jueves, 13 de agosto de 2015

La piel de Venus



El inicio es prometedor. Una cámara subjetiva (famosa toma donde vemos lo que ve el personaje como si fuéramos él) nos lleva por una rambla parisina bordeada de árboles en un atardecer tormentoso. Paris es bello incluso cuando es tétrico. Entramos después a un hermoso y pequeño teatro casi vacío. Casi, porque en el interior alarga su presencia, Thomas (Mathieu Amalric) un dramaturgo y director que se ha pasado la tarde tomando audiciones a un montón de actrices inadecuadas para el papel que quiere cubrir, el de la protagonista de una adaptación de la novela de Leopold von Sacher-Masoch, La Venus de las pieles. La cámara subjetiva se revela como Vanda (Emmanuelle Seigner) una actriz que llega tarde a la prueba. Vanda es intrigante, seductora, demandante, viscosa y terminará convenciendo a Thomas de que le dé la audición. Comienza así un juego que alternará la lectura del guión con la relación que establecen entre ellos y que refleja, cual espejo, la dualidad dominador-dominado que cuenta la novela. (No olvidemos que del apellido del autor surge el término sadomasoquismo).


Sí, La piel de Venus es una obra de teatro filmada (la misma que, casualmente o no, porque en estas cosas hay un cálculo propagandístico de retroalimentación, representan en un escenario porteño Carla Peterson y Juan Minujín) y más que de la sagacidad narrativa de Polanski, el histrionismo de los actores, las virtudes de la ambientación y vestuario, y la siempre hermosa música de Alexander Desplat, dependeremos para nuestro entretenimiento del mucho o poco arte que haya puesto en la pieza el dramaturgo David Ives.


Poco, en mi humilde opinión, a los diez minutos yo estaba más aburrido que perro en plaza seca. Salvo alguna muy ocasional réplica feliz, la conversación se enredaba y desenredaba en argumentos tan profundos como los editoriales de la revista Susana y hasta la paradoja típica de este tipo de relaciones, aquella que cuanto más poderoso es el mando del dominador, más endeble es, porque es cuando está más necesitado de la sumisión del otro, está más cacareada que mostrada en términos dramáticos.


Y lo que es ser la esposa del director, Emmanuelle Seigner luce magnífica en las películas de Roman Polanski y no tanto en la iluminación de otros directores.
 

En resumen, Polanski va al teatro y si le gusta la obra después la filma. Lástima que no coincidamos en los gustos, viene de filmar una de las obras más torpemente construidas de la historia del teatro, Un dios salvaje, y ahora nos asesta esta Venus tan tosca como la lana de la bufanda que en el ensayo reemplaza a las pieles. 

Gustavo Monteros

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