglaises et le continent, 1971) de François Truffaut que también lidiaba con un triángulo con dos hermanas como base, claro, Truffaut al margen de ser un maestro con todas las letras era un narrador prodigioso, de ahí su admiración no solo por Hitchcock sino también por el gran Spielberg, no olvidar su participación como actor en Encuentros cercanos del tercer tipo (Speilberg, 1977). En esta primera hora nos acomete también el morbo de saber si las hermanas se acostarán juntas con el poeta o si se turnarán en esto de compartirlo. No quiero spoilear nada, pero la verdad es más prosaica y menos colorida que una porno. La segunda parte (larga si se ve la versión completa), excepto algunas histeriquiadas agrega poco interés y uno anhela el desenlace, que cuando llega, obliga a la pregunta de rigor: aparte de la peripecia de vida, ¿qué se nos quiso contar?, ¿una instancia del poliamor, tan mentado por las revistas?, ¿la dificultad de las relaciones que se saltan los convencionalismos?, ¿las profundidades de la efímera pasión?


Si es eso, la película salvo detalles ofrece poco. Y deja afuera relaciones más ricas que las del triángulo, tales como ¿qué corno era por dentro un matrimonio arreglado con un hombre de buen ver, rico y culto, pero al que no se ama?, o ¿cómo es enamorarse de una mujer que en el coito pone siempre en tu oído el nombre de otro? Está bien, de acuerdo, son relaciones loser al lado de la relación winner del trío desbocado, pero Bergman, Visconti o Kurosawa no las hubieran dejado al margen. ¡Qué difícil es resignarse a que los grandes maestros ya no estén! Y no es nostalgia por ser viejo, es asumir la realidad. Las películas, las novelas, la música, los cuadros se han empequeñecido, y uno debe dar por valiosos films que solo ostentan logros parciales, muy parciales, para no sucumbir a la desesperanza de haber perdido otra vez horas de nuestro tiempo que podríamos haber aprovechado mejor paseando al perro, cortándonos las uñas o reviendo por enésima vez El gatopardo.

Gustavo Monteros

Omar



Omar (Adam Bakri) un joven palestino, parece tenerlo todo claro y resuelto. Ahorra para casarse con Nadia (Leem Lubany) y entrena con sus amigos de infancia, Tarek (Eyad Hourani) el hermano de Nadia, y Amjad (Samer Bisharat) que también pretende a Nadia como esposa, para pelear contra la dominación israelí en Cisjordania. Tarek determinará un bautismo de fuego, bajar a un soldado israelí, que desatará circunstancias nuevas y cambiantes, traiciones varias y lealtades férreas.


El director y también guionista Hany Abu-Assad (Paradise now, 2005) concibe una trama que se bifurca en nuestras propias narices y que repliega tanto como muestra. Omar es a la vez un thriller político como una inolvidable historia de amor. Sí, en la suprema línea de las mejores novelas de Le Carré o de Grahame Greene cuando se le daba por los espías. Y armada en el final toda la historia, nos deja con una ironía punzante, que no se aleja con los títulos finales. La manipulación es también un búmeran.


De tanto usarse respecto al cine, los adjetivos “electrizante”, “atrapante”, “apasionante” han perdido su poder descriptivo y son un lugar común que casi no dicen nada. Sin embargo, no se me ocurren otros que describan más acertadamente a Omar y sus peripecias.


Visualmente es impecable (las corridas por entre las casas que parecen venírsenos encima dan tanto vértigo como angustia) y ofrece una lección que el cine industrial contemporáneo debería al menos comenzar a deletrear, salvo la incidental, no tiene música que subraye o que cree la tensión o el clima que debe construir la trama. Si la trama se sostiene y los personajes se corporizan con nitidez, los agregados sobran o molestan.


Omar se da cuenta tarde de algunas verdades ineludibles. No hagamos lo mismo y lo dejemos pasar. Omar nos devuelve la esperanza de que el buen cine siempre es posible.

Gustavo Monteros

viernes, 21 de agosto de 2015

Con derecho a roce



Cualquier guionista o dramaturgo al que le pregunten, les dirá lo mismo: no hay nada más difícil que escribir una buena comedia romántica. El género ordena que no haya besos definitivos, bodas inclaudicables y engordamiento con perdices hasta el  punto final. Y ese es el malabar más arduo, mantenerlos químicamente cerca aunque físicamente separados según circunstancias altamente entretenidas hasta para el más adusto detractor. Hay trucos, claro. Para todo hay trucos, pero se abusó tanto de ellos, que ya hay más lugares comunes que trucos a los que recurrir.


