viernes, 27 de marzo de 2015

Vicio propio - Mommy



Dos de las películas de estreno coinciden en que son de autor y requieren advertencia. Algo así como: “Oh, vosotros los que entráis, abandonad toda esperanza”… de reclamo a la salida, habéis sido advertidos de que podría no gustaros.


Vicio propio (Inherent vice) es del gran Paul Thomas Anderson (Boogie nights/Noches de placer, 1997, Magnolia, 1999, Punch-drunk love/Embriagado de amor, 2002, There will be blood/Petróleo sangriento, 2007, The master, 2012) y se basa en la novela de Thomas Pynchon, autor hasta la fecha considerado infilmable. El film abreva en el policial negro con características muy peculiares. Es como si Raymond Chandler hubiera concebido una nueva novela, después de haber asimilado toda la literatura norteamericana de los años sesenta, mientras se fumaba un porro tras otro. Transcurre a principios de los setenta y parte de una situación clásica del género: el detective privado, un “fumón” de aquellos, Larry “Doc” Sportello (Joaquin Phoenix, en otro gran trabajo) recibe la visita de una ex pareja, Shasta (Katherine Waterson) que le pide ayuda para salir de un dilema que incluye a la nueva pareja, su esposa y el amante de esta. Y se desatará, claro, una intriga sinuosa que se bifurca en subtramas paralelas que convergen finalmente en la “gran” verdad, que no es otra cosa que la resolución del caso o al menos el despeje del enigma. Los cinéfilos hallarán ecos de El largo adiós, 1973, del prodigioso Robert Altman, de El gran Lebowski de los no menos fabulosos hermanos Coen y hasta ¿por qué no? dejo de azahares de los naranjales de Chinatown/Barrio chino, 1974, clásico imperecedero de Roman Polanski, aunque Anderson declara que su influencia en este film fueron los hermanos Zucker más Abrahams responsables irresponsables, entre otras cosas, de ese gozoso delirio llamado Y… ¿dónde está el piloto? (¿¡!?) Allá él…


Algunos hallarán a esta película muy rebuscada, demasiado estilizada, un poco larga, medio desmembrada, algo tediosa sino por momentos decididamente aburrida. No fue mi caso, sea porque soy fanático del noir, sea porque adhiero a la “mirada” de Anderson, sea porque me gusta ver a los actores enfrentar desafíos inhabituales, o sea porque extraño sobremanera la creatividad de los setenta, la disfruté de cabo a rabo.


Aparte de Joaquin Phoenix, deslumbran los sospechosos de siempre: Josh Brolin, Owen Wilson, Reese Witherspoon, Benicio del Toro y Martin Short. El resto del elenco, con nombres menos fulgurantes aunque de igual talento, también descuella. 


Mommy, 2014,  es la obra del enfant terrible canadiense, Xavier Dolan. Criatura con mucha suerte, que como todo enfant terrible fue antes un niño mimado, o sea que tuvo la fortuna primera de hallar quien lo mime y considere sus berrinches el colmo de la frescura y la originalidad. Frescura y originalidad que a veces no es más que pis en los pañales. Pero el mundo es mundo y gusta de los caprichos.


