jueves, 25 de junio de 2015

Escribiendo de amor



Los que doblamos la cincuentena, podemos contrarrestar los estragos del tiempo diciéndonos que leímos en primera edición El amor en los tiempos del cólera, que atestiguamos el nacimiento, desarrollo y apogeo del rock nacional, que asistimos a estrenos de Bergman, Fellini, Fosse, Billy Wilder, Visconti entre otros grandes, que vimos triunfar a Piazzolla y que escuchamos hablar a Borges, Cortázar, Bioy Casares, Mujica Láinez y Manuel Puig, con cosas así, intentamos curarnos de las canas, los calambres, los huesos que pesan, las nuevas dispepsias, entre otros deliciosos achaques que nos acometen.


Cuando les llegue el turno a los que ahora andan por la treintena o la cuarentena, recordarán que vieron en estreno las más felices actuaciones de Robert DeNiro, Meryl Streep, Emma Thompson, Morgan Freeman o Hugh Grant.


Sí, Hugh Grant es un lujo para cualquier época y por suerte nos tocó a nosotros. Eso sí, el pobre tiene una de las especialidades más ingratas de los actores, ser “el” galán o el “héroe” de las comedias románticas. Especialidad que, a pesar de todas sus dificultades (entre ellas, la no menor de todas, tener un “timing” perfecto), no da lustre ni obtiene premios. Cualquiera hace drama o tragedia, pero no cualquiera hace “comedia” ni menos “comedia romántica”, de ahí que cuando DeNiro o Streep decidieron ampliar sus talentos se volcaron a la comedia.


Hugh Grant ya está grandecito (el tiempo nos alcanza a todos) y ésta quizá sea una de sus últimas intervenciones como protagonista romántico. Aquí es Keith Michaels, un guionista, no en la mala sino en la peor, que procura ejercer su profesión como sea. Su agente le consigue un puesto de profesor de escritura creativa en una universidad prestigiosa pero perdida en el mapa. A Keith no le quedará más remedio que aceptar, las jóvenes alumnas serán una tentación en la que caerá, pero la presencia de una luminosa madurita, la impar e igualmente grandiosa Marisa Tomei será la que lo saque de más de un entuerto.


En reportajes previos Grant aclaró que la parte romántica ocupa un breve espacio en la película. Es verdad, más que una comedia romántica es una comedia amable de segundas oportunidades. Se distingue entre otras porque nada de lo que sucede, permite el facilismo del cinismo. Todo procura ser genuino, no gastado, si no nuevo al menos fresco.


Hay un elenco de secundarios notables que brillan tanto como las estrellas de la velada: el recientemente Oscarizado J.K. Simmons, la siempre impecable Allison Janney, el simpático Chris Elliott, más un promisorio grupo de jóvenes: Olivia Luccardi, Bella Heathcote, Maggie Geha, Aja Naomi King, Andrew Keenan-Bolger, Nicole Patrick, Steve Kaplan y Emily Morden.


Escribió y dirigió, el exguionista a secas, Marc Lawrence, gran admirador de Grant, porque hasta la fecha le ha dedicado toda su producción como director: Amor a segunda vista (Two week notice, 2002) coprotagonista Sandra Bullock, Letra y música (Music and lyrics, 2007) coprotagonista Drew Barrymore, ¿Y… dónde están los Morgan? (Did you hear about the Morgans?, 2009) coprotagonista Sarah Jessica Parker.


En resumen, una comedia inteligente, más otro gran trabajo de Grant y de Tomei, y está todo dicho. (El horrible título elegido para su distribución en estas tierras no le hace justicia al original The rewrite o sea La reescritura, más seco, quizás, pero el adecuado para lo que la película es).

Gustavo Monteros

Cercana obsesión

Claire es una hermosa y deslumbrante cuarentona, jugosa, rotunda, contundente, de impecable gusto para la ropa interior que acentúa sus redondeces y de discutible gusto para los accesorios, la bisutería, y la ropa en general. Exactamente como Jennifer López (ni que fuera ella, mire).


Claire (sí, sí, la mismísima J.Lo), madre de un adolescente (Ian Nelson), profesora de literatura, especialista en Ilíadas y Odiseas, soporta con estoicismo la separación de un marido infiel (John Corbett), separación que quizá derive en divorcio, porque según su amiga, Vicky (Kristin Chenoweth) el hombre es de insistir en el error imperdonable de cornamentarla, y mirá que hay que ser calentón para tener ganas de desatar manos en otra mina después de haberlas ahuecado en las sinuosidades de Jennifer.