Con derecho a roce (Playing it cool, en el original, o sea “irla de callado”, “jugar con la aquiescencia”) se la hace fácil. Arranca con el recurso favorito de la postmodernidad: la autoreferencialidad. Chris Evans es un guionista al que le encargan un guión para una comedia romántica, que no puede escribir por no tener una experiencia feliz a la cual aferrarse.


Se procede, entonces, a dar una justificación para semejante anomalía. Chris Evans, entre todos los habitantes del planeta, parece el menos indicado para no haber tenido jamás una pareja. El hombre es de esos errores genéticos que parecen existir solo para habitar el cine. Apolíneo hasta la perfección (no en vano en la saga Marvel es El Capitán América) ni ojeras tiene. Su voz no es del todo agradable, pero algún casillero no debe llenar para evitar el linchamiento a manos de los menos agraciados. Otorgada que fue la justificación que avala que esté solo, se procede a otorgarle un amigo gay (Topher Grace) (una bienvenida contravención, normalmente es la heroína quien tiene un amigo gay) aparte de otros compinches más de peculiares características (Luke Wilson, Aubrey Plaza, Martin Starr) que conforman una especie de coro que comenta, alienta o critica las alternativas del romance.


Porque habrá romance, qué duda cabe, aunque la heroína no haya hecho todavía su aparición. Y como es el elemento que falta, no tarda en irrumpir en el genio y figura de Michelle Monahan, hermosa, dúctil y simpática como corresponde. Lástima que esté comprometida con Ioan Gruffudd. Y bueno, tiene que haber un impedimento para atrasar el happy ending a toda orquesta. Comienzan entonces los avances y retrocesos de la historia, generadas por el ex-truco-devenido-lugar-común: salir solo como amigos a pesar del alborotamiento hormonal y el desquicio sentimental.


Como se ve Con derecho a roce no aspira a la originalidad, pero logra sostener el interés, más que nada por el sólido desempeño del elenco y porque el director, Justin Reardon, decidió comandar la nave y no descansar en el piloto automático.


En resumen, los amantes del género no saldrán defraudados. Los demás, abstenerse o no según su propia cuenta y riesgo. 

Gustavo Monteros

jueves, 13 de agosto de 2015

La piel de Venus



El inicio es prometedor. Una cámara subjetiva (famosa toma donde vemos lo que ve el personaje como si fuéramos él) nos lleva por una rambla parisina bordeada de árboles en un atardecer tormentoso. Paris es bello incluso cuando es tétrico. Entramos después a un hermoso y pequeño teatro casi vacío. Casi, porque en el interior alarga su presencia, Thomas (Mathieu Amalric) un dramaturgo y director que se ha pasado la tarde tomando audiciones a un montón de actrices inadecuadas para el papel que quiere cubrir, el de la protagonista de una adaptación de la novela de Leopold von Sacher-Masoch, La Venus de las pieles. La cámara subjetiva se revela como Vanda (Emmanuelle Seigner) una actriz que llega tarde a la prueba. Vanda es intrigante, seductora, demandante, viscosa y terminará convenciendo a Thomas de que le dé la audición. Comienza así un juego que alternará la lectura del guión con la relación que establecen entre ellos y que refleja, cual espejo, la dualidad dominador-dominado que cuenta la novela. (No olvidemos que del apellido del autor surge el término sadomasoquismo).


Sí, La piel de Venus es una obra de teatro filmada (la misma que, casualmente o no, porque en estas cosas hay un cálculo propagandístico de retroalimentación, representan en un escenario porteño Carla Peterson y Juan Minujín) y más que de la sagacidad narrativa de Polanski, el histrionismo de los actores, las virtudes de la ambientación y vestuario, y la siempre hermosa música de Alexander Desplat, dependeremos para nuestro entretenimiento del mucho o poco arte que haya puesto en la pieza el dramaturgo David Ives.


Poco, en mi humilde opinión, a los diez minutos yo estaba más aburrido que perro en plaza seca. Salvo alguna muy ocasional réplica feliz, la conversación se enredaba y desenredaba en argumentos tan profundos como los editoriales de la revista Susana y hasta la paradoja típica de este tipo de relaciones, aquella que cuanto más poderoso es el mando del dominador, más endeble es, porque es cuando está más necesitado de la sumisión del otro, está más cacareada que mostrada en términos dramáticos.


Y lo que es ser la esposa del director, Emmanuelle Seigner luce magnífica en las películas de Roman Polanski y no tanto en la iluminación de otros directores.
 

En resumen, Polanski va al teatro y si le gusta la obra después la filma. Lástima que no coincidamos en los gustos, viene de filmar una de las obras más torpemente construidas de la historia del teatro, Un dios salvaje, y ahora nos asesta esta Venus tan tosca como la lana de la bufanda que en el ensayo reemplaza a las pieles. 

Gustavo Monteros