La película tiene una pantalla de 1:1 o sea cuadrada, supuestamente porque Dolan quiere asimilarla a la de un celular gigante en posición vertical. Ajá. Se abre con una toma larga de un calzoncillo colgado en una soga junto a otros calzoncillos. Ajá. Pasamos a otra toma, borrosa en un principio, en la que se ve una manzana en un árbol, a la que una mano corta, vemos a una mujer madura (Anne Dorval) enfundada en jeans estilo Oxford, bordados y con piedritas, que sonríe mientras come la manzana. Se oye una canción pop anodina, como si alguien en el cuarto de montaje hubiera dejado una radio FM prendida. Ajá. La mujer ahora va en un auto, la canción pop persiste. La mujer ve un accidente. Ajá. Pero resulta que después ella también está accidentada (¿¡!?, ¿un homenaje al Week-end, 1967, de Godard, quizá?) No sé, pero ajá. La mujer llega, herida, a una escuela, donde su hijo, Steve (Antoine-Olivier Pilon) que sufre de trastorno de atención por hiperactividad es echado. Como estamos en un Canadá inventado, el Estado puede ocuparse de “enderezarlo”, pero ella, la madre, dice que no. Vamos viendo que mamá es medio tarambana, no importa. Ajá. Toman el ómnibus, llegan a la cuadra donde vive mamá ahora, quien le presenta al hijito un vecino, el hijo hace como que la va a dar la mano, pero no. Lo que pasa es que el hijo es un jodón bárbaro, ja, ja, ja. Entran a la casa, el chico quiere saber cuál será su cuarto. Se tira en el colchón como en una propaganda de colchones. La toma se repite desde varios ángulos como en una propaganda de colchones. Ajá. El chico, en el cuarto y la mamá, en la cocina, prenden la radio y la ponen en emisoras diferentes. La mamá se queja porque el efecto es cacofónico. Yo resuelvo que es caca-fónico y los mando a la mierda a la mamá, al hijo y a Dolan.


Me pongo a investigar. En Wikipedia subrayan (¿sorprendidos, quizá?) la apabullantemente óptima recepción crítica. Leo algunas y me pregunto bajo qué medicación se encuentran los que las escriben. Y si habrá que tomar lo mismo para llegar a la admiración de semejante pelotudez.
 

Concluyo que no hay que exagerar. Ante un enfant terrible, al igual que ante el heavy metal, el cubismo, la ópera barroca, el animé o la música de Satie, uno adhiere o rechaza. Visceralmente. En fin, es muy posible que yo no vaya jamás a una retrospectiva de Xavier Dolan. Total, ya veo tomas de calzoncillos cada vez que cuelgo los míos. 

Gustavo Monteros

viernes, 13 de marzo de 2015

Siempre Alice



Si la tragedia griega persigue la purificación de las pasiones antisociales o malsanas a través de la identificación del espectador con el destino del héroe, algo así como “huy, menos mal que le pasó a él, porque esa macana me la podría haber mandado yo”; el melodrama de enfermedades persigue la licuación de la mala suerte con un espectador cruzando los dedos y diciendo: “que no me toque a mí, que no me toqué a mí, que no me toque a mí”. O sea otra forma de la catarsis por el terror.


El melodrama de enfermedades, insisto, es la forma más rústica y perezosa de desatar simpatía en el espectador. (Después de matar a la madre o la mascota de un niño protagonista, claro). Porque ¿quién no se conduele si a los cinco minutos de empezada la película al o a la protagonista, le asestan un diagnóstico inapelable de una enfermedad mortal que lo o la desbarrancará en sufrimientos paulatinos que sobrellevará con nobleza? Nadie. A menos que se tenga una psicopatía, o el o la protagonista sean ese actor o actriz que detestamos con vehemencia, en cuyo caso la catarsis es otra.


Pero por más que despotrique, me desgañite o me arranque los cabellos, el mundo seguirá haciendo melodramas de enfermedades. Dejando de lado el cáncer o el sida, a los que, por suerte, el progreso de los tratamientos ha vuelto menos aterradores, el mal más asustador que permanece incólume es el Alzheimer. Entonces será eso lo que le tocará padecer a la Alice del angustiante título original en inglés (Still Alice, es decir, Todavía Alicia, que aquí pasaron al más alentador de Siempre Alice). (Ah, “naturaleza muerta” en inglés se dice Still life, o sea que también este juego de palabras está presente en el título, sorry, in English, todas las connotaciones son deprimentes)


