viernes, 24 de abril de 2015

El cuarto azul



Hay actores que cuando se ponen detrás de la cámara, dirigen como actúan. Mathieu Amalric, por ejemplo. Se lo ve actuar cinco minutos y uno cree que sabe todo de su personaje, y no, el retrato es sesgado, en contraluz, el muy ladino tiene todavía que dar un paso más para que veamos todos los dobleces que hay en lo que hace. Así dirige. Cuatro años después de su magnífica Tournée, sobre la gira de un empresario y un elenco de stripteaseras, arremete contra una novela negra clásica de Georges Simenon y deslumbra con un ejercicio de estilo que se inscribe en la mejor tradición del cine noir.


El cuarto azul, no es el sitio del primer amor como el del tango pero casi, una habitación de hotel donde los amantes, Julian Gahyde (Mathieu Amalric) y Esther Despierre (Stéphanie Cléau) se reúnen a darle placer sexual a sus cuerpos y meterle, claro, los cuernos a sus cónyuges. Como corresponde cuando hay pasión abrasadora, la cuestión va a complicarse y mucho. Todo lo vamos sabiendo a través de conversaciones, más bien declaraciones de Julian ante policías, psicólogos legistas y jueces de instrucción. Una apasionante manera de contar porque en un principio sabemos que hay un crimen y que acusan a Julian del mismo, pero no sabemos quién es la víctima. Y cuando lo sepamos, no sabremos el cómo, y así. Tal como a Amalric le gusta actuar.


Mucho hay de bueno para destacar en esta película. Entre lo mejor, sin duda, figuran los escarceos eróticos en el mentado cuarto azul. Los directores siempre caen en las variantes del soft porno para contar la pasión sexual y como se repitieron hasta el hartazgo, ya cansan,  y uno desea que recurran a los sugerentes puntos suspensivos de la vieja época, en que casi no se podía mostrar sexo, tiempos en los que se activaba la más desenfrenada virtud humana, la imaginación. Sabemos que Ingrid Bergman tuvo con Cary Grant, y con casi todos sus galanes, los orgasmos más refulgentes sin que la viéramos jamás en paños menores, le bastaban unos labios anhelantes antes y una mirada de lascivia satisfecha después para contarnos la experiencia. Amalric no regresa a los puntos suspensivos, muestra, pero de una manera novedosa en la que los diálogos y los cuerpos se mezclan refrescantemente.


Como buen actor que es, sabe que las historias se cuentan mejor con intérpretes inspirados. Él está como siempre, o sea, más allá de los adjetivos. La casi debutante Stéphanie Cléau no se anda con vueltas y no se guarda nada, mientras que Léa Drucker, como la esposa de Julian, siembra pertinente misterio.


En resumen, meterse a espiar en este cuarto azul es pasarla muy pero muy bien.

Gustavo Monteros

De amor y dinero



De entrada la cosa pinta bien. Es el debut de un guionista con trabajos impecables en su currículum: Las alas de la paloma, 1997, Las cuatro plumas, 2002 y Drive, 2011. Sí, el anglo iraní Hossein Amini sabe escribir un guión.


La cosa sigue bien porque se basa en una novela de Patricia Highsmith, autora con suerte en el cine, sus trabajos inspiraron películas notables: Extraños en un tren, Alfred Hitchcock, 1951, A pleno sol, René Clément, 1960, El amigo americano, Win Wenders, 1977.


Y la cosa inclusive mejora porque protagoniza Viggo Mortensen, uno de los pocos actores contemporáneos que entiende el estrellato a la manera de la vieja escuela hollywoodense, en algún recodo del camino comprendió que para ser estrella de cine no basta con la apostura, el talento y la fotogenia, sino hay que dejarse amar por la cámara, hallar los gestos que den mejor en pantalla, desprenderse de los que enturbian la nitidez de la expresión y profundizar un perfil intransferible de seducción o encanto. Y hoy es como el correlato de un Gary Cooper.


Además está filmada en Grecia y en Turquía, que se ufanan y con razón de tener paisajes de ensueño. De modo que en los papeles, al menos, la cosa pinta inmejorable.


