jueves, 12 de febrero de 2015

Birdman o la inesperada virtud de la ignorancia



El cine de Alejandro González Iñárritu siempre me tuvo sin cuidado. Mientras todos sacaban las liras para construir desmelenados panegíricos por sus Amores perros (2000), permanecí incólume porque para mí el “verosímil” de las historias, más allá de los fuegos artificiales narrativos,  no cerraban ni ahí. Después llegaron los 21 gramos (2003) artefacto largo y tedioso que desataba un módico interés por la trampa de una escena que se perfilaba, pero nunca terminaba de mostrarse del todo para poder ser descifrada. Y después vino Babel (2006) y algunos críticos, que antes tiraban cohetes, comenzaron a darse cuenta de que quizá habían sido víctimas de un entusiasmo prematuro. En lo personal debo confesar que me pareció un bodrio bodrioso de toda bodriez, cuanto más “ambicioso” se ponía, más largo y aburrido me parecía. Todavía procuro recuperarme de sus 143 (¡ciento cuarenta y tres!) minutos. Se separó entonces del hasta ese instante su fidelísimo guionista, Guillermo Arriaga, y todos especularon sobre quién se quedaría con el “estilo” de las películas que habían hecho juntos, sobre si eran más de “director” o de “guionista”. Por lo antes dicho, estas especulaciones no solo no me quitaron el sueño, sino que no creo ni haberlas registrado. Arriaga fue el primero en salir al ruedo sin su exsocio. En el 2005, cuando todavía duraba el dúo,  había firmado el impecable guión de Los tres entierros de Melquíades Estrada para que lo dirigiera también impecablemente Tommy Lee Jones. Ya solito y solo, adaptó su propia novela El búfalo de la noche (2007) para un film que dirigió Jorge Hernández Aldana y que la crítica cascoteó con gusto. En el 2008 Arriaga debutó como director y guionista, of course,  con Camino a la redención (The burning plain) para gloria de la siempre gloriosa Charlize Theron. Los críticos, quemados por las experiencias anteriores, fueron diplomáticamente cautos. González Iñárritu tardó un poco más en asomar la cabeza. Lo hizo recién en 2010 con Biutiful, basado en un guión cofirmado con los argentinos Nicolás Giacobone y Armado Bo (responsables guionistas de la bellísima El último Elvis, que dirigió en 2012 el segundo o sea Armando Bo, nieto del Armando de la diosa Isabel). Volviendo a Biutiful ni me molesté en verlo, duraba 148 minutos y todavía no me reponía del aburrimiento que me había dejado Babel y sus ¡143! minutos. Los críticos tampoco apoyaron mucho, ya le habían perdido el respeto (bah, la reverencia inicial) y se despacharon con saña. ¡Pobre Iñárritu, que culpa tenía él de que lo hubieran endiosado atribuyéndole la invención de la rueda y de la pólvora (que como todos sabemos ya fueron descubiertas, antes…)!


Birdman (o La inesperada virtud de la ignorancia) es, en el fondo, la historia de dos regresos a los primeros planos: el del personaje de Michael Keaton en la película y el de Iñárritu en la vida real. Admito que esta vez su película me gustó… mucho. Quizá porque es lo más parecido a una comedia que puede plantear Iñárritu (nada apoca mejor la solemnidad, la pedantería, la pomposidad que el humor) y porque se adentra en las bambalinas de una producción teatral, lo que siempre me apasiona (hice poco cine pero mucho teatro y llevo en los huesos los desvelos y fatigas de un estreno).


Riggan Thompson (Michael Keaton) es un actor famoso por haber interpretado en años más jóvenes al superhéroe Birdman. Quiere aquilatar su nombre y se  predispone a debutar en Broadway con una adaptación suya de un cuento de Raymond Carver, De qué hablamos cuando hablamos de amor, que también protagoniza y dirige. Ha puesto todo su dinero y el de su amigo Jake (Zach Galifianakis) en la empresa, de modo que la apuesta es a ganar o morir. Estamos en las funciones de preestrenos (ensayos generales con público, que paga una entrada reducida, porque verá un espectáculo que aun no está listo) y hay unos cuantos problemas a resolver, no el menor de ellos, un actor coprotagonista que todavía no halla el tono ni la intención de su personaje. Para colmo, las relaciones personales tampoco andan de maravillas, y hay que lidiar con la nueva pareja, la expareja y una hija en recuperaciones varias.


Se sabe porque se comentó hasta el hartazgo, el film está resuelto en una sucesión de planos secuencias o sea las escenas se rodaron en una sola toma de cámara, sin cortes, sin plano, contraplano y esas cosas. Esta vez el artificio es pertinente, no la jactancia de un director, y comunica con inmediatez el vértigo, la solapada desesperación, la sensación de caminar por un campo minado que despierta todo estreno inminente. Y la banda de sonido, se comentó mucho también, es prácticamente casi todo el tiempo un solo de batería.


Como no tengo mala memoria, todavía, no me sorprende que Michael Keaton actúe bien, siempre fue un buen actor, desde un principio, y si lleva años, muchos, sin hallar un papel que explote sus virtudes no es impedimento para que cuando lo encuentre, como en este caso, lo honre. Como en toda película de planos secuencias, el elenco debe estar alerta, concentrado, solidario, más que nunca, un error no es, en este caso, solo repetir la toma del yerro cometido, sino volver a empezar todo de nuevo, otra vez, con la participación de todos los que intervienen en la toma. (O sea, meter la pata es cagarles el trabajo a todos los que venían antes que vos y que ya lo hicieron bien). Cuando finalmente se logra, hay una fluidez y cohesión distintas a las habituales. En el excelente reparto, están tres de mis actrices favoritas, de modo que yo estaba de fiesta: Naomi Watts, Emma Stone y Andrea Riseborough. Entre los caballeros, aparte de los ya nombrados, se destaca un audaz Edward Norton que camina por la cornisa de la sobreactuación sin caer en el abismo.


En resumen, vengo a contramano con don Alejandro González Iñárritu, cuando los críticos locales le tiraban flores, yo fruncía el seño y proclamaba disconformidad, ahora ellos, por las dudas se arrepientan después, como ya lo hicieron antes, lo tratan con dureza y le rechazan hasta el saludo, mientras yo disfruto de su obra e invito a que otros lo hagan. En algún momento quizá nuestros caminos confluyan. O no. 


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