Alice (la grande entre las grandes, Julianne Moore), de todas las profesiones que podría tener, tiene la más pertinente para combinar con el Alzheimer: es psicolingüista. Una profesional reconocidísima que dicta seminarios en universidades y esas cosas. Y no va que un día se olvida una palabra, y otro se pierde mientras corre, y otro saluda dos veces a la nueva novia del hijo (y qué querés, si el chico cambia más veces de novia que de camisa…) entonces Julianne, perdón, Alice va al neurólogo que más temprano que tarde le dice que tiene Alzheimer. El marido, el bueno de Alec Baldwin, no lo puede creer porque Julianne, perdón, Alice, es joven todavía para esos trotes, anda recién pisando la cincuentena y ni la menopausia bien instalada tiene todavía. Pero que se le va a hacer, le tocó. Y por si esa tremenda cosa no fuera suficiente, los guionistas (y la novelista original antes de ellos) decidieron que tiene una variedad hereditaria o sea que se la pasó a alguno o a todos de los tres hijos que tiene.


Entonces Julianne, perdón, Alice, sufre mucho, mucho, mucho, tanto, tanto que Julianne, no Alice, se gana el Óscar a la mejor actriz. Óscar que tendría que haber ganado por otros papeles anteriores, mejores, más complejos y completos, pero ya se sabe los votantes del Óscar prefieren las actuaciones más obvias o subrayadas y nada como actuar enfermedades para eso.


En resumen, si a usted le gusta ver sufrimientos ajenos mientras cruza los dedos y reza que no me toque a mí, que no me toqué a mí, que no me toque a mí, ésta es su película semanal. Si en cambio, como yo, opta por entretenerse con algo más saludable, compre, alquile, robe o baje una, cualquiera, de Jackie Chan, que nunca ganará el Óscar, ni tendrá pretensiones de importancia, pero que al menos muestra con orgullo cuerpos y mentes haciendo prodigios. Entre la plenitud y la decadencia, yo hace rato hice la elección. La otra, se la mente o no se la mente, llega igual. ¿Para qué hacer horas extras?


Dirigieron Richard Glatzer y Walsh Westmoreland, y anda por ahí la siempre interesante Kristen Stewart.

jueves, 5 de marzo de 2015

Sueño de invierno



Cualquier atorrante puede hacer un film de entretenimiento, solo necesita alguna idea y la voluntad de hacer pasar un buen rato. Pero para hacer un film de cine arte o de autor, se requiere de un ARTISTA, así, con todas las letras y en mayúsculas, o sea una persona formada, culta, con la presunción o la soberbia de creer que lo que tiene para decir es de tan elevada penetración que exige la atención universal y las más elevadas recompensas.


Sueño de invierno de Nuri Bilge Ceylan ganó la Palma de Oro, 2014, del Festival de Cannes, gracias a un jurado presidido por la directora Jane Campion e integrado por las actrices Carole Bouquet, Leila Hatami, Jeon Do-yeon, los actores Willen Dafoe y Gael García Bernal y por los directores  Jia Zhangke, Sofia Coppola y Nicolas Winding Refn.


Transcurre en Capadocia, Anatolia, Turquía. Aydin (Haluk Bilginer) es un exactor cincuentón y rico que regentea un hotel. Aydin soporta la compañía de su hermana, Necla (Demet Akbag) que se acaba de divorciar y anda con ganas de volver con su exmarido y sobrelleva una frágil y distante relación con su joven esposa Nihal (Melisa Sözen). Los tres son personas de hablar mucho y con palabras altisonantes para decir poco y comunicar menos. Es que el material (tal como lo confesó el director) le debe mucho a Chejov y se trata de develar lo que hay debajo de las brillantes superficies. Hay una ruptura de los contratos personales (los endebles lazos matrimoniales entre Aydin y Nihal) y los contratos sociales (ricos y pobres que se tratan con los resabios de jerarquías medievales, como los besamanos y esas cosas). El final no es chejoviano típico, entreabre la posibilidad de una redención o al menos un perdón (Chejov también tenía estos finales, sobre todo en muchos cuentos, pero cuando se dice “finales chejovianos” se consideran los de sus obras de teatro que no son tan edificantes)