Por suerte y gracias a todos los dioses del Olimpo, el mitológico y el cinematográfico, la cosa está a la altura de los papeles.


Estamos en Grecia en 1962, un guía turístico estadounidense que habla muy bien el griego, Rydal (Oscar Isaac) mientras le presenta la Acrópolis a un grupo de turistas, observa con detenimiento a una pareja, Chester (Viggo Mortensen) y Colette (Kirsten Dunst). Él le llama la atención en particular porque lo halla parecido a su padre que acaba de morir. Colette contratará sus servicios, una cosa llevará a la otra y acabarán en un entramado de celos, deseos, asesinatos y fugas.


La historia es apasionante y está contada con elegancia, fluidez e interés creciente. Y el impecable guión hará que hasta retumben ecos de los mitos de Teseo y Edipo, que deleitará a los helénicos, pero no ensombrecerá para nada el deleite de los que jamás han oído sus nombres.


El trío protagónico no ignora el secreto de la buena actuación y lo devela. La música del vasco Alberto Iglesias es muy hermosa y para nada intrusiva, dominante o ensordecedora. Todos los rubros técnicos son de una apabullante excelencia.


En los títulos finales, Hossein Amini agradece a Anthony Minguella y Sydney Pollack, artífices de lo que terminó siendo el mejor Minguella, El talentoso Sr Ripley, también sobre novela de la Highsmith. Lo hace porque inscribe De amor y dinero en el estilo de El talentoso Sr Ripley, o sea luminosa recreación de época, rubias hermosas, deslumbrantes paisajes veraniegos, elegantísima ropa clara y mucho sombrero. Otro peligro salvado, un estilo ambicionado y no logrado queda en un artificio tonto y hueco, pero cuando se lo logra, se lo agradece y disfruta.


En resumen, como nunca nos sobran ni el amor ni el dinero, sería aconsejable no perderse esta desventura.

Gustavo Monteros

Entre tragos y amigos



Entre tragos y amigos de Eric Lavaine es otra comedia coral de amigos. Otra más. De tanto que se reproducen, más que un género,  ya podríamos decir que  son una epidemia.


La comedia coral de amigos no persigue precisamente la originalidad, todo lo contrario. Hallaremos siempre en ellas, las crisis de la edad, los adulterios, los temores, las cobardías, las revelaciones, los aprendizajes, las módicas epifanías a las que podemos aspirar los seres no extraordinarios de esta vida.


El secreto de una buena comedia coral de amigos, bah, de todo género ficcional en realidad, es mezclar personajes interesantes. Los de Entre tragos y amigos no son particularmente interesantes, pero tampoco del todo obtusos. Están en esa medianía que, según como estemos, puede ser indolente o francamente exasperante.


La trama se centra en Antoine (Lambert Wilson) un cincuentón que a pesar de cuidarse, comer sano, no beber ni fumar, y hacer deporte, igual tiene un infarto. Cuando se repone decide hacer lo contrario a lo que venía haciendo. Entonces se pone a fumar, a beber, a comer fritos y esas cosas. Y las risas, bueno, las sonrisas, bueno, las casi sonrisas serían provocadas por cómo este nuevo comportamiento afecta su pareja, se refleja o repercute en las relaciones con sus amigos. El trámite de verla no es  desagradable, el hermoso paisaje montañoso francés, algún detalle logrado, una que otra réplica que, con buena voluntad, puede parecer graciosa lo hacen llevadero. 


Eso sí, cuesta reconocer la tradición francesa de la comedia en los ejemplos que nos llegan. No se trata de remitirse a Moliere o Marivaux, ni siquiera a Feydeau, que llevó los enredos de lo que nosotros llamamos vodevil a sus primeras cimas, pero estos esquicios pobres en un cine y en un teatro que fueron gloriosos decepcionan mucho. Ellos que tuvieron a un De Brocca, a Sacha Guitry, a Fernandel, a De Funes, a Bourvil (y solo nombro a los que me vienen a la memoria en este momento). Ellos que supieron llevar la hechura de los vehículos de lucimiento para estrellas a un arte con sus piezas de teatro de Boulevard (sin ir más lejos la ex diva telefónica desempolvó un ejemplar de hace más de treinta años para su vuelta al teatro: Piel de Judas de Barillet y Gredy). Ellos, todos los que sabían hacer comedia, se deben morir de vergüenza. Está bien, Le prénom en cine y en teatro (otro éxito de la cartelera teatral porteña) fue una excepción. La golondrina que no hace verano. En el drama se puede mentir, se puede pergeñar uno más o menos efectivo con un par de trucos, pero con la comedia no se puede. Si no hay talento, no hay comedia.


