jueves, 28 de mayo de 2015

Camino a Estambul



Tagline es la línea inventada por publicistas para acompañar o vender mejor la imagen o el título de una película en el afiche. Hay dos que no olvido, la del afiche de Gallipoli (Peter Weir, 1981) y la de New York, New York, (Martin Scorsese, 1978) que ahora no viene a cuento y a la que referiré en otra oportunidad. La de Gallipoli decía: “De un lugar del que no oyó hablar, una historia que no olvidará”. Y era así nomás, por eso debe habérseme quedado la frasecita. Hasta entonces no tenía idea de que el nombre Gallipoli encerraba una de las matanzas más desgarradoras y atroces de la Primera Guerra Mundial, y sí, en cine por cada cuatro películas de la Segunda Guerra hay una de la Primera. Más o menos claro, no procuro ser exacto sino dar una idea. Y era verdad también que la historia no se olvidaba, dos muchachos australianos de personalidades casi opuestas pero con talento para las carreras de fondo se hacían amigos en el entrenamiento básico, de Gallipoli solo uno regresaría. La astucia de Peter Weir congelaba una imagen final que se quedaba a carcomernos la cabeza: la muerte no era la caída, sino la llegada a la meta, el triunfo final y borgeanamente secreto de un pobre desgraciado. La película se convirtió en clásico ineludible del género bélico, cimentó la carrera de un incipiente Mel Gibson y ratificó además el talento musical del gran Maurice Jarré, en cánones más modernos de los que había usado para David Lean, y sí, los hombres de talento son proteicos.


No es capricho que hable de Gallipoli porque Camino a Estambul no solo dialoga con ella sino que de algún modo la revisita. En su debut como director de cine, Russell Crowe interpreta a un granjero australiano que perdió tres hijos en Gallipoli (batalla que duró siete meses en 1915) y que se encamina hasta allí en 1919 a recuperar lo que queda de ellos. No le será fácil, claro. Y sí, de inconvenientes y problemas se nutren las aventuras.


Y en el transcurso Crowe combinará la tragedia bélica y sus consecuencias con choques culturales y solidaridades impensadas, pero las tratará levemente, y en vez de un drama de aquellos le saldrá una película de aventuras de matinée. Cometerá algunas torpezas, perdonables por ser director novel (en su momento Mel Gibson también las cometió, aunque por suerte insistió y llegó a su Apocalypto).


Russell Crowe demuestra (literalmente, hasta hace un pozo para ilustrar tanto su fuerza como el título original The water diviner, El zahorí, “persona a quien se le atribuye la facultad de descubrir lo que está oculto, especialmente manantiales subterráneos” según el Diccionario de la Real Academia) que sigue siendo el grandote musculoso y carismático de siempre, Olga Kurylenko sigue siendo muy pero muy bella y se lucen los turcos Yilmaz Erdogan como el Mayor y Cem Yilmaz como su Sargento.


En resumen, una película amable sobre temas serios que se contagia de aventuras en su segunda mitad. 

Gustavo Monteros
 


Mil veces buenas noches



Los  primeros 14 minutos de Mil veces buenas noches (2013) del noruego Erik Poppe no son buenos o excelentes sino directamente óptimos, insuperables. Expresan con contundencia, casi sin una palabra, a pura acción, las contradicciones más íntimas de una fotógrafa de guerra, Rebecca (Juliette Binoche). La señora cubre la última ceremonia y la explosión de una mujer bomba en Kabul. Lástima que el resto, como esos romances de inicios brillantes que se diluyen después en frustración tras frustración, se desbarranca a un valle de obviedades y decepciones.


Es que la señora, a pesar de semejante profesión de riesgo, está casada con un biólogo marino, Marcus (Nicolaj Coster-Waldau) y tienen dos hijas, la mayor, Steph (Lauryn Canny) una adolescente, que resiente su profesión y sus ausencias, y la menor, Lisa (Adrianna Cramer Curtis) todavía una niña que se conforma con reclamar regalos en cada regreso de la madre. Sin embargo, dado que esta vez, mamá Rebecca vuelve herida, aparece en primer plano el conflicto que la separa de papá Marcus y de hijita Steph: su suicida actitud para capturar la mejor foto.


Interesante planteo que Erik Poppe no resuelve a la manera del período crítico-realista de su coterráneo Henrik Ibsen, o sea a puro debate de ideas y pasiones,  sino según el modelo más aburrido y pedestre del telefilm de superación. Los personajes aprenderán, unos más tarde que otros, a comprender sus problemas y a lidiar con ellos. Claro, con la insufrible ayuda de melosos violines como soporte de fondo, faltaba más. La escena final aspira entre otras cosas a la ironía, aunque por lo que pasó en el medio se queda en la más subrayada elementalidad.


De todos modos más allá de algún apunte logrado, la película no se vuelve desdeñable porque cuenta con Juliette Binoche, que no logra que el cobre sea oro pero casi. Su talento es palpable, le otorga humanidad a la muñeca más endeble. Hipnotiza con sus ojos de perro triste. A su lado Nicolaj Coster-Waldau (el famoso Jaime Lannister de Game of thrones) es más apuesto que actor. Nada grave en realidad, el ser de buen ver tiene sus ventajas, no desata antipatías furibundas sin ir más lejos.
 

En resumen, imprescindible para los que admiramos a Juliette Binoche, los demás, con un poco de paciencia hacia la tontería bien intencionada, la lindura de los encuadres y la música dulzona, pueden verla y si se descuidan hasta disfrutarla sin problema. 