En la casa de al lado vive un viejito, que se está por operar, y para atenderlo viene el nieto, un veinteañero musculoso (Ryan Guzman), que de tan perfecto (un arreglatutti, que conjuga bien los verbos y con calle suficiente como para convertirse en mentor del hijo de Jennifer, un alfeñique alérgico que padece bullying) resulta sospechoso.


Después de una cita que sale mal, Jennifer o Claire, pasada de vinito tinto, en un momento de debilidad, accede a tener relaciones carnales con el vecinito. A la mañana siguiente, cuando Jennifer quiere considerar lo que pasó como un touch and go, al muchachito se le comienza a caer la máscara y a mostrar su verdadero rostro de psicópata, al que los griegos de Homero le cayeron mal.


O sea que estamos ante la reedición de uno de esos thrillers que en los noventa se hacían de a tres por hora. Y como los yanquis, por más que se disfracen de progresistas,  son puritanos de alma, ven con buenos ojos que en las ficciones sea el sexo lo que desate el peligro. Me corrijo, no atrasan a la década del noventa del siglo XX sino directamente  al siglo XVII.


El guión es de una tal Barbara Curry, chica a la que habría que procesar, juzgar y castigar por insulto a la inteligencia del público. Su trabajo es tan malo como un dolor de muelas. Ni siquiera llega a ser tan pero tan malo para que se vuelva divertido. Ni con la peor de las voluntades se va a volver “de culto”, es solo malo a secas.


Todos hacen como que actúan, que es lo mejor que pueden hacer. Tomarse en serio semejante pavada sería suicida. Tras 20 años de carrera, la despampanante J. Lo sigue siendo J. Lo, lo que no es poco, pero que en este caso es todo. El vecinito Ryan Guzman no se perdió una sesión del gimnasio y luce abdominales de libro, pero se perdió todas y cada una de las clases de actuación. Encima, perdón, tiene menos atractivo que un pañuelo descartable usado. Sabrá Dios lo que haya tenido que hacer para asomar la cabeza con tan poco talento, después de todo, los gimnasios están llenos, y cualquiera con un mínimo de constancia saca músculos. Bah, por ahí solo tuvo suerte. Esas cosas pasas y si ese fue su caso, no tener talento ni para trepar por sexo, eso es más interesante que toda esta película, bueno, de alguna forma hay que llamarla.


Rob Cohen dirigió, bah, dijo esta cámara va acá y aquella allá.


En resumen, a menos que se sufra de un agudo ataque de abstinencia de Jennifer López que no hacía cine desde el 2013, huir de esta Cercana obsesión lo más lejos que se pueda. No, no, ahí no, más lejos.

Gustavo Monteros

Un castillo en Italia



Durante los primeros diez minutos de esta película se me encendieron todos los odios y resentimientos de integrante de clase media que tuvo que trabajar desde siempre para ostentar el dudoso orgullo de apenas mantenerse y la consecución de muy pocos logros materiales. No era para menos, estaba ante unos neuróticos malcriados e inútiles, herederos ricos que jamás habían trabajado en sus vidas. Después, de a poco, mis resquemores cambiaron a algo parecido a la piedad. E incluso antes de que se acentuaran los paralelismos con El jardín de los cerezos, ya me consideraba su hermano, porque nada hermana más que la sensación de desamparo, de ser protagonista de un destino que parece no tomar en cuenta tus deseos, contradicción fatal que no terminamos de desentrañar nunca.


Lo mismo me pasa con la obra de Chejov arriba citada, confesa influencia de este film, arranco odiando a sus personajes para luego comprenderlos y hasta identificarme con ellos.


Valeria Bruni Tedeschi es una actriz maravillosa y éste es su tercer film como directora y el primero en estrenarse en cine, los dos anteriores Es más fácil para un camello… (2003) y Actrices (2007) no tuvieron tanta suerte. Un castillo en Italia se estrenó en la edición 2013 del Festival de Cannes.