Sueño de invierno dura tres horas y dieciséis o sea 196 minutos. Una bicoca porque la primera edición duraba cuatro horas y media. Y es aquí donde viene a cuento la presunción o la soberbia de algunos artistas de las que hablábamos al principio. La película dice lo suyo, tiene la impronta Chejov ya mencionada, más un obvio homenaje a la teatralidad y naturalidad de Bergman (no es una contradicción de términos, Bergman era naturalista en el manejo de las actuaciones y teatral en la puesta en escena y en los diálogos) y hasta se pueden hallar ecos de Sartre en esto de que el infierno son los otros y de Dostoievski en las instancias de humillación y culpa. Todo muy lindo, pero ¿tres horas y dieciséis minutos? Algunos artistas tienen un ego tan mayúsculo que creen que para decirnos lo que tienen para decir deben tomar nuestro tiempo y disponer de él como si fuera suyo. Ni se les ocurre considerar la idea de síntesis, porque para ello tendrían que tomarnos en cuenta y su ARTE y su EGO están por encima de nuestras asentaderas, espaldas y capacidad de aguante. La cultura no tiene que ser un castigo y sin embargo a veces lo es.


En resumen, una buena película, pero que, como su personaje masculino central, se cree más profunda de lo que en realidad es.
 

Nuri Bilge Ceylan en un reportaje para The Guardian dice que es un ARTISTA al que no le gustan las comedias, que lo suyo es más la cosa melancólica. Se le nota. Peinar canas trae pocas ventajas, entre esas pocas está la de no dejarse enceguecer por los espejitos de colores. Volvamos a la noción inicial de atorrantes y artistas. Codearse con los ARTISTAS puede que dé prestigio, barniz de cultura “importante”, pero no es más que una pompa vacía, que no opaca ni por un segundo la calidez que emana de la compañía de un buen atorrante, que siempre dice lo suyo sin tanta alharaca y en mucho menos tiempo.

Joven y bella




Joven y bella, 2013, de François Ozon, trata de una adolescente de 17 años de clase media alta que se prostituye.


Dice Ozon: “Me planteé la película como un misterio a desentrañar. Pero no a desentrañar por mí o por la película, sino por el espectador. En ningún momento me sentí en control del personaje, siempre me propuse seguir sus pasos, como un entomólogo que se fuera enamorando de la criatura que estudia.”


A confesión de pruebas… Eso estaría muy bien si se tratase de un documental, pero en una ficción, como lo es ésta, bordea el disparate. Se supone que Ozon es el autor y director de esta ficción, por lo tanto no puede renunciar a no saber, a plantear la idea central de su película como un “misterio”. Un creador puede no saber de dónde le vienen las ideas, pero no puede delegar alegremente al público el control de las mismas, una vez nacidas y criadas. Y, por supuesto, al no abrevar en una matriz psicológica (¿por qué Isabelle (la joven y linda Marine Vacth) hace lo que hace?), o social (¿lo hace por trasgredir su comodidad burguesa?),  o política (su apego al dinero que ganó prostituyéndose ¿la enaltece, ya que se constituyó ella solita en una empresa de autogestión libre de impuestos, o la degrada, ya que no lo necesita?), o algo, el resultado parece un babeante acto voyerista.


Al no plantearse ni menos contestarse ninguna pregunta, la película es un artificio cerrado en sí mismo sin contacto con ninguna realidad más o menos tangible (Isabelle en su comercio sexual con el único inconveniente que se topa es con un cliente que se niega a pagarle la tarifa completa, con tanto loco suelto que hay en ese submundo, la chica tiene una suerte “de película”), y en tanto artificio es elegante, un poquitín solemne, nada aburridor y parecidísimo a un film porno soft.


En resumen, una película joven, bella e irremediablemente tonta.


Ah, el afiche “dialoga” con el Belle de jour, (Luis Buñuel, 1967) film del que está a 14 galaxias de distancia.