Gustavo Monteros

jueves, 21 de mayo de 2015

Cenizas del pasado



Se habla mucho de Jeremy Saulnier en estos días. ¿Quién es?, se preguntará usted. No se preocupe, hasta hace dos días estaba como usted, preguntándome lo mismo. El hombre, joven según las fotos, presenta en Cannes en la Quincena de Realizadores su última obra The green room (El camarín en el original, sabrá Dios qué título le pondrán los distribuidores de estrenarla) mientras que por aquí se estrena su film anterior Cenizas del pasado (Blue ruin o sea Ruina triste en el original) que le hizo ganar el premio al mejor director en la Quincena de Realizadores de Cannes en el 2013.


Estas Cenizas del pasado (Blue ruin) llegan a nuestras pantallas como out of the blue (caídas del cielo), que junto con otras tres películas independientes (Incomprendida, 2014 de Asia Argento, Mientras seamos jóvenes, 2014 de Noah Baumbach y Motivación cero, 2014 de Talya Lavie) hayan encontrado un nicho en un fin de semana largo, en un medio monopolizado por la oferta yanqui de pochoclos sin fin, más que una sorpresa es casi un milagro. Como sea, a disfrutar de la variación de títulos hasta que los yanquis determinen por milésima vez que se acaba el mundo o que nos invaden los zombis en otra superproducción tan ruidosa como tonta.


Cenizas del pasado es un policial con argumento de viejo western. Pero no es  por la originalidad de la trama por la que se destaca sino por la contundencia de su realización. Dwight (Macon Blair) tocó fondo y sobrevive con algo de ingenio. Es un linyera, un homeless, un desclasado. Duerme en el asiento trasero de un auto viejo que tiene, irrumpe en casas vacías, de las que no roba nada, para bañarse, come lo que tiran los restaurantes de un parque de diversiones y se gana unos pocos dólares reciclando lo que queda tirado en la playa. (Si alguna vez se preguntó cómo sobrevive un homeless en Yanquilandia, los primeros minutos de esta película le alcanzan una respuesta.


Parece que Dwight es un buen tipo porque la policía negra que lo va a visitar, elige llevárselo a la comisaría para que reciba la noticia que tiene que darle en un ambiente que lo contenga y con alguien que le dé una mano de ser necesario. Que quien esté dispuesto a darle una mano sea una representante de la ley y que el lugar que lo contenga sea una sala de interrogatorios no deja de tener su ironía, aunque la idea es clara, Dwight merece afecto y respeto y la intención de la alguacil es buena. La que no es buena es la noticia que tiene que darle: el asesino de sus padres saldrá libre en unos días.


Lo que sigue es la clásica historia de venganza, ejecutada por el menos apto para llevarla a cabo. Sin embargo, como con el personaje que hacía Pablo Rago en El secreto de sus ojos, no hay que desestimar a los mansos, obligados a ejercer justicia pueden llegar hasta las últimas consecuencias.


Jeremy Saulnier se gana la vida como director de fotografía, es decir, llega a la dirección desde dentro del cine, no desde ninguna escuela y se nota, para bien. Maneja la historia frontalmente, sin perderse en las trampas intelectuales del fuera de campo y esas cosas tan escolásticas, que fueron novedosas en los tiempos de Huston o de Hitchcock y que hoy de tan estudiadas y usadas a conciencia ya no sorprenden y hasta aburren.


Esa frontalidad, más la inmensa simpatía que despierta el personaje de Dwight, nos mete en la película con un deslumbramiento que no sentíamos desde hace mucho. Nos rejuvenece, nos quita cinismo y nos devuelve la inocente mirada fresca que tuvimos alguna vez, antes de ver tanto cine.
 
Gustavo Monteros

jueves, 14 de mayo de 2015

Trash: desechos y esperanza



Este horror surgió, como tantos otros horrores, de una buena intención. Cuenta Andy Mulligan, autor de la novela en la que se basó esta cosa, que trabajando de maestro en Filipinas fue con su clase de visita a un basural, y al comprender luego que habían visto a quienes trabajaban ahí como a animales en un zoológico, se propuso entonces concebir una historia que los tratara como seres humanos. ¿Hizo transcurrir la historia en Inglaterra, su país natal? No, mejor que transcurra en Brasil ¿dónde sino hay corrupción política, pobreza estructural y brutalidad policíaca? Porque Inglaterra será sinónimo de doble moral y de piratería desvergonzada, pero lo que esta historia necesitaba era las características de un país bananero ¿y dónde hay muchas bananas? En Brasil, ya lo decía el sombrero de Carmen Miranda.


Creo que esto es lo más enojoso e insultante de esta película: la mirada de superioridad moral, de esto solo puede pasar en el tercer mundo. Y lo irónico es que cuando la historia se desvela, uno entiende que en realidad pudo pasar en cualquier lado, porque la codicia no es un invento sudamericano.


Un chico que vive de la basura encuentra una billetera que busca con desesperación un político corrupto a través de un policía tan pero tan malo que en el fondo hasta quizá sea bueno. Con la ayuda de dos amiguitos, descifrará los enigmas que hay en la billetera y hará que lluevan billetes. Y la CNN que, como todos sabemos es tan pero tan objetiva como independiente, dará a conocer al mundo los entretelones de la corruptela. Hay también una misión en la que un cura (Martin Sheen) es tan pero tan misericordioso que tiene que apaciguar en whisky tanta piedad. Y está también una chica (Rooney Mara) que enseña inglés (la lengua madre, padre y abuela) sin saber ni una palabra de portugués (¿para qué si es un idioma de subdesarrollo?) y de tan pero tan ingenua es medio bobalicona.
 

Dirigió Stephen Daltry (Billy Elliot, Las horas, El lector, Tan fuerte y tan cerca) a esta altura un especialista en dirigir niños. La película es eficiente, profesional, pero indigerible para los que pensamos que no somos (ni nunca seremos) lo que el primer mundo dice que somos. 

Gustavo Monteros