Este castillo de Valeria Bruni Tedeschi tiene una fuerte carga autobiográfica. La señora que hace de madre, Marisa Bruni Tedeschi, una pianista de renombre, es su madre y quien hace de novio, Louis Garrel fue su novio. Bah, el castillo en el que se filmó parte de la película es el castillo familiar que perdieron. Y el hermano, Ludovic que interpreta Filippo Timi (el Mussolini de la genial Vincere, 2009, de Marco Bellocchio) un personaje que muere de Sida, representa a Virginio, que murió de lo mismo en la vida real.


La película se estructura en tres estaciones: invierno, primavera y verano, y entre otras cosas narra la progresión de la enfermedad del hermano, la pérdida del castillo y de un Brueghel, las dificultades de la protagonista para establecer relaciones afectivas, y la desconexión con el catolicismo, que no querrían tener, pero que padecen tanto madre como hija.


La película es tan ecléctica como su seductora banda sonora, cambia de tono y hasta de género de una escena a otra. Quizá la idea de la sinrazón de la existencia sea la que la motorice.


En resumen, una obra personalísima que a la vez atrapa e incomoda. 

Gustavo Monteros

La dama de oro



Para el resto del mundo, durante mucho tiempo el cuadro fue La dama de oro,  título asignado por los nazis cuando se lo robaron  para borrar todo vestigio de judaísmo, pero para ella, María Altman (Helen Mirren) era solo el retrato de su tía, Adele Bloch-Bauer, por el pintor Gustav Klimt.


Ya muy mayor, tras la muerte de su hermana y aprovechando una revisión en Austria de las apropiaciones llevadas a cabo por los nazis, Altman se propone recuperar el cuadro y contrata la ayuda de una abogadito, con poca fortuna y menos experiencia, Randol Schoenberg (Ryan Reynolds) sí, sí, como se subraya hasta el hartazgo en el film, es nieto del compositor Arnold.


Muertos los géneros (o en francas vías de extinción) por el cine de productores que rige hoy los destinos de la industria, esta Dama de oro es un híbrido de formatos: un poco de formato “basado en una historia real”, una pizca de formato de “buddy movie” (dúo de amigos improbables al principio por tan opuestas que son sus personalidades, e inseparables al final por el cariño que a pesar de las diferencias han aprendido a profesarse) más un toque de formato “David contra Goliat”.


La película (no lo es, pero de alguna manera hay que llamarla, en el fondo se parece más a la versión visual de un artículo de revista dominguera que se entrega con los diarios, así de leve e insustancial es) se distingue por la actuación de Helen Mirren, que inmediatamente después de Un viaje de diez metros (Lasse Hallström, 2014) entrega otra Gran Dama. Mientras que sus coterráneas Maggie Smith y Judi Dench huyen de las grandes damas como de la peste y prefieren personajes más aguerridos, Mirren abraza a estas señoronas elegantes, dignas, confianzudas y un tanto garconas, con un entusiasmo digno de otras empresas. Pero, insisto, como lo hace con entusiasmo y pasión, las termina por volver atendibles y hasta queribles.


A su lado, esta vez, el bueno de Ryan Reynolds que hace del abogado más sensible de la historia de la ficción. Sabrá Dios como es en la realidad Randol Schoenberg, pero en la versión de Reynolds es tan pero tan sensible que lloriquea todo el tiempo. No importa en realidad, el hombre tiene talento y procura exhibirlo para que le den papeles de más compromiso, hace bien, está listo para desafíos mayores. Daniel Brülh pone tal cara de bueno, que uno comienza a sospechar si, como en las novelas de espías, no es un “topo”, de los austríacos en este caso. No es así, pero la justificación de su personaje tarda tanto en llegar, que para entonces ya lo consideramos un bobo sin remedio. Katie Holmes hace de esposa comprensiva, Charles Dance de jefe autoritario y regio, Elizabeth McGovern y Jonathan Pryce hacen de jueces más o menos justos en algún momento, el talentosísimo Allan Corduner (quien fuera el compositor Arthur Sullivan en la maravillosa Topsy-turvy, Mike Leigh, 1999) hace de padre de Altman, Nina Kunzendorf de madre, Henry Goodman de tío y la bellísima Antje Traue hace de la dama del retrato. Y en una imagen, más que toma o escena, el versátil Moritz Bleibtreu hace de Gustav Klimt.


En resumen, una vez más, una actuación de Helen Mirren hace valedera la velada (valga la aliteración).Ah, dirigió Simon Curtis.