Además del todoterreno Lambert Wilson, le ponen el cuerpo y las ganas: Franc Dubosc, Florence Foresti, Guillaume de Tonquedec (que estuvo en Le prénom), Lionel Abelanski, Jérôme Commandeur, Sophie Duez, Lysiane Meis, Valérie Crouzet y Lucas Lavaine, algo de simpatía insuflan.


En resumen, se la puede dejar pasar, pero si se la ve, no duele.

Gustavo Monteros

viernes, 17 de abril de 2015

Mis días felices

 



No por ser Fanny Ardant el tiempo no pasa y no cobra factura, aunque por ser Fanny Ardant, claro, es más piadoso, menos cruento.


Caroline (Ardant) es una dentista recién jubilada, bien casada, con dos hijas que le han dado nietos. Hace menos de seis meses que ha muerto su mejor amiga y Caroline bordea la depresión, entonces una de las hijas le regala un vale por un mes en Los días felices, un club para la tercera edad donde hacen teatro, alfarería, computación, etc. Y como Fanny es muy Ardant, a pesar de la edad, comienza un amorío con uno de los profesores, que como se dice más de una vez, tiene la edad de las hijas.


Mis días felices es un artefacto audiovisual que promueve o satisface la fantasía de que incluso entrado en el invierno de la vida se pueden tener aventuras sexuales con gente más joven.  Si se es Fanny Ardant, claro. Y si no se es, no importa, se vive vicariamente a través de Fanny que sí es Fanny.


La historia, de alguna manera hay que llamarla, jamás atrapa del todo, porque, Fanny, se sabe, es una criatura extraordinaria, si no de extrema belleza de una seducción exquisita, de elegancia tan máxima , que si le ponés un par de alpargatas igual te camina como una reina, y si le tirás una bolsa de arpillera te la luce como un vestido de alta costura, y no solo es alta sino que tiene otra virtud, que una famosa actriz argentina envidia a más no poder, pantorrillas angostas. A lo que voy es que es una semi diosa y aquí está perdida en un mundo de simples mortales, y al no tener un igual con el que enfrentarse, su victoria está garantizada desde un principio. ¿Quién podría negarle, obstaculizarle, o reprocharle a Fanny que se permita ponerle los cuernos a un marido, bueno pero desabrido, con uno de los galanes más improbables del cine, por lo soso, pero que al menos es joven? Si el marido fuera un Jeremy Irons, por ejemplo, que incluso de anciano venerable es más que atendible o que el amante fuera Benoît Magimel, que detrás de su carita de cachorro perdido tiene más dobleces que el hojaldre, la cuestión podría equilibrarse un poco y uno podría cinchar por uno u otro. Pero con Laurent Lafitte de amante y Patrick Chesnais de marido, Fanny se sale con la suya aun antes de empezar la aventurita sexual.


Dirigió Marion Vernoux. El guión se basa en una novela de Fanny Chesnel, intitulada Une jeune fille aux cheveux blancs (o sea Una jovencita de cabellos blancos), mamma mia, ¡cuán obvio se puede llegar a ser! Dirigió Marion Vernoux (ah, en un momento, Fanny se pone las medias con una pierna extendida, con Lafitte en segundo plano, cualquier parecido con Ann Bancroft y Dustin Hoffman en El graduado no es pura coincidencia, es ¡un milagro!
 

En resumen, verla solo si se tiene un ataque agudo de abstinencia de Fanny Ardant. (Ah, otra cosa, en la vida si alguien tomara y comiera todo lo que Fanny consume, sería un Botero, pero como Fanny es Fanny, al final de la película sigue tan delgada como al principio… Andá) 

Gustavo Monteros