Gustavo Monteros

viernes, 19 de junio de 2015

viernes, 12 de junio de 2015

El otro lado del éxito



Los cinéfilos, a veces, por presumir de enciclopedismo son ilógicos o, lisa y llanamente, tontos. Alguien dice por ahí que esta película es La malvada (All about Eve, Joseph Mankiewicz, 1950) sin los sarcasmos o Persona (Ingmar Bergman, 1966) sin la angustia. (La absurda comparación surge porque todas estas películas cuentan con actrices teatrales como personajes principales). Claro que es así, pero no por falencia sino porque este film tiene otras intenciones. Hablar desde la calidez o desde el respeto, por ejemplo.



Hace unos veinte años, María Enders (Juliette Binoche) ganó renombre interpretando, en teatro primero y en cine después,  a Sigrid, una chica que enamoraba hasta el delirio, y quizá el suicidio, a su jefa, Helena. (Cualquier parecido con Las amargas lágrimas de Petra von Kant de Rainer Werner Fassbinder no es pura coincidencia, confesión del director/guionista, Olivier Assayas). Ahora, un importante director teatral le pide a María que vuelva a interpretar, nada menos que en Londres, la misma obra, esta vez, por supuesto, su papel será el de Elena. El de Sigrid lo hará una escandalosa actriz hollywoodense, Jo-Ann Ellis (Chloë Grace Moretz).



María y su asistenta personal, Valentine (Kristen Stewart) se hospedarán en un hermoso chalet de Sils Maria, Suiza, y prepararán la obra en cuestión. Valentine leerá la parte de Sigrid mientras María se adentra en el personaje de Helena, y de a poco la barrera entre realidad y ficción se desdibujará hasta desaparecer entre las nubes del título original (Clouds of Sils Maria). No en vano un fenómeno nuboso da nombre a la obra que ensayan: Maloja Snake (La serpiente de Maloja).



El juego de realidad y ficción es clave porque las historias que se cuentan surgen de enfrentamientos de espejos, y se sabe que al jugar con reflejos no se puede discernir con claridad dónde está la persona y dónde solo su imagen. Y aquí el juego es tanto dentro de la película en sí como con elementos fuera de ella. Dentro de la película más de una vez, María y Valentine intercambiarán roles. Elementos externos a la película se perciben, por ejemplo, cuando Valentine habla sobre cómo actúa Jo-Ann en películas pochocleras, sus palabras remiten directamente a la actuación de la propia Stewart en la saga Crepúsculo. También porque la anécdota central es el regreso de María a su Pigmalión, y que Binoche vuelva a actuar con Olivier Assayas es asimismo una revisita a un mentor primero, Assayas fue el guionista de Apasionados (Rendez-vous de André Téchiné, 1985) película que consolidó el estrellato de Juliette.



Lo fascinante es que si nos importa un bledo esta cuestión de metalenguaje (en este caso el juego de cine dentro del cine y esas cosas) igual podemos entretenernos a lo grande con el viaje a la intimidad de una estrella, atestiguar cómo viven, cómo se relacionan, el siempre atractivo lado B que promete el título en español. Algo así como Todo lo que siempre quiso saber cómo viven las estrellas, pero nunca se atrevió a preguntar.



Las talentosísimas Juliette Binoche y Kristen Stewart son dos actrices hipnóticas con estilos diferentes, que, enfrentados, conviven con grandeza. La naturalidad de Binoche se complementa a la perfección con la franqueza histriónica, casi salvaje, de Stewart. Es una fiesta que el grueso de la  película pase por ellas, cada segundo esté lleno de una elocuente riqueza, hay detalles que solo el talento puede proveer. Stewart, a pesar de su juventud, está en el mismo nivel de excelencia que Binoche, quien sabe por experiencia que lo mejor se logra por complementación, y no por la competencia inútil de lucirse más que quien se tiene en frente. Y la película, que surgió de una idea que ella le contó al director, en última instancia quizá hable de eso, de que el hecho creativo está por encima de todo, y que los actores, por más fragilidad o inseguridad que ostenten, son seres nobles y audaces, siempre a la altura del desafío que acometen. 



En resumen, una película valiosa que quizá no sea una suprema e indiscutida obra de arte, pero que cuenta con dos actrices que sí lo son. 

Gustavo Monteros